Giner de los Ríos y las mujeres (2): María Machado, Emilia Pardo Bazán

Las relaciones de Francisco Giner de los Ríos con María Machado, tía de los poetas, son uno de los muchos episodios mal conocidos de su biografía. No se llegó al matrimonio, pero dejó huella, sin duda, y resulta extraordinariamente significativo de la personalidad y el proyecto de Giner. También hubo otras mujeres importantes en su vida, como Emilia Gayangos y Emilia Pardo Bazán, que lo conoció muy bien. De la biografía  Francisco Giner de los Ríos. Poder, estética y pedagogía

Ver Giner y las mujeres (1ª parte)

 

[Es natural que el pobre Joaquín Costa llegue a pensar que más que un hombre Giner es “una categoría”.[1] No sabemos si se atrevió a decírselo. En su siguiente carta Giner desliza una confesión que el discípulo debía apreciar en lo que valía: “Conozco por experiencia ese género de contrariedades; y con ellas lucho ahora mismo, con la diferencia de que yo voy a tener 40 años, y Vd. no tiene 30. Esto es, yo comienzo a dudar de poder resolver mi asunto; y Vd. se casará con esa señorita o con otra.”[2] La raíz de esas dudas, ya se la ha explicado antes: “A la oposición de los padres, doy ciertamente valor: es una contrariedad que tengo motivos personales para conocer. Pero si la mujer responde a nuestros sentimientos, esa oposición se desvanece siempre; cuando no, si puede amargar y detener el matrimonio, es impotente para impedirlo.”[3] En otras palabras: en lo que respecta a su asunto, la decisión le corresponde a María Machado. Es el mismo sistema de selección de sus discípulos, aplicado esta vez a la mujer con quien pretendía formar esa asociación para el cumplimiento de la vida vulgarmente llamada matrimonio.]

 

Así como tenía en mente un ideal amoroso hecho de racionalidad y autocontrol, Giner también barajaba más de un ideal femenino. Uno de estos ideales está encarnado por Concepción Arenal (1820-1893). Hija de un liberal gallego, Concepción Arenal hizo de sí misma un modelo para la mujer nueva de la sociedad que entonces se estaba fraguando. Esa vida y ese personaje creados por una voluntad indomable fascinaban a Giner. Concepción Arenal había estudiado en la Universidad de Madrid en los años cuarenta, cuando era inconcebible que una mujer asistiera a las clases universitarias. Después de casarse, y antes de un parto que le dejó la salud quebrantada para siempre, empezó a escribir. Se quedó viuda pronto, pero con medios suficientes para llevar una vida cómoda y ociosa. En vez de resignarse a “hacer ganchillo”, se volcó en lo que sería la obra de toda su vida: la beneficencia, el amparo de los desdichados y los desvalidos, y la promoción de las mujeres. Con sus obras (La beneficencia, la filantropía y la caridad; El visitador del pobre), con su rectitud y su austeridad, consiguió un inmenso prestigio, que siempre puso al servicio de sus ideales. Cuando la Revolución cerró las Conferencias de San Vicente de Paúl, dedicada a la atención domiciliaria, la protesta de Concepción Arenal logró su reapertura.

 

El Gobierno revolucionario le confió la inspección de los penales de mujeres. Concepción Arenal propuso una reforma integral del sistema de prisiones, un asunto que interesaba muy de cerca al grupo de Sanz del Río. Colaboró con ella Fernando de Castro, “de bendita memoria” decía de él doña Concepción, tan preocupada como don Fernando por la caridad, la beneficencia y la educación de las mujeres. Concepción Arenal pensaba que a las mujeres españolas se las educaba para una sociedad arcaica, de tipo guerrero. Las mujeres estaban reducidas al papel de madres y hembras. Criadas para ser “mujeres de su casa”, no se interesan por nada, sólo en casarse. Esta educación es una auténtica mutilación. Todos salen perjudicados: las propias mujeres y la sociedad.

