Tiempos de confrontación

Uno de los elementos clave de estas elecciones presidenciales norteamericanas, como también lo fue de la anterior, ha sido el voto oculto. Son esos millones de electores que no dicen lo que van a votar y guardan el secreto de su decisión política hasta el momento decisivo. No es temor, porque entonces ni siquiera llegarían a votar. Es desconfianza, y pocas ganas de meterse en problemas. Saben lo que les puede ocurrir si la hacen pública. Lo mínimo es el descrédito. A partir de ahí, vendrán obstáculos, boicots, calumnias, campañas en las redes, procesos judiciales. Llegado el caso, también la violencia física. Antes esto quedaba reducido a círculos muy pequeños, como los profesores universitarios de derechas que no revelaban su ideología hasta haber obtenido su plaza. Ahora afecta a cualquiera, comerciantes, pequeños empresarios, personas en busca de trabajo… Es la nueva situación creada por el activismo progresista, el mismo que sólo acepta la libertad cuando coincide con sus creencias. Quedaba, eso sí, el derecho a votar y la libertad de elegir a los representantes.

La figura de Trump se entiende bien si se tiene en cuenta esta situación. Encarna la frustración de los muchos millones de personas que se ven obligadas a disimular sus ideas y sus opiniones en su propio país. Hace pocos años, cuando las cosas no habían llegado tan lejos, estos votantes respaldaron lo que se les ofrecía: McCain, luego Romney. Republicanos moderados, centristas, que creían en la vigencia de consensos históricos sobre los que se había fundado la nación y la sociedad norteamericanas. Lo hicieron sin entusiasmo, como si descontaran la derrota.

Para entonces, esos mismos votantes ya habían comprendido que ese planteamiento no respondía a la realidad. Sabían –más aún después de los ocho años de activismo presidencial de Obama- que lo que se les venía encima era un cambio total, ante el que no se les iba a permitir  ninguna oportunidad de opinar. Ellos eran los “deplorables”, según la célebre expresión de Hillary Clinton, aquellos cuya opinión había dejado de contar, como no fuera para ser ridiculizada y perseguida. Estados Unidos como nación y su significado histórico, la posición central de la religión y la tolerancia en la vida norteamericana, la libertad de expresión, la naturaleza misma del ser humano… Todo eso, que había constituido la base misma de su vida y de su país, era, y es, objeto de censura y de odio. A cargo, además, de las clases educadas y pudientes, las elites empresariales y universitarias, lo que antes era el modelo en el que se contemplaba con orgullo todo un pueblo.

Mientras se desarrollaba esta ofensiva, las elites republicanas seguían viviendo en la inopia: sueños neoreaganitas de integración, ideales de unidad y consenso, vuelta a los tiempos felices en los que existía una idea compartida de nación y de sociedad. A muchos votantes norteamericanos les gustaría restaurar aquello, pero saben que no están en esa fase. Y hace cuatro años decidieron responder –democráticamente, con el voto- a la confrontación.

La Razón, 05-11-20