Manuel Azaña, traductor

Miscelánea Comillas. Revista de Ciencias Humanas y Sociales, nº 60, 2002.

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RESUMEN:

La labor de Azaña como traductor la realizó por causas económicas aunque fueron razones sentimentales las que le llevaron a esa necesidad. El artículo estudia las relaciones entre la obra traductora de Azaña y su trayectoria política e ideológica mostrando su filiación a la cultura francesa. Su trabajo traductor tiene dos etapas. La primera etapa es más experimental y le afecta intelectualmente. Esa etapa termina con la publicación de La Biblia en España. La segunda parte es más técnica e impersonal. Ambas fueron una parte interesante de la formación y la carrera intelectual de Azaña.

ABSTRACT:

Azaña worked as a translator for economic reasons, although there were sentimental reasons which fed this need. This article studies the relationship between Azaña ‘s translations and his political and ideological development, and shows his affinity to French culture. His work as a translator can be divided into two stages. The first stage is more experimental and influences his intellectual growth. This stage concludes with the publication of his translation of The Bible in Spain. The second stage is more technical and impersonal. Both stages play an interesting role in Azaña ‘s intellectual development.

***

 

MANUEL AZAÑA (1880-1940) tradujo quince libros, once del francés y cuatro del inglés. Casi todas estas traducciones fueron publicadas en dos bloques cronológicos. El primero va de 1918 a 1921. Entre estas dos fechas fueron publicadas las traducciones de Cinq-Mars, novela de Alfred de Vigny; Diez años de destierro, memorias de Mme de Staël; las Memorias de Voltaire; Historia de un quinto de 1813, novela de Erckmann y Chatrian; Gaspar, novela de René Benjamin, y La Niña Bonita, novela de Eugene Monfort.

El segundo bloque se ciñe al año 1930, cuando se publicaron las siguientes traducciones: Antología Negra, de Blaise Cendrars; La Esfera y la Cruz, de Chesterton; Confesiones de Clemenceau, escritas por Jean Martet, y Vieja y nueva moral sexual, de Bertrand Russell.

Además, Azaña realizó las siguientes traducciones: Memorias de Mlle de Lespinasse (realizada en colaboración con Cipriano de Rivas Cherif entre 1918 y 1919, inédita); Simón el Patético, de Jean Giraudoux (no publicada íntegra hasta 1966, pero uno de cuyos fragmentos apareció en la revista España en 1924); Waterloo, de Erckmann y Chatrian (publicada en 1950); Los Zincali, de George Borrow (publicada en 1932), y La Carroza del Santísimo, de Prosper Mérimée (inédita, representada en Buenos Aires en 1929)_.

En vista de los temas de estas traducciones, no resulta aventurado suponer que todas ellas, excepto La Carroza del Santísimo y tal vez Los Zincali, pertenecen al primero de los bloques apuntados al principio. Prácticamente toda la obra de Azaña traductor se concentra en dos períodos de su vida: entre 1918 y 1921, Y entre 1929 y 1930.

Son dos etapas especiales, de crisis y de transición. En 1918, Azaña sufre uno de los muchos desengaños que marcarán toda su trayectoria vital, intelectual y política. Desde 1913 militaba en el Partido Reformista, el grupo político fundado por Melquíades Álvarez para integrar a los republicanos en la Monarquía constitucional y ofrecer a la Corona una vía de democratización. El final de la Gran Guerra y los aires de renovación que soplaban en la vida política española hacían presagiar que las elecciones de 1918 iban a llevar a los reformistas a ocupar un puesto destacado en la escena pública. No fue así. Azaña se presentó a diputado por el Partido Reformista en el distrito toledano de Puente del Arzobispo, pero no logró el escaño apetecido. Es posible que hubiera soñado algo más, tal vez incluso un puesto en el Gobierno, habiendo publicado poco antes sus Estudios de política francesa dedicados a la política militar de la Tercera República, que le ganaron fama de hombre versado en los asuntos militares.

La reacción es característica. Azaña, que a los 38 años se presentaba por primera vez en su vida a unas elecciones, no intentó aprender de los errores cometidos ni consideró aquel fracaso como un primer paso en una carrera más dilatada. En vez de eso, se apartó de cualquier actividad política, pidió la excedencia del puesto que ocupaba en la Dirección General de Registros y Notariado del Ministerio de Gracia y Justicia, y se fue a vivir una temporada a París con su amigo Cipriano de Rivas Cherif. Rivas Cherif era un hombre más joven que Azaña, que éste había conocido en el Ateneo algunos años antes, y que estaba descubriendo por entonces la que sería su gran vocación: la dirección de teatro.

