¡Feliz servidumbre!
Se ha puesto de moda decir que somos menos libres que hace veinte o treinta años, según la edad de quien formula la observación. Parece no poco exagerado, en vista de que vivimos en sociedades en las que se respeta cada vez más el comportamiento ajeno y cada cual justifica su el suyo en función de una universal, y bien establecida, apelación a la voluntad propia y al criterio personal. En España, donde en los últimos cuarenta años se ha consolidado con firmeza inquebrantable un indiscutido Estado de derecho y de derechos, la cosa parece aún más clara. Sin contar con que la multiplicación de medios de comunicación (al menos los escritos y los de internet), así como las redes sociales, permiten a cada cual exponer sus opiniones y puntos de vista, algo impensable hace treinta años, en los años de la muy añorada concordia reinante bajo la ejemplar y generosa socialdemocracia felipista.
Y sin embargo… los que hablan de un retroceso de la libertad expresan algo que la experiencia cotidiana respalda, por poco que nos fijemos. Cuando se hablaba de libertad hace unos años, lo hacíamos en términos de acción: se quería viajar más, conocer otros horizontes, tener acceso a experiencias nuevas o disponer del propio cuerpo y de los afectos como cada uno quisiera. Nadie, o casi nadie, reivindicaba la identidad como la base de la libertad: al contrario, se solía ver a esta como un peligro para aquella. Es lo que ha acabado ocurriendo, y ahora la libertad parece entenderse como libertad para ser. Naturalmente, la libertad se achica naturalmente, limitada por el necesario respeto que cada cual pide para su “dimensión identitaria”, convertida en su razón de ser. En contra del tópico, los pensadores de los años 60 y 70, y más en particular los franceses, ya advirtieron de esta deriva. En ella chapoteamos de pleno, rodeados de innumerables ofendiditos y ofendiditas: no hay identidad sin ofensa que compensar.
La nueva situación también ha variado la naturaleza de los derechos, que incorporan una dimensión subjetiva cada vez mayor. En vez de intentar defender la propia libertad, ahora se lucha -es la palabra empleada- para que el Estado reconozca lo que a cada uno le corresponde por lo que es -sobreentendido: por lo que se merece. El Estado ha asumido como misión reforzar y garantizar el respeto de las identidades descubiertas, construidas y consagradas en estos años. Y con el Estado, también es misión del conjunto de los agentes sociales, desde los medios de comunicación hasta cualquier clase de empresa y, claro está, la enseñanza, que retoman como asunto propio la propaganda identitaria envuelta en moralina y buenas intenciones.
Hay poco que hacer. Añadido a las consecuencias de la crisis del 2008 y a la del Covid de los dos últimos años, todo esto ha consolidado un cada vez mayor poder del Estado que lejos de ser vivido como coacción, es bienvenido por los nuevos súbditos como un instrumento -un arma, dirán algunos- de emancipación y moralización de la vida, vida definitivamente pública y politizada, porque lo privado ha sucumbido a la oleada identitaria y moral. La servidumbre voluntaria, de tan larga historia, ha encontrado su formulación más perfecta. El Estado crece, la libertad vacila, la prosperidad padece -como era de esperar en una economía cada vez intervenida-… y la nación se descompone. Pero seremos felices, siervos felices.
La Razón, 29-12-22