Las alambradas invisibles
Hace unos días Juan Claudio de Ramón adelantaba en Twitter un breve toque de nostalgia que me concernía. “La España que nos han birlado”, escribía para acompañar una reproducción del catálogo de una exposición sobre Azaña de la que fui comisario en 1990. Como subraya Juan Claudio, colaboraron en aquel volumen Federico Jiménez Losantos y Santos Juliá, entre otros muchos. Mi intención era que participaran todos quienes tenían algo que decir sobre Azaña, con independencia de ideologías. En representación de los tiempos de la República, también colaboró el entonces senador socialista José Prat. Prat fue amigo de mi abuelo materno, que actuó de compromisario por el PSOE en la elección de Azaña a la Presidencia de la República celebrada en el mismo lugar, el Palacio de Cristal del Retiro, donde se montó aquella exposición.
Le agradezco a Juan Claudio su recuerdo y, por supuesto, su intención.
También conviene recordar que aquello fue una decisión personal, guiada por un intento de releer y entender a Azaña desde una perspectiva civil y democrática, sin acritud y sin la menor voluntad de utilizar el pasado para el enfrentamiento partidista. La propició Jorge Semprún, un hombre de la izquierda europea de la antigua escuela, ajeno al sectarismo del socialismo español. De ser el comisario Santos Juliá, hombre de tolerancia muy somera, dudo que ni mi nombre ni el de Jiménez Losantos hubieran aparecido por allí. De hecho, poco después empecé a alejarme de las creencias convencionales del progresismo y me interesé por un centro derecha que también se interesaba por Azaña y por el patriotismo que este expresó en su obra escrita. Y de inmediato, sin transición, quedé excluido de jornadas, congresos y demás festejos y encargos académicos. (Hubo una sola excepción, debida a Juan Marichal.) La publicación de La libertad traicionada en 1997 cerró las puertas que quedaban entreabiertas. La de la biografía de Giner de los Ríos (Poder, estética y pedagogía) echó definitivamente, y con estrépito, todos los candados.
La tolerancia de entonces era por tanto algo muy particular. No se basaba en el debate abierto, en la confrontación leal de ideas y opiniones. Se fundamentaba en la aceptación tácita de una serie de supersticiones y convenciones entre las cuales estaba la de no hacer públicas ideas ni opiniones que contradijeran una cierta versión de la historia y la realidad españolas. El precio que se pagaba por no hacerlo era brutal, sin hipérbole alguna. Y aunque por entonces existían medios de comunicación liberales, alguna editorial y una fundación, como era FAES, fue aquella atmósfera la que llevó a la creación, por ejemplo, de Libertad Digital, convertida de inmediato en una referencia y a lo que Juan Carlos Girauta llamó en La eclosión liberal.
Desde entonces han cambiado muchas cosas. Y no sólo porque la decisión de no callarnos acabó con aquella atmósfera en la que reinaba sin apenas competencia una única manera de ver la realidad. Además, el progresismo ha acabado con lo que quedaba de la izquierda. La acción política, y con ella la confrontación ideológica, se han ampliado hasta lugares a los que en aquellos años no era concebible que llegara. Lo que había empezado en los sesenta como un cambio de costumbres y se aceleró en los setenta al modo de una revolución antiautoritaria, cobró un nuevo sesgo en la primera década del nuevo siglo. Con el añadido, además, de la voladura de la nación ocurrida en las jornadas angustiosas del 11 al 14 de marzo de 2004.
Hoy estamos –en España como en el resto del mundo occidental- en ese punto en el que el partidismo político se ha adueñado de toda la esfera social y cultural, y siempre desde un determinado punto de vista porque la derecha política, que en los 90 había hecho un esfuerzo considerable para encabezar el cambio, decidió abandonarlo por entero y dedicarse a la gestión, mejor dicho las Gestión. Y lo hizo en un momento en el que la gestión, con mayúscula o con minúscula, dejaba paso a una nueva forma de hacer política. Hoy la política ya no se hace en términos de debate y negociación racional de intereses e ideas, como creía, o fingía creer, el último gobierno de centro derecha presidido por Mariano Rajoy, siempre refugiado en la “sensatez” y el “sentido común”. Hoy la política se hace para escenificar una experiencia incuestionable que impone un relato identitario al resto, sin el menor resquicio para la diferencia de opinión. Hoy los activistas españoles de esta forma de “cancel culture”, anulación de cualquier posible liberalismo, están en el Gobierno. Y con ellos una revisión del pasado con fines estrictamente partidistas.
El cambio no puede ser entendido, por otra parte, sin la revolución tecnológica. Ha resucitado una forma de practicar la democracia que parecía desaparecida: una participación abierta, sin apenas filtros, en las que las elites y las maquinarias de los partidos, menos relevantes que antes, han dejado de monopolizar el debate público. Debate ruidoso, carente de respeto, sin reglas, y que recuerda la democracia tal como se practicaba en el siglo XIX, en especial en Estados Unidos. Entonces sorprendía a los europeos acostumbrados a una selección previa de los participantes. No se trata de democracia directa, como predijeron en su día algunos ideólogos de las nuevas formas de comunicación. Estamos más bien ante nuevas formas de participación y de representación en las que la cuestión de la identidad, la expresión de lo que se es y se quiere ser, adquieren una importancia nueva. Y, como era de esperar, contribuyen a la crudeza del tono.
En eso tiene razón Juan Claudio. Los consensos sobre los que se fundó la Transición ya no existen. También es verdad que nunca se llegaron a desarrollar. De ahí lo engañoso de cierta apariencia de pluralismo civilizado que, en realidad, disimulaba una delimitación estricta de los contenidos del debate, a modo de alambradas invisibles. Hoy vivimos las consecuencias de aquello, multiplicadas por la nueva evolución de la política y por las nuevas formas de participación y de debate. Y están abiertos y en la plaza pública los asuntos que entonces se consideraba peligroso sacar a la luz: república, secesionismo, Estado confederal, identidad española… soberanía.
Ahora hay que dar respuestas y proponer acuerdos y consensos nuevos. Habrá que dejar atrás el silencio propio de otros tiempos y atreverse a hablar civil y liberalmente, como entonces no se podía hacer, del fondo de la realidad española. Ya no monopolizan la palabra –en nombre de la libertad, además…- los que quieren acabar con España y sus socios y amigos, aquellos que pretenden traer una España postnacional. La conversación empieza ahora.
Fundación Disenso, 19-10-20