Del 1-O a El Prat. Violencia y relativismo

Desde la publicación de la sentencia del 1-O, los “mossos d’Esquadra” andan reprimiendo algaradas varias, desde cortes de carretera hasta ocupaciones del espacio público y algún otro intento de resistencia y ataque a la fuerza pública. Sólo en el Aeropuerto de El Prat, en la jornada del lunes, hubo 131 manifestantes y 40 policías y “mossos” heridos, además de 110 vuelos cancelados y tres detenidos, entre ellos un menor. Es el deber de los “mossos”, se dirá. También lo fue el de las Fuerzas de Seguridad nacionales el 1 de octubre de 2017, cuando cumplieron con las órdenes de impedir un acto tan ilegal como los primeros, como era el de “votar” –más bien hacer como que se votaba- y participar en un levantamiento destinado a subvertir el orden constitucional.

En ninguno de los dos casos se ha tratado de un juego, aunque algunas de las imágenes, las de 2017 y las de antes de ayer, así lo sugieran por ese toque de irrealidad que acaba cobrando todo lo referido al “procés”, como si el nacionalismo catalán se moviera en una dimensión social y cultural propia, ajena a la realidad común del resto de los españoles y los europeos. No es así, sin embargo. Bajo su apariencia pacífica y postmoderna, los actos que se intentó reprimir hace dos años estaban destinados a demoler la base de la convivencia entre españoles. Eso es lo que llevó a las autoridades a recurrir a las Fuerzas de Orden Público.

En cuanto a los hechos de estos días, son acciones destinadas a perturbar el orden público y promover la idea de que Cataluña –así, a bulto: más o menos, el pueblo catalán- se ha alzado contra una sentencia que vendría a ser el auténtico foco del desorden. Claro que lo lógico, en tal caso, sería mandar a los “mossos” a aporrear a los integrantes de la Sala Segunda del Tribunal Supremo. Como no se atreven a tanto, lo que se ha intentado es equilibrar exquisitamente los altercados y la represión, palabra horrenda donde las haya en el oasis feliz del nacionalismo catalán.

Equilibrio imposible, como se vio en El Prat, y renovación de las consecuencias de esa fantasía que es intentar subvertir un Estado sin violencia, una utopía que Cataluña ha vivido ya varias veces y siempre, aunque en grado diverso, con las mismas consecuencias de enfrentamientos entre catalanes. Y es que los que apelan y animan el levantamiento de las “masas” son los mismos que deben encargarse de reprimirlos en virtud de las competencias que les otorga ese ordenamiento constitucional que tanto detestan.

Nada de esto ha impedido nunca aplicar distintas varas de medir a situaciones que no dejan de ser paralelas, ya que no idénticas.  El fundador del nacionalismo, el francés Maurice Barrès, lo definió como una “forma de relativismo”. La frase suele sorprender, pero aquí se entiende muy bien. Cuando los supuestos valores de la nación catalana contradicen los derechos universales (como lo hicieron los de Francia, también supuestos, en el Caso Dreyfus), priman los primeros. Hay una violencia aceptable, como la que los representantes del espíritu nacional causaron a más de un centenar de personas en El Prat, y también la habrá repugnante, que es cuando esos mismos actos de fuerza se ejercen contra quienes encarnan ese espíritu. Claro que todo esto ya está más que estudiado y se podría decir, si en estos días no fuera algo parecido a una broma, visto para sentencia.