Giner también colaboró, a su modo, sin la cercanía de Fernando de Castro, con esta mujer incansable, dispuesta a afrontar todas las dificultades. Con el arte de Giner para tocar la fibra más íntima de algunas personas, llegó a ser uno de los escasos consuelos de su amiga en una vida sacrificada a un ideal y perseguida por la desdicha personal. Cuando el confinamiento en Cádiz, Concepción Arenal le brinda su apoyo. Le invita repetidas veces a su casa de Gijón. Pero también le tiene al tanto del tremendo episodio por el que está pasando. Su hijo Fernando, uno de esos muchachos apasionados como niños grandes que Giner atrae como un imán, se ha empeñado en casarse con su prometida, que está a punto de morir de tuberculosis. Doña Concepción le relata día a día la “lúgubre ceremonia”, la larga agonía de la recién casada y la viudez prematura de su hijo, casi enloquecido de dolor.[4]

Ante María Machado, Giner no llega hasta poner a doña Concepción como modelo de dignidad y dedicación femenina. Pero María sabe que Concepción Arenal es amiga del hombre del que está enamorada. Ella la admira como se admira a un ideal sublime y no puede dejar de sentirse insegura ante el amigo de una de las grandes personalidades de aquellos años. Pero también a ella le gustaría conocerla. De pronto, la joven de Bilbao se ha puesto a soñar con una vida más rica y más intensa. Giner, en cambio, se complace en pensar en su novia como una típica muchacha española, a la que hay que reeducar para que sea digna de alcanzar los fines del matrimonio. Desde el principio se dispuso –tal vez como pretexto para evitar el compromiso- a labrar la nueva perfecta casada.

Entonces le propone otra mujer como modelo. Ya conocemos al matrimonio de Juan Francisco Riaño, el erudito, y la hermosa inglesa Emilia Gayangos. Emilia Gayangos fue quien inculcó definitivamente en Giner la fascinación por lo inglés. Era un carácter fuerte, una mujer destinada a brillar en la sociedad inglesa. No se adaptó nunca a Madrid, una ciudad más pequeña, con su propia aristocracia y sus propias reglas sociales, dictadas en parte por una pequeña burguesía sin complejos. Doña Emilia se replegó en su casa de la calle Barquillo de Madrid y en su segunda residencia toledana. Se las arregló para crear un escenario muy especial, entre victoriano y popular. En medio de objetos de artesanía española expuestos como una dama inglesa exhibiría sus souvenirs de la India, desplegó su belleza madura, su capacidad para el sarcasmo y su acento inglés. A esos encantos se rendía una corte de jóvenes fascinados por aquel esplendor que les parecía nuevo.

Giner fue de los que cayó sin remisión. En estos años entre 1875 y 1880, pasó bastantes temporadas en la casa del matrimonio Riaño en Toledo. Y siempre iba en aumento la admiración que sentía por doña Emilia, sacerdotisa y deidad de un culto consagrado a la distinción y al desprecio de lo vulgar. Una vez le da a Giner un ramo de violetas para María, que esta guarda en su álbum con un agradecimiento cortés. Un poco más tarde, Augusto González de Linares sufre una de sus muchas desdichas familiares, la muerte de su hermana Heraclia. Entonces a Giner no se le ocurre otra cosa que enviar a María, como si fuera un modelo, la carta de pésame que doña Emilia le ha enviado a Augusto. María se la devuelve: “Comprendo que es una mujer de mucho talento, muy expansiva y que le quiere a Vd. mucho. Lo celebro. Si ella le quiere a Vd. más que yo, sólo Dios lo sabe.”[5] Es demasiada independencia para Giner, que le contesta furioso. María no se echa atrás: “Triste cosa es para mí el verme así interpretada por quien yo creía era bastante conocida para que pudiera pensar que yo me permitiría ser irónica hacia una Señora que considera digna de respeto y admiración por la noble espontaneidad de su carácter y por su talento. ¿Es tan gran culpa decir que es elocuente? ¿No es acaso verdad que se expresa admirablemente bien y sus cartas pueden servir de gran consuelo?”[6]