Rivas Cherif, seductor, de simpatía inagotable y bien introducido en los ambientes artísticos de Madrid, le abrió a Azaña un mundo nuevo, desconocido hasta entonces por aquel hombre tímido, adusto y retraído en su único cargo público: el de secretario del Ateneo de Madrid. Las traducciones realizadas entre 1918 y 1921 corresponden a la necesidad de ganar algún dinero para pagar esta nueva vida soñada, un sueño que pareció empezar a cumplirse cuando llegó a París en compañía de su amigo Rivas Cherif, tras el fracaso político de 1918. No duró mucho. A partir de 1920, Azaña volverá a la vida política, y aunque la interrumpa el golpe de Estado de 1923, Azaña preferirá dedicarse luego a la creación de su propia obra literaria.

El segundo bloque de traducciones, el del año 1930, corresponde a otro momento de renovación sentimental. Azaña sigue apartado de la vida política tras el fracaso de los movimientos de oposición a la dictadura. Todavía no han llegado los meses de compromiso intenso derivados de la participación de Acción Republicana, el minúsculo partido fundado por Azaña en 1925, en la gran alianza de oposición a la Monarquía. Además, Azaña acaba de casarse, en 1929, con la jovencísima Dolores de Rivas Cherif, hermana de su amigo íntimo Cipriano. Sin perspectivas políticas, Azaña no vio mejor forma de redondear sus ingresos, ahora que estaba casado, que haciendo las traducciones publicadas a lo largo de 1930. Así lo aclara una carta a su ahora cuñado Cipriano, en la que le dice que se consideraría satisfecho si los editores le proporcionasen una traducción cada tres meses 1. Cerrado este período con la participación de Azaña en la conspiración que llevó a la sublevación de Jaca, Azaña no volvería a dedicarse más a la traducción, absorbido por la actividad política y la creación de su propia obra literaria.

Como se ve, la labor de Azaña como traductor tuvo siempre un motivo crematístico: salir adelante en momentos en los que necesitaba dinero. No resulta nada excepcional. Sí resulta más interesante comprobar que en los dos casos, la crisis que conduce a esta necesidad de dinero es de índole sentimental. Y aún cobra algo más de relevancia, en la historia de la trayectoria intelectual de quien llegaría a ser Jefe del Estado en 1936, el hecho de que bastantes de estas traducciones lo sean de textos que corresponden a un interés personal del propio Azaña. Por muy dispuesto que esté Azaña a aceptar cualquier traducción, es evidente que sus contactos dentro de las editoriales madrileñas le permitían escoger, a veces incluso seleccionar, las obras que iba a traducir. Rastrear estas relaciones entre la obra como traductor de Azaña y su trayectoria política e ideológica, e incluso con su vida sentimental, será el objeto fundamental de las siguientes páginas.[1]

Primera etapa: 1918-1920

Azaña, como en su época todo hombre culto y de buena familia, había aprendido francés desde muy joven. Como procedía de una estirpe de antigua prosapia progresista, el natural afrancesamiento primero derivó pronto en francofilia. Su estancia en París entre 1911 y 1912, becado por la Junta para la Ampliación de Estudios para una investigación sobre derecho consuetudinario, transformó la francofilia en un amor incondicional a Francia. Francia quedó convertida para Azaña, a partir de entonces, en un modelo político y vital a la vez. Político, porque Francia representaba una democracia en cierto modo ideal, la representación palpitante y actual de esa revolución que los liberales españoles no habían sabido hacer y que en el imaginario progresista español quedó para siempre por cumplir. Vital, porque Francia ofrecía, a un Azaña de sentimentalidad retraída y agobiada, un campo abierto a la expansión. París fue para él, como para otros muchos españoles, la ciudad más libre del mundo.

Francia venía a encarnar una peculiar combinación de libertad individual y orden ciudadano. Azaña exploró esta combinación durante su estancia en París de entre 1911 y 1912, cuando frecuentó, como tantos de sus compatriotas más o menos jóvenes, amores mercenarios disfrazados de otra cosa por la vanidad masculina. En cuanto a la política, Azaña se convirtió en estos años a la ideología republicana que sería a partir de ahí la base de su trayectoria política. El entusiasmo que demostró en los artículos, no demasiado abundantes, que envió desde París a un periódico madrileño, La Correspondencia de España, se intensificó aún más, hasta llegar al fervor incondicional, con la Gran Guerra. Azaña, como buen burgués progresista, fue entonces aliadófilo de cabeza y francés de corazón.

