8-M. La gestión de la post crisis

Se suele decir que el Gobierno decidió mantener la convocatoria de la célebre manifestación del 8-M. No es del todo cierto. Lo que hizo fue convocarla a bombo y platillo, con todos sus instrumentos propagandísticos a pleno rendimiento y además, siguiendo su costumbre, como una maniobra en contra de la oposición. Lo hizo teniendo conocimiento de informes que al menos desde el 10 de febrero –como ha publicado LA RAZÓN– demostraban la gravedad de la amenaza del covid-19. Al hacerlo, daba prioridad a su agenda ideológica sobre la salud pública, también la de los asistentes a la manifestación, como se ha podido comprobar con lo ocurrido con las personas que componían la cabecera de aquel acontecimiento.

El Gobierno tomó entonces una decisión que iba a determinar toda su política en dos direcciones fundamentales. Una se refiere a la naturaleza del propio Gobierno. La otra al tratamiento de los hechos, es decir a la política en relación con la ciudadanía. En cuanto a la primera, se puede aducir que a esas alturas, era ya imposible concebir otra cosa. No es así del todo. Incluso el 8 de marzo, seis días antes de la declaración del estado de alarma, todavía era posible concebir la formación de un Gobierno de coalición para que el país hiciera frente unido a una plaga cuya capacidad destructiva ya se había observado en China y en Italia. De haber actuado de esa forma, Sánchez sería ahora uno de los políticos más respetados del mundo y tendría un papel clave en la reforma de la Unión que se avecina. Habría hecho historia de la grande, no como la que le gusta, de enfrentamiento, insultos y crispación perpetua, con su alianza de nacionalistas, independentistas, filoterroristas y peronistas.

En cuanto al tratamiento de los hechos, al dar prioridad a la ideología sobre los hechos, el Gobierno se condenaba a la ocultación de la verdad, primero, y más tarde a la mentira. Los datos “complican la vida”, como dijo ayer Fernando Simón en su rueda de prensa diaria. Sobre todo cuando se trata de personas fallecidas, como es ahora el caso, aunque también lo era antes, cuando se tergiversaban los hechos para no recomendar lo que había que recomendar (las mascarillas, por ejemplo), o cuando se disimulaba la realidad, como la falta de material de protección, consecuencia de la misma ceguera suicida que llevó a convocar el 8-M.

Lo ocurrido luego ha agravado la situación. Ahora se ve bien que la voladura de los puentes con la oposición y la tergiversación sistemática son dos caras de la misma moneda. El Gobierno se ve obligado a continuar su política de ataque a la oposición, como se ha visto en el caso Marlaska, sin que sea posible ya, entre otras razones por los compromisos contraídos con sus aliados, plantear una auténtica política de “reconstrucción”. Sistemáticamente, se reconstruye a la contra. También continúan las tergiversaciones, como las que intentan disimular lo ocurrido en torno al 8-M o las disparidades en los recuentos de fallecidos, en particular la pregunta sin responder acerca de los 16.000 muertos, aproximadamente, que distinguen las cifras oficiales de todas las demás. Y en vez de política, y volatilizada a conciencia la confianza que el Gobierno tiene por deber intentar generar, entramos en una nueva fase de judicialición total de la gestión de la crisis. Para impedirla, el Gobierno acude a las mismas tácticas ofensivas que tanto le gustan en lo ideológico.

Hubo algo, o mucho, de suicida en la convocatoria gubernamental del 8-M. Después de aquello, toda su política va teñida de un color fúnebre.

La Razón, 06-06-20

Foto: Ante el Palacio de Hielo (Madrid), convertido en morgue.