La memoria de los caídos

Han bastado unos cuantos días de gobierno socialista para que vuelva a la palestra la cuestión de la memoria histórica, centrada en el Valle de los Caídos y, más precisamente aún, en los restos de Francisco Franco. Como no se sabe bien cuál puede ser la urgencia del asunto, y que además el texto de referencia –el Informe de 2011– empieza sus recomendaciones con una llamada al consenso, cabe la sospecha de que una vez más se utiliza la historia con fines partidistas, para desacreditar y dividir al adversario político. De fondo, se dibuja otro proyecto: sacar a Franco no ya del lugar donde reposan sus restos, sino de la historia de España.

Los dos son proyectos utópicos. El primero, porque la manipulación de la historia se acabará volviendo contra quien la practica (y ni el PSOE ni el conjunto de la izquierda tienen un papel brillante en la historia recordada en el Valle de los Caídos). Y el segundo porque reescribir la historia es empresa imposible por mucho apoyo mediático y académico que se tenga. En este terreno, los monopolios se han acabado a pesar de la autoindulgencia y la censura para con los demás vigentes tanto tiempo en la clase dirigente española.

Seguramente se echará a perder otra oportunidad de abordar con madurez y sensibilidad, es decir con patriotismo, un asunto grave. A pesar de las buenas intenciones del informe ya citado, el Valle de los Caídos admite mal una “resignificación”. Ni los enterramientos, ni la basílica en sí, ni la cruz que se alza enraizada en estos dos elementos, ni la decoración y la arquitectura admiten demasiadas interpretaciones. Serían posibles, en cambio, retoques que garantizaran la preservación del recinto y el recuerdo explícito de los enterrados, además de la posibilidad de desplazar los restos para las familias que desearan hacerlo, también la de Franco. Sin imposiciones, claro está. Una exposición sencilla sobre el monumento completaría dignamente la intervención. El Valle de los Caídos es parte de la historia de nuestro país. Historia trágica, que hay que asumir como tal.

La Razón, 22-96-18