Y es que la Gran Guerra y la actitud del pueblo francés ante la invasión alemana resolvían para Azaña un enigma que era algo más que simplemente político. ¿Cómo compatibilizar la disciplina necesaria para la guerra con la libertad propia de una ciudadanía en democracia? La respuesta venía de la mano de la República Francesa, que había conseguido el raro equilibrio de aunar libertad, disciplina y capacidad de sacrificio. Para explicar este milagro, Azaña quiso escribir tres estudios sobre la política francesa. Uno iría dedicado a la política militar, otro a la fiscal y un tercero a la implantación del sufragio universal. Se quedó en el primero. En sus Estudios de política francesa. La política militar, Azaña estudia cómo la Tercera República ha logrado conformar un ejército eficaz y popular a la vez: un ejército que constituye el ejemplo más perfecto de nación en armas gracias al servicio militar obligatorio que actualiza el pacto social, muy rousseauniano, en el que se funda la república. Los franceses aceptan el sacrificio de su libertad, e incluso, llegado el momento, y si es necesario, el de su vida. A cambio, reciben del Estado republicano la seguridad de la libertad, libertad política y libertad vital.

Excepto La Biblia en España, de la que hablaré más adelante, todas las traducciones que Azaña realiza en estos años son de textos franceses. De ellas, dos, o tres (si se le suma Waterloo de Erckmann y Chatrian publicada póstumamente y que probablemente fue traducida en estos años), son de tema militar. Es lógico, si se piensa que la Gran Guerra acaba de terminar con el triunfo de los aliados: ahí hay un filón editorial que explotar. Pero también responde al interés del propio Azaña, que ha publicado hace poco sus estudios de política militar francesa.

Azaña traduce las dos novelas de Erckmann y Chatrian por encargo de la editorial Calpe. Émile Erckmann (1822-1899) y Alexandre Chatrian (18261890) son uno de los ejemplos de colaboración más constante y mejor organizada de toda la historia de la literatura. Novelistas y dramaturgos de gran éxito popular, muy fecundos, entre sus obras más conocidas están L’ami Fritz, novela inspirada de una leyenda popular alsaciana adaptada por Mascagni en su ópera L’amico Fritz, y las dos novelas traducidas por Azaña, que relatan los recuerdos de un soldado, José Bertha, aprendiz de relojero en un pueblo alsaciano, prometido con la ingenua Catalina, pero forzado a alistarse en el ejército napoleónico y participar a su pesar en las grandes batallas y las carnicerías inútiles de los últimos años del Imperio. Son dos episodios nacionales franceses, que mezclan una ficción tenue y sencilla con acontecimientos históricos reales y personajes históricos conocidos de todos los lectores, sin que falte a la cita el propio Napoleón, siempre en su papel de Emperador.

Erckmann y Chatrian cultivaban un patriotismo popular, muy enraizado en el apego a su tierra alsaciana, pero de difícil clasificación política. Durante el Segundo Imperio, los bonapartistas aceptaron mal el tono crítico que los dos socios escritores emplearon para recordar al Emperador y sus grandes proyectos militares. Después, cuando llegó la Tercera República, se les reprochó un supuesto antimilitarismo que minaba la lealtad debida al Estado y al nuevo ejército que debía surgir de la catástrofe de Sedán. Era injusto. A Azaña le interesó ese fondo popular, al mismo tiempo leal e incluso entusiasmado con las grandes representaciones de la patria y la energía francesas (el Empereur, el Ejército o los símbolos de la nación democrática), pero también desconfiado ante la manipulación y el abuso que los poderosos cometen siempre sobre los débiles y los indefensos: el pueblo francés del que el protagonista, José Bertha, es el representante ideal.

