El país de las ficciones

En los últimos meses se viene hablando de la peligrosa ruptura de unos consensos que habría costado establecer años incontables y esfuerzos no menos ímprobos.

Uno de ellos es el referido a la llamada “violencia de género”, de la que casi todo el mundo parece sentir la obligación de erigirse en el paladín más intransigente. Evidentemente, está el repugnante machismo, que lastra todavía nuestras sociedades, la violencia –tanto física como psicológica- entre algunos hombres y algunas mujeres y, claro está, la necesidad de combatir estas lacras y proteger a las víctimas. Ahora bien, no hay nada, ni la más remota evidencia, que relacione esto con la supuesta existencia de una sociedad en la que los varones ejercerían de clase dominante y las mujeres de víctimas propiciatorias y explotadas. Esta fábula, estrictamente ideológica, es lo que se llama “violencia de género”.

Otro consenso es el de la “memoria histórica”, aceptada por casi todos los partidos políticos a pesar de constituir, sin el menor disimulo, un ataque contra los fundamentos mismos de la Monarquía parlamentaria y el régimen constitucional del 78, levantados sobre el repudio de cualquier violencia política, tanto la de la dictadura como la de la de Segunda República y lo que quedó de ella durante la Guerra Civil.

Un tercero es el consenso sobre el Estado de las Autonomías, dinamitado por los secesionistas catalanes y en trance de demolición por los nacionalistas vascos, sin contar con  el experimento de confederalización que va a poner en marcha el gobierno del PSC-PSOE. Ya estaba seriamente puesto en cuestión por las ineficiencias (en financiación o en educación, sin ir más lejos), una y otra vez diagnosticadas en años anteriores.

Más que de consensos, estamos hablando de ficciones, promocionadas unas veces para avanzar un programa ideológico y defendidas otras por incomparecencia, por pereza, por incapacidad para imaginar que existen propuestas y soluciones distintas.

Durante la Transición la clase política democrática se estrenó teniendo el coraje de afrontar una realidad: la necesidad de elaborar consensos fundadores. Como es natural, los años han traído problemas difíciles de imaginar entonces (aunque no todos eran inconcebibles). Ha llegado el momento de elaborar otros nuevos. La negativa a hacerlo contribuye a explicar la fragmentación de la representación política y la incapacidad para gobernar el país de la actual clase política. La política no es el arte del espectáculo. Es el arte de las realidades.

La Razón, 28-11-19