La derecha fragmentada

La crisis y el empeño por recomponer el bipartidismo imperfecto vigente en nuestro país durante cuatro décadas han acabado con la antigua unidad del centro derecha español. El Partido Popular ha dejado de representar a todo lo que estuviera a la derecha del PSOE y aparece hoy dividido en lo que se puede interpretar de diversas maneras: un partido conservador y otro liberal progresista, o bien un partido liberal conservador y otro progresista liberal, correspondiéndole en ambos casos al PP la primera posición y a Ciudadanos la segunda. Para complicar aún más las cosas, apunta en el horizonte electoral la posibilidad de una tercera fuerza, a la derecha del PP, entre lo conservador y el populismo, que se haría con los más decepcionados de entre los electores de este último.

El estallido del centro derecha responde también a un cambio social acelerado, producido en los últimos años. Lleva a la acentuación del pluralismo, a una forma de representación existencial y estética, más aún que ideológica, y a una exigencia de participación que recupere la supuesta autenticidad de la democracia. No hay partido tradicional, de los que recogían el voto de una mayoría social en términos de equilibrio y moderación, que resista esto. Salvo si emprende una mutación que le lleve a asumir una nueva naturaleza, de corte populista, que conduzca a una movilización general en nombre de grandes principios y grandes rechazos.

Con Pablo Casado, el Partido Popular ha abandonado la tarea de reconstruir el bipartidismo y ofrece una oposición clara al gobierno en lo económico y lo social, además de una posición nueva en Cataluña, que rompe por fin con la idea, predominante hasta ahora en el centro derecha español, según la cual Cataluña es territorio de los nacionalistas y los demás, incluido el Estado, tienen poco que hacer allí. Todo esto endurece la actitud del PP y al ir acompañado de una energía juvenil y bastantes (a veces demasiados) adjetivos, lo lleva a lo que parece una fórmula populista.

Pues bien, es imposible que el Partido Popular alcance ese punto. Hay en el PP demasiado pluralismo ideológico, demasiada diversidad vital, demasiada experiencia de gobierno como para eso. Y Casado, sin duda alguna, lo sabe. Se trata por tanto de reformar una organización compleja y amplia (menos de lo que se decía antes de las primarias, pero mucho más de lo que a veces se apunta ahora) y adaptarla, con las menores rupturas posibles, a la nueva situación que exige formas y contenidos distintos, ya sea en la cuestión nacional, en la europea o en la autonómica. De etapas anteriores se puede echar de menos la capacidad de liderazgo, el pensamiento estratégico, el empeño en movilizar el conjunto de la sociedad. Lo demás está por inventar.

Si esa reforma se lleva a cabo, es probable que cualquier organización que pretenda atraer al voto desencantado del Partido Popular por la derecha se vea abocada a radicalizar aún más el mensaje, en particular en asuntos como la inmigración o la memoria histórica. Eso mismo, sin embargo, les puede llevar a la marginación, en particular si el Partido Popular se decide a afrontar las tareas pendientes en estos asuntos y sabe integrarlas en una visión de conjunto clara y comprensible. La sociedad española, al menos aquella que permanece ajena al populismo de izquierdas y a la deriva nacionalista, sigue siendo ajena a la radicalización, además de escéptica ante los excesos retóricos. Por mucho que a veces le diviertan, no sabe lo que quieren decir, ni le interesan. Y no se la movilizará desde ahí.

Ciudadanos plantea otros problemas. Fuera de Cataluña, donde ha encontrado su sitio y su centro, sigue sin decidirse, como en una interminable crisis de adolescencia, entre los dos papeles que se le ofrecen. Uno es constituirse como el nuevo partido de centro izquierda, que le llevaría a ocupar el campo que un PSOE anti constitucionalista ha abandonado, y atrayendo de paso algunos electores del Partido Popular. El otro es sobrevivir como un partido bisagra, oportunista, y que vive sobre todo de los errores de los demás y de la confrontación entre estos, que en última instancia le interesa mantener y avivar. A la espera, eso sí, que el nuevo bipartidismo, que en vez de los nacionalistas tendría a C’s como árbitro, le lleve a la Moncloa, como cuentan las series de televisión -esos nuevos cuentos de hadas. Este último camino podría ser el preferido por los dirigentes de Ciudadanos. A menos que las elecciones municipales y las autonómicas les obliguen a asumir responsabilidades que ahora no tienen.

Tampoco aquí el Partido Popular tiene mucho que hacer y no parece lo más sensato intentar competir abiertamente y menos aún atacar a Ciudadanos, salvo en respuesta a agresiones precisas. En vez de esperar a que C’s se decida, se trataría de ofrecer a los votantes una posición y una actitud propia y consistente, que habrá que elaborar en los próximos meses, por mucho que las grandes líneas parezcan estar ya establecidas. No lo están. El PP vive de la inercia de su antiguo esplendor, desvanecido para siempre, y de la extraordinaria deriva de los socialistas hacia el mundo de la fantasía izquierdo populista. Lo que no cambia, sin embargo, es el papel que al PP le corresponde en la estabilidad del sistema político y en la prosperidad de la sociedad española.