Lo de la elocuencia y la espontaneidad suena a sorna, bien española. En el otoño de 1879, los Riaño están de viaje por Italia. Doña Emilia insiste en que Giner se reúna con ellos: “Hay que poner todos los esfuerzos para atravesar los Pirineos y verse en otra atmósfera –créame con 8 meses en España basta … pero cómo se refrescan las ideas y la inteligencia y recordando la monotonía de Madrid donde sin Vds. sería insoportable la vida, no extraña como estar allí mustia y mala.”[7] Evidentemente, la exquisitez de doña Emilia era un plato para paladares muy escogidos. María no se siente con fuerzas para contarse entre los happy few. Aun así incluso la selectísima y avinagrada doña Emilia le suelta alguna reprimenda a Giner. “¿Por qué es usted tan agresivo?”, le pregunta en una carta, respondiendo a otra en la que Giner le echaría un rapapolvo por alguna imperdonable falta contra el buen gusto.[8] Además, doña Emilia, que probablemente tenía acceso a las cartas de María Machado, se ha dado cuenta de que la muchacha de Bilbao es un carácter excepcional. Giner, le escribe doña Emilia a Gildo, no debe seguir con la “política de retraimiento” que ha mantenido hasta ahora.[9] Tiene que tomar la iniciativa, ir a Bilbao y conseguir de una vez la mano de María.

No lo hará nunca. De hecho, no volverá a verla durante los más de tres años que dura la relación. Son años de tristeza, cada vez más grises y mustios. Cuando Giner, en vez de soltar un sermón o quejarse de la apatía de ella, demuestra cierta animación, María se deja llevar por una ráfaga de alegría. “Francisco amigo de mi alma”, le llama en una carta, y en otra, “Mi filósofo”, o “Mi corregidor de Almagro”, un nombre que esconde una broma privada, indescifrable ya.[10] La pobre María ha infringido esa regla capital de las relaciones sentimentales de la que Giner habló a Costa. María se ha enamorado, se ha enamorado “sin cerciorarse previamente” de cómo es Giner. Cuando se da cuenta de que Giner se siente ajeno a cualquier responsabilidad y que no va a hacer nada por ella, ya es tarde. Pero nunca se lo reprocha. Tampoco deja de escribirle, empeñada en mantener vivo el recuerdo de una esperanza perdida.

Hay un momento en que la relación parece a punto de fructificar. Giner ha venido exigiendo a María una explicación completa de sus creencias religiosas. Giner piensa que entre marido y mujer no debe haber ninguna desigualdad. En la mujer no cabe, según le ha aconsejado a Costa, ni la tolerancia escéptica ni la voluntad de atraer al esposo al redil de sus propias creencias. María lo sabe. Ha leído La familia de León Roch, una novela de Galdós que Giner le ha mandado. El protagonista es un escéptico casado con una mujer católica que no acepta el descreimiento de su marido. No le ha gustado la novela (tampoco a Giner) y ha ido postergando la famosa explicación, hasta que por fin se decide, en la primavera de 1879. María se declara católica, lo seguirá siendo, acepta las ideas “religiosas” de Giner aunque no está “del todo conforme con ellas”. No va a transigir sobre la cuestión de la boda, que por su parte ha de ser católica, aunque no se niega a una boda de las llamadas mixtas, en la que los contrayentes profesan credos distintos. [11]

María Machado meditó mucho tiempo la forma de expresar estas convicciones. La claridad y la seguridad con que las expone llena de euforia a Giner, que por una vez se entusiasma. Pero en vez de plantarse en Bilbao a hablar con papá, se lanza… a ver casas y muebles. María le frena, sin ocultar su decepción. “Me quiere usted dominar de un modo…”, se queja poco después. [12] Como sufre frecuentes dolores de cabeza y se lo cuenta, Giner le dice que se inventa las enfermedades “para alargar nuestras cosas”. A estas alturas, María contesta con un sarcasmo: “No le hubiera yo consolado a Vd. mejor.” Siente que se están “apolillando”, que la situación se repite, que los recuerdos acumulados van cerrando el horizonte. [13] Aun así no se decide a dejarlo atrás. Se siente orgullosa de él cuando se entera de los progresos de la Institución por los periódicos, y a una de sus muchas cartas de tono deprimente, le contesta: “(…) siempre estoy a su lado.”[14] Todavía sueña con una vida más brillante en Madrid… Incluso le da una lección, cuando Giner le elogia, o tal vez le reprocha, el sacrificio que hace al dedicarse a cuidar a una tía enferma: “¿Cree Vd. que cuesta sacrificio cuidar a una persona querida?”[15]

El mismo malentendido aparece una y otra vez en la relación que Giner va a empezar a mantener esos años con otra mujer. Emilia Pardo Bazán se había encaprichado, a su modo, tierno y sensual a la vez, de ese niño grande que era Augusto González de Linares. Así conocerá a Giner, que se interesa por esa mujer joven, tan curiosa, llena de vida y de iniciativa. Giner le presentará a su amigo Macpherson, el geólogo que ha conocido en Cádiz, con el que Emilia Pardo Bazán acabará trabando una amistad duradera. En una carta, Giner le manifiesta su preocupación por la suerte de Augusto González de Linares. Como está enfadado con Juana Lund por haber dejado plantado a su amigo, intenta hacer responsable a Emilia Pardo Bazán del fracaso.

