Por qué dejé de ser de izquierdas

Publicado con el título de “Un universo de izquierdas” en Por qué dejé de ser de izquierdas, Javier Somalo y Mario Noya eds., Madrid, Ciudadela, 2008.

Nací a mediados de los años cincuenta en una familia de izquierdas. Era una izquierda muy moderada. En otro país europeo, habría votado a un  partido socialdemócrata. A mis padres les resultaba inconcebible que se pusiera en cuestión la historia de su país, la idea misma de que ese país era una nación, la importancia de la religión en la vida de las personas y, ni que decir tiene, el esfuerzo, la disciplina y el sacrificio. Nada de eso se me impuso. Estaba en el ambiente. Mis padres hicieron el esfuerzo, gravoso para ellos, de mandarme a estudiar a un colegio extranjero, el Liceo Francés para más señas. El ambiente de disciplina y de respeto a la autoridad era allí aún más imponente. Con mis compañeros, respiré durante muchos años el culto a los valores laicos de la République. Pero íbamos a misa todos los domingos y un Sagrado Corazón de Jesús bendecía, desde un rincón, un cuarto de estar luminoso, amplio, pintado, como debía de estar a la moda entonces, de rosa fucsia. 

 

La adscripción política de mi familia venía de lejos. En el siglo XIX había sido liberal. Mi madre solía contar cómo uno de los abuelos, de la provincia de Albacete, había tenido que salir huyendo para Cartagena perseguido por los carlistas. Tan precipitada fue la salida que tuvo que tirar un cinturón con monedas de oro por encima de la tapia de un aparcero, que lo guardó y luego, cuando las cosas se calmaron, se lo devolvió.

Mi abuelo materno, médico, continuó la tradición. Eso sí, la adaptó a los nuevos tiempos. Una tragedia familiar y el ambiente de la España de los años veinte y treinta lo radicalizaron. En algún momento decidió afiliarse al PSOE. En contra de lo que era de esperar, no siguió a Prieto ni a Besteiro. Eligió el socialismo radical de Largo Caballero.

Cuando la provincia de Albacete fue ocupada –o liberada- por las tropas nacionales, mi abuelo, que se había significado en el socialismo local, tuvo que salió de España. Acabó en Orán, donde siguió ejerciendo de médico y falleció al cabo de no mucho tiempo. Un amigo de infancia de mi madre que se exilió con él me contó en París, mucho después, cómo seguía siendo respetado, por su capacidad profesional y su generosidad, en tierras argelinas, tan cervantinas por otra parte, como La Mancha de donde él venía.

La radicalización y la guerra tuvieron otras consecuencias. Mi abuela y sus dos hijas se quedaron aquí España. La casa familiar fue saqueada –apenas sobrevive alguna reliquia previa a aquellos años- y hubo represalias, que le tocó sufrir a mi madre, la más joven. No se pasó varios años en la cárcel, después de haber sido juzgada, gracias a los contactos familiares, la energía de su hermana y el buen recuerdo que había dejado mi abuelo entre algunas personas a las que, al parecer, había protegido. Aparte estaba la evidente injusticia de la acusación.

Mi padre, nacido en una familia de derechas instalada desde mucho tiempo atrás en Tánger, también se había radicalizado en posiciones de izquierdas durante la República. Era un hombre profundamente civilizado, nacido para ser norteamericano. Le repelía la violencia. Así que salió de España en cuanto empezó la guerra. A su vuelta lo encerraron en un campo de trabajo. Cuando le dejaron salir y encontró empleo donde pudo, se casó con mi madre.

Nunca se nos escondió esta historia. Mi padre contaba la suya con bastante humor, aunque no se aficionó a remover el pasado hasta que fue muy mayor. Mi madre, que llevaba sobre sus hombros una auténtica tragedia, también recurría a la sonrisa para contar sus peripecias. A veces se le escapaba alguna exclamación de tono más firme. “Yo sé quién tiene la biblioteca de tu abuelo”, decía entonces. Otras, aunque esto llegó más tarde, se asombraba ante las barbaridades, cometidas con una naturalidad suicida, de las que había sido testigo durante la guerra. Pero en general, sin escondernos casi nada, excepto lo más dramático –la despedida de mi abuelo, por ejemplo-, no había resentimiento en sus palabras.

