Sombras de la revolución azañista, por Fernando Palmero

No está mal recordar que las dos leyes de memoria impulsadas por el POSE y toleradas, al menos la primera, por el PP, no tienen más función que la de fijar una versión unívoca del pasado histórico y patrimonializar ideológicamente aquello que conviene al partido que controla los resortes del Estado. Son ambas la traslación al derecho de eso que es ya un lugar común, según el cual el de la izquierda es moralmente superior a cualquier otro sistema de principios y valores. Dos de las últimas exposiciones organizadas conjuntamente por la Biblioteca Nacional y la secretaría de Estado de Memoria Democrática son ejemplos bastante elocuentes.

En la última, dedicada a Clara Campoamor, se pretendía equiparar a la política liberal con, entre otras, Victoria Kent, militante socialista. Es decir, se ponía en plano de igualdad a quien tuvo que sufrir la agresividad de sus compañeros de partido por defender en las Cortes el sufragio femenino, y a quien, siguiendo con disciplina las directrices del suyo y de gran parte de la izquierda, no votó a favor, alegando motivos de oportunidad electoral. Se ocultaban, además, las razones de su precipitado exilio: el temor a ser ‘paseada’ por las milicias socialistas, republicanas y de la CNT.
Las leyes de memoria con la traslación al derecho del prejuicio de que el de la izquierda es moralmente superior a cualquier otro sistema de principios y valores

En la otra, realizada en el 80º aniversario de la muerte de Azaña, el visitante no podía abandonar la sala sin toparse con las extemporáneas fotos de un Zapatero exultante junto a la tumba del ex presidente de la II República en Montauban. Y no sólo para rendir homenaje institucional, sino para reivindicarse como su heredero político. Por eso, al llegar al poder, no tardó mucho Sánchez en emularlo. Y allí que se fue en 2021 a dejarse ver con Macron.

Pero la herencia de Azaña no es la de aquel discurso en el que pedía la reconciliación entre españoles, sino precisamente la de una práctica política que propició la división del país, al anteponer la república a la democracia y la ideología a la convivencia, como demuestra José María Marco en su último libro sobre el político e intelectual republicano. El legado de Azaña es aquel del que ya dejó constancia en octubre de 1931 en las Cortes, conocido por aquello de «España ha dejado de ser católica». España «necesita» afirmaba, «una transformación radical del Estado, en la misma proporción en que se haya producido el desacuerdo entre la ley y el estado de la conciencia pública. Y yo estimo, señores diputados, que la revolución española, cuyas leyes estamos haciendo, es de este último orden».
Leyes como las de la eutanasia, la del aborto o la ‘trans’ responden a ese principio revolucionario de imponer, en paralelo a la destrucción del Estado, una moralidad que cuando menos debiera estar consensuada para evitar un clima guerracivilista.

El Mundo, 29-12-22