Un programa electoral, no de gobierno

Por fin habló el joven presidente Sánchez y comprendimos qué había estado haciendo en estas semanas de silencio. Resulta un poco paradójico tras el tropiezo parlamentario de ayer, que tan crudamente le debió de recordar su excepcionalidad parlamentaria. El caso es que Sánchez hizo ayer la presentación a lo grande de su programa y, no hay que equivocarse, el horizonte lo tiene puesto a seis años vista. Como mínimo.

Ya está clara la gran estrategia. Se trata de preparar desde el gobierno, como una larga campaña -a ser posible hasta el final de la legislatura- las próximas elecciones. Va a haber para todo el mundo… excepto para quienes no le apoyaron en la moción de censura, PP y Ciudadanos. Habrá dinero fresco para las Comunidades Autónomas, acercamiento de presos para los nacionalistas vascos y diálogo, y más dinero aún, para los catalanes. Luego vienen las medidas sociales, fundamentadas todas en un mismo principio. El Estado redistribuye con fines de justicia social y aumenta los impuestos para incrementar los gastos. Y a medias entre lo social y lo político, se desbarata en la medida de lo posible el legado del gobierno anterior y se vuelve a antes de 2012: en educación, en empleo, en política sindical. Al margen quedan medidas propagandísticas, como el desenterramiento de los restos de Franco, que se podía haber hecho de otra forma pero que, en la manera en la que se está gestionando, sólo se entiende como provocación política. (Estaría bien no caer demasiado en ella.)

Sabemos cómo va a acabar este experimento porque ya lo hemos padecido. Subirá el déficit, aumentará la deuda pública, se pondrá en peligro la Seguridad Social y el pago de pensiones, se incrementará la ideologización de la enseñanza sin mejorar su calidad y, como el nuevo equilibrio que instauró en su momento la reforma laboral es delicado, veremos pronto cómo la creación de empleo empieza a frenarse. La economía, sometida a decisiones que siempre han tenido consecuencias negativas, empezará a dar signos de agotamiento. Y los que primero lo pagarán serán los jóvenes y los más débiles, aquellos a los que se promete algo a sabiendas que es falso. Bien es verdad que parecen decididos a creerlo una vez más. También sabemos cómo, a falta de un milagro, acabará la luna de miel con los nacionalistas. Los vascos seguirán con la construcción de su nación eusquérica y los catalanes serán incapaces de imaginar o aceptar una salida al callejón sin salida en el que se han metido.

Políticamente, la situación es distinta. La situación económica es excelente, somos uno de los países con mayor crecimiento del mundo, el empleo está boyante y el cambio revolucionario que se ha producido en los últimos años en el empleo y lo que se ha llamado el modelo productivo permiten las alegrías sociales prometidas y la generosidad presupuestaria. De paso, y sin entrar en conflicto con él, Sánchez neutraliza a Podemos (que a cambio aumentará sus demandas). En cambio, pone contra las cuerdas a sus dos adversarios, PP y Ciudadanos. En esto, hay que reconocerle a Sánchez el mérito de obligar al primero a una renovación a fondo, y al segundo a un reposicionamiento que le saque del juvenilismo regeneracionista del que se ha apropiado, con su tono melifluo, más aún que buenista, el Presidente. Lo que valía –más o menos- hasta hace unas semanas está fuera de lugar. La ambición del discurso de Sánchez abre, en el terreno fundamental de la comunicación política, un mundo nuevo.

La Razón, 18-07-18