Españoles: felices y… ¿progresistas?

Los españoles somos un pueblo feliz. Según el último barómetro del CIS, que repite datos constatados una y otra vez, en una escala del uno al diez (siendo uno el máximo grado de desdicha y diez el máximo grado de felicidad), un 72,5 % estamos entre el 6 y el 9. En cambio, sólo un 4,1 % por ciento se encuentra entre el uno y el cuatro. Un 8,7 % se sitúa en el grado perfecto de moderación y ataraxia que corresponde al cinco. Y un 0,2 % se declara infeliz por completo (cero), mientras que un 12,6 % se confiesa absolutamente y completamente feliz (diez).

En cuanto a la adscripción ideológica, los españoles siguen fieles a su ya tradicional inclinación por la izquierda: un 34,6 % se decantan por este lado del espectro ideológico, mientras que sólo un 11,6 % lo hace por la derecha, con un importante sector – 31,4 %- situado en posiciones de centro, que correspondería aquel otro estado moderadamente feliz, o moderadamente desdichado, de la pregunta anterior.

Si los superponemos, con la ingenuidad de un extraterrestre recién llegado desde una lejanísima galaxia, encontraríamos con que los españoles somos felices, o incluso muy felices, con nuestra adscripción a la izquierda, por mucho que sea una izquierda templada y moderada. La ideología tiene importancia, probablemente, pero no tanto como para poner en cuestión esa atmósfera amable de los prejuicios recibidos y bien asentados. Si llevamos siendo de izquierdas desde que murió Franco, no hay por qué cambiar ahora.

El asunto, sin embargo, no es tan sencillo. Por poco que nuestro amigo el extraterrestre se interesara por otros apartados del barómetro del CIS, tropezaría con algo que también resulta recurrente. En primer lugar, que los españoles votan al centro derecha con una asiduidad sorprendente. Y, además, que si se cruzan los datos acerca de la felicidad y la adscripción ideológica, cuanto más a la derecha estamos, más felices somos los españoles. Es un hecho consensuado por toda clase de sociólogos y empresas de prospectiva. Quienes creemos saber que no somos de izquierdas no necesitamos que nos expliquen los motivos. Derivan de nuestra confianza en las instituciones, en algunos grandes valores e incluso en la fe en la existencia de Dios: en el sentido, el sentido de la vida.

Hay por tanto una apreciable contradicción entre la felicidad de los españoles y su adscripción de izquierdas. Habrá quien lo llame hipocresía, pero quizás sea algo distinto, una voluntad de permanecer fieles a las actitudes que los españoles creen que encarna la izquierda (la apertura, el progreso, un cierto vivir y dejar vivir, la preocupación por un grado importante de igualdad) sin perder el anclaje en una realidad más consistente, más conservadora por tanto, garante de la estabilidad y al cabo, de la felicidad (la familia, las costumbres, la cultura derivada del catolicismo y desde hace poco tiempo, la lealtad nacional, el patriotismo).

Así que es posible que cuando los españoles manifiestan su adscripción ideológica progresista, lo que estén expresando sea sobre todo una actitud vital. Una predisposición a la alegría de vivir, al optimismo, a la energía y a la intensidad. Esto explicaría, mucho más allá de la divisoria izquierda-derecha, lo ocurrido desde la instauración de la Monarquía parlamentaria, y es que –salvo el escenario catastrófico del 2011 y el caso trágico de 2004- ganan las propuestas políticas de centro y… optimistas, con capacidad para presentar un horizonte de renovación y de modernidad. Pierden, claro está, aquellas otras que se refugian en el catastrofismo (como Podemos, que ha empezado a perder el voto joven en favor de Ciudadanos) y las que, por una razón u otra, no consiguen hablar del futuro de forma atractiva o con la energía suficiente para encandilar a un pueblo como el nuestro, que gusta de los cambios, las novedades e incluso los desafíos. En resumidas cuentas, no bastan ni el BOE ni el añorado y siempre perdido paraíso socialdemócrata.

La Razón, 18-02-18

Foto: Gran Vía, Madrid