Actitud

Los nacionalistas catalanes camparon a sus anchas durante cuarenta años sin la menor respuesta por parte del Estado ni de los partidos nacionales. No tiene nada de particular que a medida que se consolidaba la opinión secesionista y parecía cobrar verosimilitud esa alucinación que es la nación catalana, el nacionalismo fuera degenerando hasta llegar al macarrismo de Rufián, versión esperpéntica, pero más realista de lo que parece, del carlismo popular.

La segunda parte de este proceso ha venido de la mano del gobierno de Pedro Sánchez. Por mucho que se empeñe Borrell, lo hacen posible los votos de esos mismos secesionistas, además de los filoterroristas y los populistas de izquierda. Formado con estos mimbres, es un gobierno incapaz de una acción que no sea destructiva, condenado a cabalgar una bronca permanente y a banalizarla sin tregua.

Era de esperar que estas tensiones se trasladan a las Cortes y a las relaciones entre partidos. Las intensifica esa apariencia de democracia directa venida de las redes sociales, con la tentación irresistible de hablar al público, o al pueblo, en vez de a los interlocutores políticos y el consiguiente reclutamiento de las elites dirigentes entre personas sin preparación.

Mariano Rajoy intentó restaurar el bipartidismo y el ensayo quedó desacreditado por el recuerdo de la corrupción, el levantamiento secesionista y la presencia de una nueva fuerza política como Ciudadanos. Encontrar una voz propia después de asumido el giro que eso impuso requiere elaborar una posición propia, no hipotecada por referencias fáciles al pasado. No estaría de más empezar a presentar una actitud que permita comprender que hay alternativas a la deriva general en la que nos encontramos. Alternativas serias, meditadas, que reflejen la complejidad de una sociedad que no está en su totalidad alucinada por el activismo. Lo menos recomendable es elevar el tono creyendo que sólo así se escuchará el mensaje propio. Al revés, lo que se hará es aumentar el ruido y disolver el mensaje, y la propia voz, en la banalidad y la bronca generalizadas.

La Razón, 23-11-18