Se nos infundió la veneración a unos recuerdos, idealizados sin duda, y elevados a categoría de leyenda familiar, pero no hubo mala saña, ni rencor. Desde siempre, estuve instalado con toda naturalidad en la izquierda, instalado a fondo, sin llegar siquiera a concebir la posibilidad de que existiera otra forma coherente, éticamente respetable, de ver la vida.

La cosa es tanto más curiosa cuanto que en casa abundaban los libros de autores de derechas tanto como los de izquierdas. Mi madre leía de todo y mi padre, sin ninguna pretensión intelectual, por pura curiosidad, se mantenía al tanto. Como la tradición de casa era francófila, por allí andaban Aron, Servan-Schreiber y Revel.

La familia y las amistades de mis padres no se vieron nunca contaminados por la política. La mejor amiga de mi madre fue en su tiempo muy de derechas, falangista, como parte de mi familia paterna. Debió de haber grandes tensiones, pero el esfuerzo para sobrevivir y restañar las heridas hecho inmediatamente después de la guerra forjó un grupo de una lealtad a prueba de cualquier discrepancia política. Hoy en día, y habiendo comprobado como yo mismo he sido incapaz de mantener más de una amistad por diferencias políticas de orden infinitamente menos dramático, me admira esa capacidad de mantener la vida, la vida auténtica, al margen de la política. Allí estaba, en ciernes, y muchos años antes, la famosa Transición.

Llegué al final de la adolescencia cuando ya Franco empezaba a estar enfermo. En casa se hablaba mucho y abiertamente de política. A mí se me contagió la enfermedad de la época: la rebeldía. En vez de ponerme a militar en el antifranquismo, me fui París a estudiar. Mejor sería decir a pasarlo mal, como buen adolescente problemático tardío, rebelde sin causas demasiado serias.

En París me atrajeron más las manifestaciones estéticas y vitales de la vanguardia y del underground norteamericano, así como las especulaciones más o menos filosóficas de los profesores y ensayistas franceses de la época que el antifranquismo. Foucault, Lacan, Derrida y cía. me hicieron daño, como no podía ser menos, pero estaba demasiado bien educado como para dejarme embaucar del todo y además, como no tenía ninguna influencia, yo no hice daño a nadie. También asistí a algunas reuniones de exiliados españoles, los sábados por la tarde en la Universidad de Jussieu. Era demasiado joven para entender lo que allí ocurría, en particular los enfrentamientos, a veces muy agrios, entre las diversas tendencias. Saqué un amigo, maoísta, excelente persona, asombrado por mi afición a los westerns y al cine musical americano.

Tan lejos vivía de la política que en el año 73, cuando volví a Madrid para las Navidades, me encontré en la estación de Chamartín a mi madre demudada. Ese mismo día habían matado a Carrero Blanco y yo, de viaje en tren, no me había enterado. Peor aún fue en el año 75, cuando no supe de la muerte de Franco hasta un día después, perdido como estaba con la música y los libros en una buhardilla que me había dejado un conocido, cerca de la Madeleine.

Volví a España poco antes del referéndum sobre la Constitución. Con unos amigos, nos pasamos una noche discutiendo si debíamos votarla o no. En un rasgo de suprema sensatez, decidimos que sí. Por esos años llegó lo que luego se llamó movida. Teníamos ganas de divertirnos, y lo hicimos a fondo.

Yo y algunos otros reaccionamos contra lo que nos parecían dos formas deprimentes y caducas de enfrentarse a la vida: los “progres” antifranquistas y la degeneración en formas cansinas del “hippismo” sesentayochista. Decidimos reírnos de todo y frivolizar hasta la frontera misa de lo autodestructivo. No creo que hubiera más pretensiones. Tampoco había política, aunque yo seguía instalado en una disposición hacia la izquierda que mi pose de eterno rebelde no me había llevado a discutir. Lo único que ahora me resulta incomprensible de esos años es mi indiferencia ante el terrorismo. Había muertos casi a diario y no me daba por enterado. Fui a mi primera manifestación contra el terrorismo –por la Castellana, en Madrid- en el año 84, creo recordar.