Ahí, en José Bertha, encontró Azaña ese tipo eterno creado por la disciplina y la libertad francesa: el individuo que acepta el sacrificio pero salvaguarda siempre su independencia de espíritu. Azaña retrató él mismo ese tipo ideal en algunos artículos para El Fígaro, escritos cuando visitó Francia nada más acabada la guerra, poco antes de emprender la traducción de las dos novelas de Erckmann y Chatrian. Uno de estos artículos, titulado “Los conquistadores de Metz” relata su encuentro con unos poilus (soldados rasos) que invaden, por invitación del propio Azaña, el compartimento de tren en el que éste viaja. Para describir la actitud independiente y al tiempo leal de los mozos, Azaña recurre a un lenguaje castizo, de fuerte sabor clásico y ligero perfume campesino, el mismo que utilizó luego cuando describió, en sus novelas El jardín de los frailes y en Fresdeval, los tipos de su ciudad natal, Alcalá de Henares, o los pertenecientes a una España eterna ajena a la historia oficial y superviviente en el arte -en particular en Cervantes- y en las formas más concretas de la vida rural:

“Aún llega un mocetón más, pelirrojo, de rostro huraño, que se apodera de un rincón, se cubre los ojos con la gorra de cuartel y al instante ronca de modo bárbaro. Los otros dos, que hablaban mucho, se dispusieron a cenar. El herido requirió la cantimplora, llenó de vino hasta los bordes una cazoleta de metal, y se la ofreció a su compañero, que la apuró sin decir ‘Jesús’; después que bebieron, el tirador declaró en tono sentencioso:

-¡Esto es mejor que el agua!

-Y mejor que el vino -repuso el otro-, porque es vino y agua”.[2]

Las novelas de Erckmann y Chatrian requerían un estilo más apagado, más neutro y más clásico, un poco galdosiano. Azaña demuestra así su pulcritud profesional, no intentará traer esta prosa un poco decimonónica a su terreno y refrena cualquier posible tendencia a resucitar el lenguaje popular que conoció directamente en su infancia y en su juventud, cuando sus correrías de señorito y cazador por los alrededores de Alcalá de Henares. Intentará aplicarlo, en cambio, en otra de las novelas de tema militar que traduce en estos años, la titulada Gaspar, escrita por René Benjamin, premio Goncourt 1915. De nuevo se trata, más que de una novela en sentido estricto, del retrato de un tipo característico sobre fondo de acontecimientos históricos.

Gaspar, el protagonista, es un soldado raso movilizado en 1914, y la más exacta representación del espíritu francés: independiente, bromista, burlón, temerario y con un corazón de oro. Es la encarnación misma de la Francia eterna y popular que en la mitología que Azaña cultiva en estos años (y que en el fondo cultivó siempre), acudió sin dobleces ni segundas intenciones cuando, con la movilización general de 1914, la patria en peligro llamó a sus hijos:

“[Gaspar] Era el amor propio del país, a veces fanfarrón, más a menudo expeditivo, nunca abatido, rebrincando siempre, jovial en la batalla, aletazo en la victoria.”[3]

Pero el personaje, a diferencia de los soldados del tren, no es de origen campesino. Es parisino, de la rue de la Gaité:

“Al nombrada veía la calle de la Gaité, detrás de la estación de Montparnasse, con sus bares, sus music-halls, sus casas de comida. En ella se habla, se divierte y se alimenta todo el barrio. Más bulliciosa que la calle de Belleville, huele a patatas fritas, como la calle de Montorgueil. Por la noche, se ciega de luces y se aturde en los fonógrafos.”[4]

Gaspar es la encarnación de este espíritu parisino, sentimental y un poco golfo. Pero por mucho que Azaña, al traducir estas frases, pudiera evocar su propia estancia en París, entre 1911 y 1912, este modo de ser, tan conscientemente urbano, casa mal con sus preferencias. A Azaña, siempre incómodo en sociedad, le tira lo rural: un mundo que conoce y en el que le conocen, con categorías sociales fijas y papeles asignados de antemano. Tal vez por eso, a la hora de traducir los numerosos diálogos de Gaspar, que se quiere la destilación de la quintaesencia del pueblo parisino, no se encuentra del todo a gusto. Unas veces intenta trasladar el muy francés “Je m’en fous” (“Me da igual”) por “Me futro”[5], o recurre a giros populares españoles para traducir otros franceses (“¡Y qué jeringao oficio tiene Gaspar!”)[6], mientras que otras incorpora la expresión francesa (“hosteau” por “hospital”)[7], no siempre fácil de entender para un lector español.

