Contra la Constitución

A punto hemos estado de que se vetara a Don Juan Carlos, el Rey que hizo posible la democracia liberal en nuestro país, la asistencia a los actos conmemorativos del 40 aniversario de la Constitución. Es el último acto, por fortuna frustrado, de una ofensiva lanzada desde hace ya varios años contra la Transición y lo que se ha dado en llamar el “régimen del 78”, es decir la Monarquía parlamentaria bajo la que España ha vivido una era extraordinaria de estabilidad, progreso, modernización y prosperidad.

El porqué de esta pulsión autodestructiva resulta difícil de entender, por mucho que nos hayamos acostumbrado a vivir con ella. La Monarquía parlamentaria española, efectivamente, admite cualquier idea, cualquier planteamiento ideológico  y político con tal de que respeten la ley y el orden constitucional, y a veces incluso cuando no los respetan. No hay ningún impedimento para la expresión y la propuesta de ideas de cambio en cualquier sentido. Tampoco ha habido cortapisas para la aparición de partidos y organizaciones de cualquier clase, sin que su éxito o su fracaso hayan venido determinados por algo más que su propia conducta. Hay monárquicos (muy pocos), republicanos (unos cuantos) y pragmáticos tibios (los más), como hay socialistas, liberales y conservadores, y ha habido también patriotas españoles (los menos, sobre todo cuando se trataba de expresarlo), nacionalistas antiespañoles (muchos) y –los más, otra vez- españoles por defecto, que no creían necesario articular una posición consciente sobre su nacionalidad y la relación de esta con el Estado de derecho y las libertades.

Luego, a iniciativa de Rodríguez Zapatero, y más tarde a consecuencia de la interminable crisis económica, empezó a cuajar como si fuera evidente la idea de que el “régimen”, es decir la Monarquía parlamentaria, estaba agotada. Así se fue articulando la propuesta de reformar la Constitución para adecuarla a los nuevos tiempos y se lanzó una empresa de revisión de la Transición bajo la denominación de “Memoria histórica”. Se relacionaban los supuestos fallos del régimen con un vicio de origen, que hacía de la Monarquía parlamentaria la hijuela de la dictadura de Franco. La llamada regeneración es la tercera línea de este empeño. Bajo el paraguas indiscutible –e indiscutida, salvo algún caso particularmente temerario- de la purificación ética aplicada a la esfera política, se proyectaba un recambio generacional, en el mejor de los casos, y en el peor, una empresa de demoliciones. El régimen, en otras palabras, era irreformable y había llegado el momento de lanzar el asalto para instaurar algo nuevo.

Precedentes

Entre los responsables de este ataque que la Monarquía parlamentaria ha sufrido desde multitud de frentes no están sólo sus promotores. Están también los muchos que durante decenios, prefirieron –y en bastantes casos, siguen prefiriendo- ignorar los peligros que se acumulaban. El nacionalismo en el País Vasco y Cataluña, la negativa a elaborar un concepto cívico de España y la nacionalidad española, incluso ante el ataque furibundo del terrorismo nacionalista, el abandono de la defensa y la explicación de la Monarquía y la Corona, el pánico a contestar la narrativa oficial que ha hecho de la Monarquía parlamentaria la heredera de la Segunda República, el recurso a “Europa” como solución única a los problemas de articulación de la nación… Son los elementos que iban preparando los argumentos de la futura ofensiva y han dejado inerme, sin elementos de respuesta, a la opinión pública.

Hoy los jóvenes españoles están convencidos, porque así se les ha contado en la escuela, en la enseñanza media y en la Universidad, que la nación española no existe o es un (precario) “constructo” político, que la Monarquía es una fórmula política de derechas, que las heridas de la Guerra Civil no se cerraron nunca y que la democracia liberal y representativa, producto de una Transición abominable, es una falsificación del auténtico sentir de la ciudadanía.

El descrédito de las elites

No es la primera vez que los españoles se lanzan a una ofensiva autodestructiva como esta. De hecho, les gusta, y más que a la opinión, gusta a sus elites, que en muchos casos deben su estatus a ese chantaje permanente acerca de la corrección democrática y la autenticidad del régimen, del que se consideran los únicos garantes. Lo nuevo, esta vez, es que el empeño en la demolición ha llegado tan lejos que ha dejado de ser un juego de poder en el que los mismos llevaban siempre las de ganar, para convertirse en una amenaza, para ellos también.