Para mí la movida se terminó en 1981, cuando la crisis económica acabó con la diversión y las frivolidades. El año 1982 marca dos momentos importantes. A falta de otro trabajo, en verano saqué unas oposiciones a profesor de francés en secundaria. Y en octubre de ese mismo año me afilié al PSOE.

De pronto, cuando los socialistas ganaron las elecciones, sentí que estaba perdiendo una oportunidad histórica de participar en la vida española. Por primera vez en mi vida tenía la sensación de poder participar de un movimiento amplio de renovación. Tuve la sensación de que algo fundamental me estaba esperando, peor aún, que hasta ahí había estado perdiendo el tiempo, algo por otro lado bastante probable. No sabía lo que me esperaba.

Ni que decir tiene que no me hicieron el menor caso. Yo era un señorito con un historial incomprensible para los socialistas del 82. Fui al Senado a ver a don José Prat, amigo de mi abuelo y que siempre trató con cariño a mi madre. Se interesó por mí. Más tarde comprendí que no debió resultar la mejor de las recomendaciones. Asistí a varias reuniones en la agrupación de mi barrio, la revista Leviatán –en su tiempo dirigida por Araquistain, ni más ni menos- acogió unos cuantos artículos con firma, y ahí acabó todo. Ni se fiaban de mí, ni yo supe ganarme su confianza.

Así habría puesto punto y final a mi militancia socialista, de no ser por mi tozudez en participar en un cambio que se me antojaba histórico, por mucho que sus protagonistas me hubieran dejado bien claro que no pensaban contar conmigo. Eso fue lo que me llevó a frecuentar la sección de enseñanza de la UGT, la llamada Federación de los Trabajadores de la Enseñanza. Y lo mejor, o lo peor, según se mire, es que allí encontré a un grupo de gente que estaba exactamente en la misma situación en la que yo me encontraba.

Eran unos cuantos profesores todavía jóvenes, de poco más de treinta años, con buena formación, bastantes de ellos con más tradición en el PSOE que la que yo tenía. También se habían visto rechazados por los socialistas y se habían refugiado en el sindicato. Nos unía una voluntad de hacer de la UGT una organización que representara los intereses de los profesores y los demás trabajadores de la enseñanza. Obviamente, pensábamos que la situación era mejorable. No nos interesaba mucho la revolución pedagógica puesta en marcha desde el gobierno. A mí me divirtió adelantarme a algunos de sus presupuestos en clase, pero en el grupo había algún catedrático disgustado con lo que empezaba a ocurrir.

Estábamos a mediados de los ochenta y yo estaba dispuesto a llegar muy lejos. No había desaparecido la arrogancia de la primera juventud ni esa instalación total en la izquierda de la que empezaba a decantarse un sectarismo, rígido, intransigente, capaz de hacer daño con la mejor conciencia del mundo. Al mismo tiempo, había crecido la amistad y sentía una adhesión profunda por aquel pequeño grupo. En el ministerio me habían dado una beca, muy modesta, el sueldo base, con la que pensaba pasarme un curso trabajando en un estudio sobre Azaña que acabaría siendo mi tesis doctoral. La rechacé para dedicar ese curso al sindicato, como me pidieron mis compañeros. Pero por mucho voluntarismo que yo le pusiera, aquel no era mi sitio. Por si eso fuera poco, nos encontrábamos, y yo más que nadie, en una situación falsa.

En nombre de la autenticidad de la representación sindical, nos encaminábamos al enfrentamiento con una parte del aparato de la UGT, justamente la que apoyaba la política del gobierno socialista. Al mismo tiempo, yo me sentía bastante identificado con la parte más liberal de esa misma política, que era la que defendían nuestros adversarios, quienes mandaban en la rama de enseñanza de la UGT. En resumen, que a pesar del apoyo de los militantes, que nos miraban con simpatía y –supongo- con perplejidad, llegamos a un congreso en que intentamos plantar cara con bastante amateurismo y en el que fuimos derrotados sin mayores sorpresas.