Estos deslices no son demasiado abundantes, aunque pesan en la lectura de la novela. Azaña recupera el pulso cuando el texto se encarama a un tono más grandilocuente, como cuando se expresa del siguiente modo el entusiasmo patriótico:

“Los que no han servido, los que no han atravesado, mochila a cuestas, una ciudad, desconocen una de las sensaciones más fuertes que puede tener el hombre: la de no ser en la máquina social más que una ruedecilla, muy subalterna. Pero es una servidumbre que enorgullece, porque exalta en cada individuo un valor nacional.”[8]

o cuando una frase, como esta que cierra la novela, sintetiza el heroísmo objetivado en monumentos e instituciones:

“[Gaspar, al que ha habido que amputar una pierna] Erguida la cabeza, parecía dialogar altivamente con la cúpula gloriosa de los Inválidos.”[9]

Además de estas tres novelas, muy relacionadas con la circunstancia de aquellos años y con sus propios intereses, Azaña se ocupará de la traducción de una novela histórica del poeta romántico Alfred de Vigny (17971863), Cinq Mars, que relata, al modo de Alejandro Dumas, una conspiración contra el cardenal Richelieu en tiempos de Luis XIII. En este caso, quien simboliza la rebeldía esencial que caracteriza a Francia no es un hombre del pueblo, sino el vástago joven y apuesto de un linaje aristocrático, que no se plegará ante el despotismo impersonal, cruel y arbitrario impuesto por el ministro del rey. También mezcla episodios y personajes ficticios e históricos, y tal vez tuvo para Azaña el aliciente de desarrollarse, en gran parte, en el Rosellón, durante la guerra de Cataluña de mediados del siglo XVII. La pluma de Azaña se pega aquí sin problemas a la prosa un poco retórica y grandilocuente, pero muy eficaz, de Vigny, autor de una obra célebre, ya traducida al español en su tiempo, titulada Servitude et grandeur militaire (1863).

Más rápido y vivo, aunque no carente de un cierto amaneramiento sentencioso, es el estilo que caracteriza las memorias que Mme de Staël (1766-1817) escribió recordando las difíciles relaciones que mantuvo con Napoleón, así como su accidentado viaje hasta Inglaterra cuando salió huyendo de su residencia de Coppet, en Suiza, tras el asedio de la policía napoleónica. En su huida, Mme de Staël pasó por Austria y Rusia y cuando Azaña escriba más tarde su biografía de Juan Valera, y en particular el capítulo dedicado a la estancia de éste en San Petersburgo, acompañando al duque de Osuna, sin duda recordará las magníficas páginas que Mme de Staël dedicó a las ciudades, a las costumbres y a la vida de Rusia en sus Diez años de destierro.

Con su trabajo, Azaña quiere, además de traducir, ejercer de editor, e incorpora al texto, en forma de notas, algunos apuntes sacados de testimonios de la época que complementan el punto de vista expuesto por Mme de Staël. Sin duda alguna es de su mano el breve prefacio, que informa al lector de las circunstancias de redacción de la obra. Azaña también esboza un retrato moral de Mme de Staël que explica la atracción que pudo llegar a sentir por esta escritora mundana, inteligente y temeraria, que decía de ella misma que “el placer de conversar, y de conversar en París, siempre ha sido para mí, lo confieso, el más sabroso de todo”[10]:

“Amar, ser amada, mezclarse en todos los grandes sucesos de su tiempo y, en cierto modo, dirigidos; pedir a la vida cebo suficiente para acallar su turbulenta imaginación; reducir a escrito las brillantes haces de ideas que su inteligencia levantaba al herir la realidad: tales fueron sus esperanzas, frustradas en gran parte.”[11]

Hay en estas frases el apunte velado de una confesión. La clave lo proporciona el comentario final, que pinta un estado de ánimo mucho más propio de Azaña que de Mme de Staël, que siempre apuró la vida hasta la última gota. Más significativo aún, desde el punto de vista de ese género confesional que Azaña gustó de practicar durante toda su vida, es otra de sus traducciones de esta época, la de una novela de Eugène Monfort titulada La Niña Bonita o el amor a los cuarenta años. Es una estampa costumbrista de la Marsella de antes de la guerra, que vuelve a pintar con colores brillantes y favorecedores la Francia de principios de siglo, la que Azaña conoció y con la que soñaría una y otra vez.

Todas las traducciones de las que hemos hablado hasta aquí fueron hechas por Azaña para editoriales comerciales, como encargos profesionales. Como ya hemos dicho, es indudable que Azaña podía elegir, por lo menos hasta cierto punto, las obras que traducía. Aun así la decisión última correspondía a la casa editorial. Con La Niña Bonita el caso es un poco distinto, porque el editor es el propio Azaña, y la casa editorial en la que publica es la Editorial La Pluma, fundada por él mismo junto con su amigo Cipriano de Rivas Cherif, al tiempo de sacar la revista literaria de idéntico título, entre 1920 y 1921.

