La reelección de Trump

De entre las muchas paradojas de este final del primer mandato de Trump destaca una. Y es que habiéndose retirado Estados Unidos de su puesto de gran gendarme del orden que ahora se llama liberal, nadie en el “liberalismo” se adelanta para sustituirlo: ni las elites europeístas, porque llevar a la UE a ocupar ese puesto plantea problemas a los que prefiere no enfrentarse ya que se vive mejor bajo el paraguas norteamericano, ni los progresistas de siempre porque se sigue viviendo mejor contra Estados Unidos, aunque este no quiera ser ya lo que antes les molestaba. Bien es verdad que bajo el mandato de Trump, acogido con presagios apocalípticos, Estados Unidos ha obtenido grandes éxitos: la embajada en Jerusalén, los históricos acuerdos de paz de Israel con algunos países árabes estratégicos y con Sudán, el aislamiento del Estado terrorista de Irán (con la advertencia que supuso la muerte de Suleimani), el plante ante una China agresivamente imperialista y transgresora de todas las reglas de la vida y la convivencia civilizada.

En lo interno, los éxitos de Trump se miden por la expansión económica, consecuencia de la desregulación y la bajada de impuestos, y por el profundo cambio en el Tribunal Supremo. En términos más personales, por haber sabido zafarse de todas las trampas del establishment y del progresismo a las que sucumbió un presidente de trascendencia histórica, pero con menos soltura, como fue Nixon.

Cualquier presidente con esta ejecutoria estaría seguro de lograr un segundo mandato. No así Trump. Tiene en su contra la gestión de la pandemia, tan errática y oportunista como la de casi cualquier otro país occidental incluido el nuestro, una política comercial que probablemente ha perjudicado tanto a los norteamericanos como a los extranjeros y una política inmigratoria menos dañina de lo que se pensó en un principio, pero que ha proyectado una imagen poco amable en un país en plena revolución demográfica. En contra de lo que parece, no era difícil concebir una política populista y patriótica, como la de Trump, atrayéndose las minorías, en especial la hispana. No parece haber sido así.

En este punto, como en el más general de su actitud y su comportamiento, el peor enemigo de Trump ha sido él mismo y su personalidad. Más en particular, su gusto narcisista por asumir los peores rasgos que le prestaban sus adversarios para afirmarse él mismo y poner de relieve los defectos de estos. El recurso, utilizado en primer grado, sin ironía pero con humor, electriza a sus partidarios, que ven por cómo alguien se atreve a decir en voz alta, y desde la Casa Blanca, lo que ellos piensan que es evidente. También enfureció a los no le iban a perdonar jamás el acceso a la Presidencia. El desgaste ha sido grande. Le ha retirado muchos de los apoyos que pudo tener entre la elite conservadora y le ha dificultado rentabilizar los desórdenes de este verano. Aunque con Trump nunca se sabe lo que va a ocurrir.

La Razón, 03-11-20