Doña Emilia se defiende sin complejos. “Una amiga tiene siempre algo de madre”, le contesta, “y mucho antes de tener hijos experimenté por Augusto el sentimiento que inspira un ser puro, buenísimo y sin mancha, al cual ve expuesto, por su misma pureza, a todas las embestidas y choques sociales.” Pero no se limita a eso, y entra en el fondo del asunto al que Giner anda dándole vueltas ahora que ha llegado la hora de casarse y fundar una familia. Lo hace sin andarse por las ramas. La mujer que necesita Augusto (y, en el fondo, Giner) habrá de ser joven, para poder formarla, simpática, para amarla, y distinguida. Además, ha de ser muy poeta, “para asociarse a sus grandes aspiraciones”, y muy práctica, “porque como él tiene en ciertas materias la inocencia bautismal”, es importante que sea un espíritu positivo. “¡Cuántas cosas!”, se contesta ella misma. “Entre las niñas casaderas que conozco, lo dicho, ni una.”[16]

“Si Augusto y Vd. fueran capaces de transigir con el ideal, Augusto podría casarse. No faltaría una joven, más o menos interesante, buena hasta cierto punto, el que basta para hacer grata la sociedad íntima, capaz de ser madre de unos hijos que fuesen el embeleso de su padre… y voilà la difficulté tranchée.” Pero esa mujer no necesita buscarla ella. “En cualquier lado la hallará.” Doña Emilia sabe de sobra que no es eso lo que van buscando. Lo que Augusto y Giner quieren es la mujer ideal que ella misma ha descrito antes. En otras palabras, una mujer moderna, sí, y sin prejuicios religiosos, pero dispuesta a dejarse moldear. Una mujer moderna pero sin iniciativa ni autonomía. Un imposible. “Quizás en el extranjero, en donde hay más mujeres educadas e instruidas, halle Augusto algo a su medida. En España, a no intervenir la casualidad, me parece, querido Paco, dificilísimo.”

Pero el caso de Paco es distinto. ¿Qué está ocurriendo con esa novia de Bilbao? “Ya que ha empezado a confiarse a mí, acabe y dígamelo todo; todo me interesa en el alma.” Emilia Pardo Bazán, que no está muy convencida de las dificultades que Giner le ha descrito, no se corta: “No necesita Vd. la familia menos que Augusto, por cierto, y ya que su buena estrella le había deparado una mujer a la medida de su corazón, servía de regocijo pensar que iba a desaparecer ese estado de soledad en que por desgracia viven tantos de los que yo más quiero!”

Pero Emilia Pardo Bazán no se limita a dar consejos sentimentales. Confía en el gusto de Giner, y quiere que la oriente acerca de su carrera de escritora. Los elogios de su amiga tuvieron su efecto, y Giner patrocinó en 1879 una edición reducida, de 300 ejemplares, de uno de los primeros libros de doña Emilia. Era un libro de poemas, titulado Jaime, como el nombre del hijo que la escritora había tenido en 1876. Pero ya por entonces doña Emilia había tanteado otros géneros, como el ensayo crítico. Giner le ha reprochado que no le haya mandado el Ensayo sobre Feijoo del que ya hemos hablado. Pues bien, no es un olvido. No se lo ha mandado por una razón muy precisa. Doña Emilia está convencida de que Giner y ella comparten una forma de sensibilidad. De hecho Giner se ha interesado por ella como ningún otro crítico lo había hecho. “Había en Vd. más apasionado cariño, más celo, más interés por mí.” Por eso mismo, había menos serenidad de juicio. Doña Emilia confiesa que tiene un poco de miedo a la severidad de juicio de su amigo, que sin duda la juzgará como “una mujer sin convicciones robustas, sin más que un diletantismo artístico que peca de ligero e informal”.

