El estilo de Rajoy

Desde el memorable ripio sobre Aitor y su tractor, el liderazgo de Mariano Rajoy ha alcanzado un estatus que ahora se llama de culto y antes se habría denominado mítico. En la historia política, no se sabe de nadie que haya alcanzado el punto en el que se puede permitir bordear tan peligrosamente el ridículo no ya sin caer en él, sino sabiendo que está mucho más allá de cualquier posibilidad de hacerlo. Mariano Rajoy se convierte así en un enigma viviente, con dotes o poderes inalcanzables al común de los seres humanos… y habiéndolo conseguido, justamente, a base de profundizar, como quien no quiere la cosa, en su naturaleza de hombre sin el menor atributo.

 

Estos últimos meses, desde las elecciones del 20 de diciembre de 2015, han permitido que todos hayamos podido apreciar el estilo de Rajoy. Se insiste una y otra vez en que Rajoy practica una política de grado cero, minimalista, zen o taoísta, al gusto del comentarista de turno. El caso es que en este tiempo Mariano Rajoy habrá logrado volver a la Moncloa en condiciones nuevas: habiendo detenido la sangría por el centro, con el populismo bloqueado, el PSOE dividido y, a consecuencia de todo esto, con una izquierda que no volverá a gobernar España en mucho tiempo, si es que alguna vez lo consigue.

Quien afirma que lo ha hecho sin moverse olvida que desde el primer momento Rajoy ofreció al PSOE su disposición a colaborar como el PSOE desease: gran coalición, apoyo desde el Congreso, abstención. La oferta de diálogo no varió nunca y resultaba ser la traducción política exacta de la nueva situación: la necesidad de un pacto entre los dos grandes partidos de la democracia, imprescindible tras la radicalización de los nacionalistas y el surgimiento de otras fuerzas sin capacidad ni voluntad de gobierno, pero con atractivo para una parte importante del electorado. Entre las grandes virtudes que Maquiavelo admira en un príncipe –es decir, un político- está la de adaptarse a los tiempos. Sin eso, todo lo demás sobra. Y allí donde los demás se han empeñado en cambiar los tiempos según su propia voluntad, Rajoy ha permanecido fiel al más serio de los consejos maquiavélicos.

Lo mismo, en realidad, ocurre en los años previos, cuando la mayoría absoluta dejó al gobierno del Partido Popular con la responsabilidad de gestionar en solitario una crisis económica que parecía a punto de llevarse por delante la democracia liberal. También aquí serviría Maquiavelo, por su insistencia en la cautela como otra de las virtudes principales del príncipe, pero más esclarecedora aún resulta la tradición antigua, según la cual la prudencia es la virtud esencial del príncipe, la que define de por sí el hombre político. Más tarde, el estoicismo senequista llamará constancia a la prudencia, lo que hace de Rajoy una encarnación moderna del príncipe constante. La aversión a la retórica, a la grandilocuencia y a la ideología, el rodearse de fieles, el acallar sin compasión el debate interno, el evitar cualquier desgaste en el Congreso, el no responder nunca, al menos explícitamente, a las críticas – menos aún a las de los “amigos”-, todo eso le ha hecho perder apoyos, sin duda. Ahora bien, también permitió a Rajoy y a su gobierno adaptarse en todo lo posible a su especial situación de único pilar del sistema. Sin alternativa no quedan muchas otras posibilidades, aunque eso no ha impedido la negociación discreta con todos los agentes sociales y políticos dispuestos a cumplir su función.

Este inmovilismo, también llamado desgana o incluso pereza, es la consecuencia lógica de la convicción según la cual la acción política es inconcebible sin la cooperación. Aquí estamos ante otro de los grandes principios rajoyescos. Se puede gestionar la cosa pública con eficacia desde la posición propia, pero en cuanto se ambiciona una política de mayor alcance es indispensable el acuerdo: en nuestro país, entre el PSOE y el PP. A falta del primero, se ha emprendido alguna reforma fundamental, como la del mercado laboral, pero muchas otras han quedado suspendidas, como las de la enseñanza, las pensiones, la financiación de las Autonomías, por no hablar de la cuestión nacional y los nacionalismos. La única vía posible es el diálogo y el pacto. Cualquier otro camino es no sólo intransitable, sino contraproducente, y sobre todo pernicioso. De ahí la doble apuesta de Rajoy: mantenerse en la inacción aparente y al mismo tiempo, dejar siempre abiertas las puertas del diálogo con los adversarios. También, regalarles tiempo y oportunidades con una generosidad que no se le agradece -como es natural.

Se comprende que Rajoy se permita reírse, con Aitor y su tractor, de las insensateces con las que le contestan casi todos, algunos de los cuales podrían ser sus interlocutores pero se niegan a serlo, desde el socialismo al nacionalismo delirante, pasando por el populismo esperpéntico. Alcanzar la perfección, sobre todo en política, es raro. Y cuando se consigue, se logra también sacar a la luz la naturaleza auténtica de los demás.

La Razón, 30-10-16