Degradación del castellano

A partir de la aprobación de la nueva ley educativa, el castellano será tratado como una lengua extranjera en las Comunidades Autónomas que lo decida. Es lo que significa la desaparición de su prescripción como “lengua vehicular” y la cesión a las Comunidades de esta decisión. Quiere decir que no se tendrá por qué impartir ninguna asignatura en castellano, y que el castellano se enseñará como se enseña el inglés. Con menos exigencias, porque al fin y al cabo sigue ocupando un lugar preeminente en la sociedad. Los estudiantes lo aprenderán por su cuenta. A largo plazo, se confía en su extinción. A corto, en su degradación, porque el aprendizaje de la lengua, incluida la materna, requiere un tipo de esfuerzo especial. Este esfuerzo apenas se hace ya en ninguna escuela ni instituto de nuestro país, menos aún en las Comunidades que se han emancipado de esa obligación. Ahí el castellano queda clasificado en un doble registro. Por una parte la lengua del imperio, y por tanto la de los explotadores y los poderosos, aquellos que deben ser expulsados como las colonias se libraron en su momento de las metrópolis que las habían humillado y saqueado. Y, por otra, la lengua de los inmigrantes, esos extranjeros que, confundidos con “nosotros”, parasitan la riqueza propia desde abajo y ponen en peligro nuestra identidad. La lengua será la frontera.

La desaparición del castellano en partes enteras del territorio español renueva, a su manera, el viejo sueño de cuando el PSOE preconizaba para España una federación de nacionalidades con derecho a autodeterminación. Era, y es, aunque renovada a fondo, una España confederal, como la de la Primera República, pero no al modo de Suiza, donde el patriotismo, aunque discreto y poco amante de alharacas, no ha perdido consistencia y fundamenta una identidad que los ciudadanos suizos no están dispuestos a perder. El modelo es más bien el de Bélgica, donde se ha cumplido el trabajo de aislar a los flamencos de los valones y acabar con todo lo que unía a las dos comunidades. Es el trabajo que se está haciendo ahora, con la iniciativa activa, más que con la simple complicidad, de un Partido Socialista que nunca, a diferencia de los demás partidos socialistas europeos, ha sido inequívoco en su lealtad a la nación española.

El PNV parece inclinarse por un modelo sin confrontación, pero es porque la debilidad del Estado y de España le ha puesto en bandeja al mejor de los mundos posibles, con una nación vasca ya casi del todo establecida, sin necesidad de ruptura. Los nacionalistas catalanes, en cambio, necesitan el horizonte de la secesión y el enfrentamiento permanente. Todavía necesitan desgastar más al Estado y hacer exhibición de fuerzas.

El recuerdo de la Confederación de los Pueblos Ibéricos no debe hacer olvidar que el proyecto confederal se inscribe en otro, destinado a erosionar los Estados nación y a instaurar un orden postnacional. En España vamos adelantados y hace ya tiempo que empezamos a ver sus resultados. Las elites políticas, intelectuales y académicas abandonaron hace décadas la idea nacional: un marco constitucional e histórico para una España plural y unida a la vez, tolerante y orgullosa de su cohesión y su diversidad. (Que el castellano tenga que ser defendido como “lengua vehicular” y no como la lengua común de todos los españoles da la medida de la degradación a la que hemos llegado). En su lugar, es decir con la instauración del orden postnacional, asistimos a la proliferación de nacionalismos sectarios y excluyentes. Jamás, como no sea por motivos coyunturales, se detendrán en su esfuerzo por construir sus naciones nacionalistas, cerradas y fanáticas. Y con el castellano degradado a lengua de segunda categoría.

La Razón, 08-11-20