En otras palabras, los retoños y los discípulos se han tomado el juego demasiado en serio. Bien estaba sentir el escalofrío delicioso de revivir la disidencia antifranquista veinte o treinta años después de muerto el dictador, o el de estremecerse imaginando la descarga de adrenalina de un miliciano saqueando una iglesia… cuando se pertenece a una casta que siempre ha formado parte del núcleo del régimen, desde la República a la Monarquía pasando por la dictadura. Cosa muy distinta es que los más jóvenes hayan perdido el instinto de saber pararse a tiempo y desconozcan el arte de reprimir y destrozarle la vida al disidente con elegancia, sin manchase las manos. En ese mismo punto, las elites dejaron de serlo: ya no representaban a nadie, salvo a ellas mismas. El momento coincidió con las novedades traídas por la revolución tecnológica y las nuevas formas de debate público. Las barreras de entrada son mínimas y cualquier agente tiene posibilidades de hacerse escuchar. Por eso lo que hasta hace unos ocho años era un juego codificado en circuito cerrado ha cobrado una dimensión nueva.

No todo el mundo se dio cuenta a tiempo de lo que estaba ocurriendo. Incluso hubo quien, como el nuevo socialismo, quiso subirse a la ola con la promoción de la “memoria histórica”, la demagogia económica y social y la demonización sectaria del adversario político, heredera del clásico cordón sanitario contra el PP. Cuando llegó la realidad, después de tres años de gestión irresponsable de la crisis económica, el nuevo socialismo no tenía argumento alguno. Eso proporcionó la energía que necesitaban los movimientos populistas.

Contra la Constitución y la Monarquía parlamentaria

Y ahí fue donde empezó la nueva etapa de crítica al régimen en nombre del pueblo y de la regeneración. Había que acabar con el régimen e instaurar otro en el que las elites y la democracia representativa dejaran paso a nuevos agentes políticos salidos del mismo pueblo. Sólo ellos eran portadores del verdadero sentido de la comunidad, capaces de elaborar un nuevo sistema de toma de decisiones –la democratización de la democracia- y anular así la acción parasitaria y falsificadora de la casta, los cuerpos intermedios y la división de poderes.

A esa ola de fondo, surgida a partir de la crisis, se añadía un problema no sólo no resuelto, sino sofocado. En otros países europeos, un movimiento como este, de populismo antisistema, habría enarbolado la bandera nacional. Habría articulado un argumentario nacionalista en el que confluyeran las virtudes eternas del buen pueblo español con la urgencia de defender la nación española en peligro. Aquí, como es bien sabido, algo así resulta imposible para la izquierda. Las banderas nacionales que acompañaron a los socialistas en la noche triunfal del 28 de octubre de 1982 fueron desapareciendo hasta ser sustituidas por las republicanas (que siempre presidieron las Casas del Pueblo). Y la bandera de la Segunda República significa la fundación de España en términos revolucionarios. No es que la nación española haya sido traicionada. Es que no existe, ni está vigente. Volvió por tanto la oportunidad de crearla de nuevas, como quisieron hacer los ideólogos del Sexenio revolucionario y los republicanos de 1931. La “memoria histórica” refuerza esta obsesión, al ser la reformulación fantasmal y compulsiva de una historia fallida.

El empeño tiene aliados naturales y enemigos también naturales. Entre los primeros están los nacionalistas, en particular los vascos y los catalanes, que han sabido dar realidad política a los pueblos que la muy precaria nación española, en su formulación existente, no ha sabido dignificar, ni siquiera representar. Así que este proyecto populista español se alía con los mismos que quieren acabar con España y, accesoriamente, con la Constitución. En cambio, entre los enemigos naturales está en muy primer lugar la Corona, o el Rey, que constituye de por sí un escándalo inadmisible para quienes sostienen que la nación española no existe. La Corona es siempre una muralla frente a los movimientos nacionalistas. En este caso, al encarnar una España tolerante y plural, como tolerante y plural –además de liberal, desde 1830- ha sido casi siempre la Corona española, la animadversión resulta inevitable. Y ahí está la raíz de este peculiar republicanismo español, que nada tiene que ver ni con el republicanismo como idea política ni con el republicanismo como régimen alternativo.

De la fortaleza de la nación española, de las instituciones diseñadas durante la Transición y en particular de la Constitución de 1978 (a pesar de todos los fallos que arrastra desde entonces) da buena cuenta el que hayan sido capaces de sobrevivir al ataque al que vienen siendo sometidas por los levantamientos nacional populistas de los últimos ocho años y por la ofensiva irresponsable del nuevo socialismo.

 

Eso sí, ha llegado el momento de que las nuevas elites se decidan a defenderlas de forma articulada y política, como hizo la ciudadanía cuando el “procés” culminó en un falso referéndum y luego que el rey Felipe VI se comprometiera, y comprometiera a la institución, en su defensa. La alternativa es un nuevo populismo, dispuesto esta vez a levantar la bandera del nacionalismo español. Por ahora, además de relativamente minoritario, no es una fuerza antisistema como lo han sido los populistas de izquierda y sus amigos los nacionalistas.

La Razón, 06-12-18