Después de aquello, mi lealtad a la izquierda se fue deshilachando sin que pueda situar exactamente el momento en el que la dejé atrás. Así como el golpe de Estado del 23-F me movilizó hacia la izquierda, ahora otros acontecimientos fueron empujándome en la otra dirección. Uno de ellos fue la huelga general del 88. Me dejó perplejo, y empecé a comprender que lo que yo tenía en la cabeza tenía poco que ver con la realidad. Sigo sin entender del todo lo ocurrido aquel día. El desplome del Muro de Berlín, que seguí en casa pegado a la televisión, abrió otra vía de agua. En agosto del 91 grabé en vídeo horas y más horas de lo que estaba ocurriendo en Moscú. Ya no había votado socialista en las elecciones del 89, aunque por entonces seguía sin salir de ese mundo confortable y simplificador que es la izquierda, donde nunca se discute con alguien que no comparta las convicciones de uno mismo y se desconoce, por no decir se desprecia, todo aquello que no forma parte del propio universo.

La raíz era tan honda que para que entrara el aire de una vez tuvieron que ocurrir aún más cosas. Poco a poco dejé de ver a quienes fueron mis amigos en esos años. Los fastos socialistas del año 92 me resultaron un poco obscenos. Ya no podía pasar por alto los signos de la corrupción.

El trabajo sobre Azaña, por su parte, iba tomando un rumbo inesperado. A finales de los años sesenta, mi padre se había hecho traer de México los cuatro gruesos volúmenes de la edición de las obras completas publicadas por la editorial Oasis. Destacaban intactos, con sus cubiertas moradas, en la biblioteca de su estudio… hasta que llegó el momento en que me puse a curiosear. Descubrí a un escritor muy español y al mismo tiempo muy francés. Me reconocía en ciertos giros, incluso algunos de orden estilístico, y al mismo tiempo me sentía atraído por el profundo casticismo de aquella prosa, por la voluntad manifiesta de vivirse como español.

Azaña me dio la oportunidad de volver a ser español. La frase puede parecer absurda. Lo es. Pero el patriotismo de Azaña, precisamente por su naturaleza enrevesada, me abría una vía para reconocerme en una historia que me había sido inculcada con veneración desde muy pequeño, desde antes que yo hubiera tenido conciencia de ella, pero contra la que se había aliado la adhesión al inconformismo obligado de los años setenta y la soberbia de carácter, reforzada por una educación a la francesa en Madrid.

Así llegué a dos momentos culminantes, cara y cruz de un mismo cambio. En 1990 se celebró la exposición sobre Azaña que organicé como comisario en el Palacio del Retiro de Madrid. Era el mismo recinto en el que mi abuelo, compromisario entonces por el Partido Socialista, había votado a Azaña para presidente de la República. Es verdad que idealicé bastante a don Manuel, porque dejé de lado las consecuencias de sus actos que no quería ver. Pero tampoco oculté ningún dato de su trayectoria, y apelé, con plena conciencia, a un sentimiento patriótico de reconciliación nacional. Reproducía sin darme cuenta la atmósfera de mi casa, de niño. Fue un gran éxito, y a la inauguración acudió casi todo el mundo que tenía algún interés en Azaña. Don José Prat llegó a decirle a Federico Jiménez Losantos, con su peculiar sorna desengañada e ingenua, que su sitio estaba en… el partido socialista.

Por un momento, pareció que vivíamos en un país civilizado donde era posible el diálogo y la discrepancia. El desengaño iba a venir pronto. Al empezar a romper la burbuja vital e ideológica de la izquierda, también había empezado a entender de otra manera a Azaña. Y al variar la perspectiva, cambió radicalmente la recepción de mi trabajo. Cuando abandoné el elogio, se me cerraron las pocas puertas que hasta entonces se habían entreabierto. Para la izquierda, había dejado de ser uno de los suyos. Nunca lo fui del todo y, lo que es aún peor, no por falta de ganas por mi parte.

Así acabé comprendiendo que había sido objeto de una estafa monumental. Bien es verdad que yo me había empeñado en dejarme estafar con toda la ingenuidad y la arrogancia propias de una juventud prolongada durante demasiado tiempo.