Pero Emilia Pardo Bazán no puede esperar a formarse filosóficamente para empezar a escribir. “Esta es mi profesión de fe: el que tiene disposiciones para escribir debe hacerlo: empezando por poco para ir a más; errando algunas veces para acertar otras; en estilo florido o severo, alto o bajo, como pueda; de asuntos graves o frívolos; según le dicte su temperamento; sin aspirar a la suma perfección, y sin creerse superior a los demás; respetando el gusto y el decoro, pero con cierta soltura; y sin aguardar para todo ello a formarse un criterio muy exacto, filosófico estético, etc., que ¡ay!, no logrará acaso poseer nunca! Vd. no cree esto; he aquí en lo que diferimos.”

El diagnóstico es tan certero como espléndida es la prosa y la actitud de doña Emilia. En el fondo, se repetía el mismo problema con el que Giner tropezó en el caso de María Machado. Giner busca en las mujeres algo que, cuando lo encuentra, se le resiste y se evade de su control. Con eso no puede. Emilia Pardo Bazán lo invitará una y otra vez a su palacio de Meirás, en Galicia. Giner no fue nunca. Ella no se engaña: “(…) se me figura (íntimamente, pues nunca, como Vd. sabe, hemos hablado de cosas trascendentales) que hay un abismo entre nuestro modo de ver las cosas.”[17] Giner pensaba que ella vivía en completo alejamiento de la religión.[18] Como era una buena persona, doña Emilia le guardó siempre cariño y respeto. A la muerte de Giner, le dedicó un gran elogio, un poco más impersonal. Pero incluso entonces hizo doña Emilia un apunte certero de la personalidad de quien consideraba un auténtico maestro. En Giner, dijo entonces, lo que contaba de verdad era la estética.

En cuanto a María Machado, aquella mujer “hecha a la medida del corazón de Giner”, según doña Emilia, siguió esperando a Giner. María puso un plazo, hasta octubre de 1879. El plazo llegó, pasó y María fingió una ruptura que a Giner le sentó muy mal. Se reconciliaron, más o menos. En vez de tomar una decisión, Giner sigue con sus reprimendas. Una vez, porque le ha tocado la lotería (María tiene que disculparse diciendo que le habían regalado una participación) y se ha comprado un piano.[19] Giner andaba cada vez más ocupado con la Institución Libre de Enseñanza y con sus nuevos discípulos. Está muy orgulloso de uno de ellos, Manuel Bartolomé Cossío. Le envía un retrato para que María pueda contemplarlo a gusto. María se sorprende cuando se entera de que Cossío ha dicho que “un día quiere ser su hijo”.[20] Se da cuenta que se está quedando fuera del mundo que Giner está creando en Madrid. Cada vez parece más abatida y más triste. Todavía encuentra fuerzas para defender a Juana Lund, que se ha casado y ha tenido un hijo. E intenta comprender la “pena inmensa” que Giner no le ha contado, pero de la que probablemente ha sabido algo por su cuenta: es que Giner se ha venido abajo al enterarse en el verano de 1880, de que Augusto González de Linares, que entretanto se ha ido a París a ganarse la vida, ha tenido una hija fuera del matrimonio.[21]

En octubre de 1880, María apenas tiene ya fuerzas para defenderse de los reproches de un Giner cada vez más exasperado. “Su última carta me causó tanta pena que por no volver a leerla (…) he tardado quince días en contestarle. Aunque hija de comerciante (en lo que tengo mucho honor como puede Vd. suponer) nunca he tratado los sentimientos ajenos y propios mercantilmente, pues que no era mi ánimo ni siquiera me vino al pensamiento ofender a Vd. diciéndole que yo podía ser un estorbo. Que Vd. no me sacrificara su porvenir, esa era mi preocupación y no creo que en esto puede haber ofensas. ¿Cuánta imaginación le sobra a Vd.? En cambio a mí me falta la que Vd. me supone.”[22]

El 6 de diciembre, encuentra valor para terminar con la situación: “Yo no era la mujer que podía llenar sus aspiraciones, y Vd. supo infundirme esta esperanza que poco a poco ha ido desvaneciéndose cuando apreciándole cada vez más iba comprendiendo la distancia que había entre ambos. No ha tenido Vd. que mendigar mi afecto porque yo se lo di espontáneamente y tampoco se lo retiro porque el de Vd. ha sido un gran bien para mí.”[23] Giner vuelve a escribirle, pero la decisión de María no tiene vuelta de hoja. “El tiempo”, le contesta el 18 de diciembre, “me ha traído muchas desilusiones.”[24] Es la única queja que deja oír en ese momento en el que comprendió que había pasado cuatro años esperando en vano, que se iba a quedar sola para siempre.

