Reivindicación de la vida

En Madrid, un helicóptero de la Policía sobrevuela el barrio conflictivo, casi revolucionario -a juzgar por el despliegue policial-  y vigila a los ciudadanos  dispuestos a ejercer su derecho de manifestación (como se dice siempre que se habla de esto) para protestar contra el Gobierno social peronista. Como los días son lluviosos, la escena produce una impresión siniestra de amenaza. Añadida al confinamiento, exaspera aún más los ánimos. En realidad, el helicóptero amenazante es un éxito para los ciudadanos y toda una declaración por parte del social peronismo. Queda claro quién manda y quién tiene que obedecer. Otra cosa es que lo haga, claro está, y no parece que los vecinos ciudadanos –del barrio de Salamanca y de otros, y sin duda también de otras ciudades- se vayan a encerrar en sus casas a esperar cómo se aplican medidas arbitrarias, improvisadas, ajenas al principio de transparencia, y partidistas -impuestas sin diálogo y sin pactos.

Porque eso es lo que ha llevado a la protesta de las caceroladas, nacida como un complemento de los aplausos al personal sanitario. Ahora tiene contenido propio, expresión de un hartazgo que no puede reprimirse. No se trata de impaciencia, ni de agravio. Y resulta bien fácil de entender para quien tenga una mínima sensibilidad democrática. Y es que  situaciones de tanta gravedad como la que vivimos requieren respuestas comprensibles, ordenadas, sometidas al principio de la responsabilidad y sobre todo acordadas con la mayoría de las fuerzas que representan a la opinión pública.

No es eso lo que ha hecho el Gobierno. Después de permanecer impávido mientras la tragedia se acercaba e incluso cuando ya estaba aquí, ha intentado aprovecharla para imponer una agenda ideológica disparatada. A no mucho tardar (bastante tiempo ha pasado, y bastante se le ha dado al Gobierno social peronista para que rectificara) aparecería una respuesta conforme a la virulencia del ataque recibido, que ha llegado al desprecio, al insulto y al ataque a los principios más básicos de la convivencia democrática. Escenas tan vergonzosas como las ocurridas en los últimos plenos del Congreso con la aprobación de la Presidencia de la institución, las mentiras vertidas por miembros del Gobierno y difundidas en los medios de comunicación oficiales, el cinismo con el que se aprovecha una mayoría precaria y antiespañola para servir los propios intereses han llevado a que el Gobierno sea percibido por muchos españoles como algo más que una amenaza.

En parte, es lo que los social peronistas desean. No saben de gestión, ignoran el diálogo, desconocen lo que significa el trabajo lento y costoso de elaborar consensos. Lo que buscan es la quiebra y la confrontación. La empiezan a tener, porque no es posible destruir una sociedad sin enfrentamientos. No es fácil que les salga bien. Por ahora, han conseguido acabar con el régimen de partidos, envenenar a una sociedad, politizarlo todo.

Y sin embargo, la respuesta ciudadana no parte del mismo rencor sin objeto –insaciable, por tanto- de nuestros progresistas, ahora reconvertidos al social peronismo. Se basa en algo distinto. Es la reivindicación de una sociedad libre y responsable, algo que el Gobierno y los que le sostienen detestan por encima de todo. Las caceroladas y las protestas no son una revolución. Son una reivindicación del diálogo, de la amabilidad, de la vida. En el fondo, de la política. Al fin y al cabo, y aunque quieran que lo olvidemos, la política es el arte de vivir juntos y compartir con los demás nuestras necesidades y nuestras alegrías. El Gobierno va en contra de todo lo que hemos aprendido en estos meses. También eso se escucha en las protestas de los españoles, ahora que el Gobierno se complace más y más en adoptar el rostro de la muerte.

La Razón, 15-05-20