La forja de un caudillo. Cien días en estado de alarma

Durante el mes de febrero, antes de que se desencadenara la pandemia, Pedro Sánchez tuvo la oportunidad de explicar a la sociedad española algo de lo que se avecinaba y que el Gobierno conocía desde por lo menos el 10 de ese mes de febrero, si no antes. Eso le habría permitido tomar medidas que tardó mucho en poner en marcha. Habría habido menos fallecidos, menos sufrimiento y la economía habría salido menos dañada. Bien es verdad que para dar ese paso, Sánchez habría tenido que explicar previamente la situación al Partido Popular y llegar a algún tipo de acuerdo: un gobierno en minoría con nuevos apoyos parlamentarios o, dada la gravedad de la situación, ya comprobada en China, otro gobierno de coalición.

Se impusieron otros intereses, o bien otras costumbres. En primer lugar, el empecinamiento ideológico, que no es exagerado llamar fanatismo, como demostró la presencia de los ministros en la manifestación del 8M. También primó la imposibilidad de salir del marco mental del progresismo español, que le lleva a considerar al centro derecha como un enemigo. Y sin embargo, alcanzar un acuerdo de Estado no sólo habría llevado al propio Pedro Sánchez a estar mejor preparado ante lo que se venía encima. También habría hecho de él una gran figura histórica, con un socialismo español alineado con la socialdemocracia europea, capaz de acuerdos de Estado con conservadores y liberales que demuestran una visión nacional de la política y de su propia acción.

Es pedir demasiado. Una vez inaugurado el relato gubernamental con la ocultación de la verdad, destinada a hacer posible el 8M, Sánchez ya no pudo volver atrás. A partir de ahí se gestionó la crisis sanitaria de forma improvisada, siempre un paso por detrás de los acontecimientos y de las necesidades, sin liderazgo ni rumbo. Pasamos sin transición de la ausencia de medidas y de la recomendación de no tomarlas –recuérdense, entre otros muchos posibles ejemplos, las increíbles declaraciones tempranas de Fernando Simón sobre lo superfluo e incluso lo perjudicial de las mascarillas- a un férreo estado de alarma que concluye ahora, con 28.313 fallecidos oficiales y otros 15.000, aproximadamente, sin contabilizar en las estadísticas del covid-19.

Hemos superado la crisis a pura fuerza, sin graduar la respuesta, volcando toda la carga sobre la sanidad, las residencias de personas mayores y el personal de los servicios esenciales. Ha sido una gigantesca y sangrienta chapuza ante la cual la sociedad española se encogió, sobrecogida y atemorizada. No era para menos. Confundir ese repliegue con aprobación, no digamos ya con entusiasmo, como se quiso hacer creer en algún momento con los aplausos de las tardes, es seguir obcecados en la tergiversación. Cada cual juzgará lo que el gesto tiene de cinismo. La negativa a contabilizar los fallecidos inclina a sospechar lo peor. Y así lo corrobora la delirante afirmación, tan propiamente caudillista, de que con esa política se han salvado 450.000 vidas (hace poco eran 400.00 y antes fueron 300.000).

La decisión política de no entablar conversaciones con la oposición llevó a Sánchez a apoyarse como nunca en la llamada “coalición de la investidura”. En cuanto a los nacionalistas e independentistas, la gravedad de lo que estaba sucediendo permitió su relativa neutralización. Eso facilitó una recentralización sin resultados en lo sanitario. La recuperación de una parte de la iniciativa por parte de las Comunidades, a partir de este fracaso, permitió al Gobierno demostrar una cierta generosidad con sus socios. Es lo que se llamó cogobernanza, ahora desechada, una vez reanudada la federalización del país. Los momentos previos ya habían permitido a Sánchez conceder más autoridad a Podemos. Recuérdese a Pablo Iglesias haciéndose cargo triunfalmente de las residencias de mayores. En pleno desastre, se consolidó una relación que no ha limado las diferencias entre los socialistas más técnicos y los podemitas, pero ha permitido avanzar en un programa que ahora ya es un auténtico programa común, como lo ha demostrado el Ingreso Mínimo Vital. Tras haber acabado con cualquier autonomía del Partido Socialista, Sánchez aparece como el gran árbitro, por encima de los pequeños enfrentamientos partidistas. Así es como la crisis del covid-19 acerca la Presidencia del Gobierno a algo que se parece más a una jefatura de Estado, con Iván Redondo de “chief of staff”, casi-primer ministro.

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La consolidación de la coalición gobernante, aglutinada por el objetivo común de que el PP no vuelva al Gobierno, permite a Sanchez una cierta libertad con respecto a la oposición. Se siente lo bastante fortalecido –ya se sabe: #salimosmasfuertes- como para proponer fórmulas de acercamiento sin necesidad de comprometerse. Más bien al revés. En un ejercicio de tensión permanente, se lanzan las propuestas como proyectiles o como un trágala, tal y como se fueron sucediendo las declaraciones del estado de alarma ante las cuales una oposición con aspiraciones gubernamentales, como es el PP, poco podía oponer. Las encuestas del CIS de Tezanos corroboran esta aparente fortaleza de Sánchez y su gobierno en la opinión pública. No así otras muchas, en las que el PSOE no incrementa sus apoyos sociales. En la situación actual la oposición parece impotente para presentar una alternativa ante una situación que requiere una vez más acuerdos de Estado, o nacionales. Eso le dificulta la iniciativa, pero no ha anulado el respaldo social del centro derecha. El prestigio caudillista del que Sánchez se cree investido tras estos cien días de estado de alarma no tiene por qué perpetuarse si la oposición no quiere. La nueva normalidad política es más propaganda y marketing que otra  cosa.

La Razón, 21-06-20