Giner contó la ruptura a algunos de sus amigos, sin exceptuar a Emilia Pardo Bazán, que se mostró discreta. María Machado nunca olvidó a Giner y siguió viviendo en Bilbao. Cuidó de su madre hasta que la anciana falleció en 1904. Ya han muerto muchos de los antiguos amigos y conocidos. Se va a Murcia a vivir con un tío mayor. Ese mismo año se entera de la muerte de Augusto González de Linares. “Qué serie de penas nos han caído a Vd. y a mí estos últimos años!”, le escribe entonces a Giner.[25] Cuando muere su tío, María queda al cuidado de la hija de este. Acabó volviendo a Bilbao, donde falleció de bronconeumonía el 7 de diciembre de 1922. Giner no habló nunca de ella y en su círculo se respetó el silencio que María sabía la iba a sepultar. (No quiero), le dijo en una de sus últimas cartas, “romper el silencio que guardan Vds. Sobre mí”.[26] Aun así, el recuerdo de esta historia triste, de sabor a ceniza, no se borró jamás. Giner tampoco volvió a aventurarse en una historia de amor. Ya había encontrado la forma de organizarse una apariencia de vida familiar libre de los compromisos del amor y el matrimonio.

Ilustración: La antigua sede de la Institución Libre de Enseñanza (Paseo del general Martínez Campos, Madrid) después de la reforma de los últimos años.

 

 

[1] Borrador de carta a Giner, 15 enero 1878, Costa, J. (1983), p. 37.

[2] Carta de Giner a Costa, 21 febrero 1878, Costa J. (1983), p. 39.

[3] Carta de Giner a Costa, 13 enero 1878, Costa J. (1983), pp. 34.

[4] Carta a Giner, 19 mayo 1975, Campo Alange, Condesa de (1973), p. 178. Esta biografía de Concepción Arenal incluye el epistolario de Arenal con Giner, del que sólo se conservan las cartas escritas por la primera.

[5] Jiménez-Landi, A. (1966), t. II, p. 236.

[6] Jiménez-Landi, A. (1966), t. II, p. 226.

[7] Carta a Giner, 9 noviembre 1879, Jiménez-Landi, A. (1966), t. II, p. 367.

[8] Jiménez-Landi, A. (1966), t. II, p. 238.

[9] Jiménez-Landi, A. (1966), t. II, p. 365.

[10] Jiménez-Landi, A. (1966), t. II, p. 223.

[11] Carta a Giner 22 enero 1979, Jiménez-Landi, A. (1966), t. II, p. 307.

[12] Jiménez-Landi, A. (1966), t. II, p. 346.

[13] Carta a Giner, 27 junio 1979, Jiménez-Landi, A. (1966), t. II, p. 347.

[14] Jiménez-Landi, A. (1966), t. II, p. 357.

[15] Carta a Giner, 8 noviembre 1979, Jiménez-Landi, A. (1966), t. II, p. 360.

[16] Todas las citas de la carta de Emilia Pardo Bazán a Giner, de 19 septiembre 1879, en Jiménez-Landi, A. (1966), t. II, p. 368-376.

[17] Jiménez-Landi, A. (1966), t. II, p. 476.

[18] Carta a Leopoldo Alas “Clarín”, en Giner de los Ríos, F. (1965), p, 109.

[19] Jiménez-Landi, A. (1966), t. II, pp. 456-457.

[20] Jiménez-Landi, A. (1966), t. II, p. 459.

[21] Jiménez-Landi, A. (1966), t. II, p. 519.

[22] Carta a Giner, 26 octubre 1880, Jiménez-Landi, A. (1966), t. II, p. 522.

[23] Carta a Giner, 6 diciembre 1880, Jiménez-Landi, A. (1966), t. II, p. 523.

[24] Carta a Giner, 18 diciembre 1880, Jiménez-Landi, A. (1966), t. II, p. 534.

[25] Carta a Giner, 18 mayo 1904, Jiménez-Landi, A. (1966), t. II, p. 546.

[26] Jiménez-Landi, A. (1966), t. II, p. 544.