Lección real en Oviedo
La casualidad, o el destino, habrán querido que la futura Reina de España se estrene en la ceremonia de su Premio el mismo día en que culmina en Barcelona, con una manifestación multitudinaria, la semana de protestas contra la sentencia emitida por el Tribunal Supremo sobre el “procès”. Se superponen así dos momentos. Uno que cierra unos hechos destinados al fracaso desde el principio. Y otro en el que se entreabre la puerta al futuro. Un futuro de continuidad y renovación, de progreso y de respeto, de tolerancia y de libertad, encarnados en la Princesa que empieza a atisbar la dura tarea que le espera no dentro de unos años, sino ya mismo.
Por eso ayer el Rey empezó recordando la situación que él vivió, en una circunstancia idéntica –en cuanto a la celebración del Premio- hace más de treinta años. Sólo ese recuerdo, que en cualquier circunstancia habría tenido un sentido político además de sentimental, adquiere hoy, iluminado por los hechos de Cataluña, el significado de una afirmación, humana y simbólica a la vez, del sentido profundo de la Corona. También es una manifestación de confianza en el futuro de España. Al reafirmar la misión de la Dinastía y de la institución, el Rey hace explícita su adhesión a la pervivencia de su país. No hay distinción entre la Corona y España. En un Estado tan descentralizado como el nuestro, y en una sociedad –y en unos momentos- en los que acostumbramos a verlo todo desde una perspectiva partidista, se nos recuerda que hay elementos de nuestra vida en común que deben ser preservados de estas disparidades, legítimas y bienvenidas… hasta que ponen en juego el marco mismo de la convivencia en libertad.
Como era lógico, el recuerdo del discurso del 3 de octubre de 2017 pesaba sobre la ceremonia, en particular sobre la intervención del Rey. Entonces Don Felipe VI tuvo el coraje de hacer el discurso patriótico y constitucional que ningún líder político fue capaz de pronunciar, como no se ha escuchado tampoco estos días. La renovación del liderazgo no ha cambiado nada en este aspecto, y seguimos sin escuchar las palabras medidas y significativas que ayuden a la sociedad española, enfrentada a un conflicto que atañe a su existencia, a comprender su deber y las razones profundas de este.
Aun así, no era cuestión de volver a asumir los mismos riesgos. Los políticos podrán dejar solo al Rey (como se intuye que piensan los jueces del Supremo cuando en su sentencia remiten a la acción política lo que le corresponde a esta), pero el Rey, que una vez más se revela como la piedra de toque sobre la que reposa todo el edificio constitucional, no puede permitirse el lujo de quedar en soledad. Sería tanto como dejar solos a sus compatriotas y, de hecho, abdicar de sus responsabilidades.
Por eso lo que el discurso propuso fue, en primer lugar, el esbozo para la educación de un príncipe –en este casi una Princesa-, haciendo suyo el guión que le ofrecían las áreas de conocimiento y acción cubiertas por el Premio. Desde el arte, con Peter Brook (y una evocación muy postmoderna del Tao Te King) y la historia (el Museo del Prado), hasta la preocupación por el cambio climático, con la premiada Convención Marco de las Naciones Unidas dedicada a lo que es ya uno de los ejes fundamentales de la política de nuestro tiempo. Entre medias pasaron el Deporte, la Literatura, las Ciencias, también las Ciencias Sociales. (La ausencia de personalidades españolas justo en este momento revela la mezquindad insuperable de la élite cultural de nuestro país, que tanto tiene que ver con lo que está ocurriendo en Cataluña).
Y como no podía ser menos, y en los términos clásicos y en cierto modo aristotélicos en los que estaba planteada la intervención, lo más importante llegó al final, cuando el Rey resumió su reflexión previa, es decir el mandato que la Princesa estaba recibiendo, en la evocación de la ciudad -entiéndase la comunidad política- que es lo más importante de todo, aquello que nos hace humanos. Descripción ideal, como corresponde, pero hecha en términos muy realistas. “Una ciudad justa / donde no se castiga a los extraños” -dijo citando a un poeta polaco-, “un ejemplo de solidaridad, de integración y de convivencia pacífica”. “Una ciudad donde sus habitantes han conseguido transformar, con grandeza de espíritu, todo el sufrimiento de su lucha y de su resistencia en fuerza y valor, en convivencia (segunda aparición del término en el párrafo) pacífica y en concordia”.
Se puede imaginar lo que sería de España si sus ciudadanos se decidieran a realizar el mismo esfuerzo realizado por los habitantes de Gdansk, que era la ciudad premiada ayer. Gran discurso, por tanto, elegante y preciso, muy valiente en el fondo, y ante el que dan ganas de vitorear al Rey… y a la Princesa de Asturias.
La Razón, 19-10-19