La traducción de La Niña Bonita responde por tanto a un proyecto completamente personal, o en todo caso compartido con Cipriano de Rivas Cherif. El primer engarce de la obra, una estampa costumbrista de escasa entidad estética, con los intereses del propio Azaña es este del retrato de una Francia ideal. Otro punto de contacto es el retrato de uno de los protagonistas, llamado Garcin. Garcin, como el propio Azaña cuando traduce la obra, tiene cuarenta años. Y Garcin no vive su edad con demasiada soltura:

“¡Cuarenta años! ¡Tenía cuarenta años! Y la edad escrita por doquier en su persona, en la hinchazón del semblante, en la pesadez del cuerpo. ¡Cuarenta años…! Y un corazón que no había envejecido: siempre joven y tierno, sediento aún de dulzuras, como a los veinticinco.”[12]

A partir de 1915, los diarios que Azaña viene escribiendo desde su primera estancia en París en 1911 informan de la misma sensación de frustración: soledad, sensación de pérdida de tiempo, incapacidad para encauzar una vida que parece írsele a Azaña por entre las manos, una vida inútil, vacía, sin rumbo y sin amor. Hay también un problema de apariencia física, y es que Garcin, como el propio Azaña, es un hombre corpulento, cuando “sólo la delgadez es interesante.”[13] Más adelante, en particular en una obra de teatro titulada La Corona, aparecerá otro motivo, el de la máscara, que en la novela de Monfort aparece relacionada con la edad del personaje de Garcin:

“Esclavo de esa máscara [la de la edad], que le vedaba la ambición grande y el orgullo, miraba sin arrogancia a Diana, eliminándose espontáneamente del combate empeñado de continuo entre hombre y mujer.”[14]

La descripción de este “combate empeñado de continuo entre hombre y mujeres, que es como Monfort se refiere a las relaciones amorosas, ocupa buena parte de las páginas de la novela. Marsella, ciudad portuaria por excelencia, es un escenario propicio al extravío sentimental y a los desbordamientos pasionales. Garcin, a sus cuarenta años, conoce a un poeta, Guy Joli, que sabe cosas que él, Garcin, desconoce. Así es como Guy Joli le lleva a un bar donde se celebra una orgía entre expresionista y sicalíptica:

“Una mujer desnuda, tirada en una mesa, lanzaba menudos gritos porque un marino la cosquilleaba con el bigote al besarla en el vientre.”[15]

Ahora bien, el escenario es lo de menos. Guy Joli es un hombre joven, mucho más joven que Garcin, un “tipo a lo Rafael Sanzio”, de “purísima sonrisa”, simpático, bohemio y locuaz, con un encanto y una labia capaces de abrirle todas las puertas. A Garcin le cae bien nada más conocerle. Garcin “hallábase a su lado menos solo, menos infeliz”.[16] No hace falta tener mucha imaginación para comprender que Azaña vio en estos dos personajes un trasunto verosímil de su amistad con Cipriano de Rivas Cherif. más joven que él, con el que se fue a vivir a Paris en 1919 y con el que fundó la revista y la editorial La Pluma algún tiempo después. Para evitar cualquier malentendido, conviene añadir de inmediato que Garcin se enamora de Diana, la protagonista femenina, aunque a fin de completar el apunte también hay que decir que Diana se siente atraída por Guy Joli y que éste, que rechaza todos los avances de la mujer, la lleva a uno de los peores tugurios de Marsella. Allí, al son de la música:

“Se alzaron los hombres (…) y se pusieron a bailar. Hubo varias parejas de hombres. En una, sobre todo, ambos eran graciosos y fuertes, de cuello desnudo y gorra, delgados y estirados. Pegados el uno al otro, cadenciosos los movimientos, de perfecto acuerdo, las alas de aquella música atroz los arrebataban juntos, como si una sola voluntad, un corazón solo hubiera movido sus dos cuerpos.”[17]

Teniendo en cuenta la índole del proyecto editorial y la total libertad con la que Azaña y Cipriano de Rivas Cherif seleccionaban los textos que publicaban en lo que era su revista y su editorial, cabe preguntarse si no estamos ante una de las escasísimas confesiones que Azaña se permite acerca de un asunto, como es el de la homosexualidad, que aparece en su obra más de lo que él mismo habría estado dispuesto a aceptar. Hablar por boca de otro proporciona a veces una libertad insospechada.

Otra traducción de estos mismos años, pero ahora hecha como un encargo profesional para la Editorial Calpe, vuelve al mismo asunto. Son las Memorias de Voltaire, un texto escrito tras la ruptura de su autor con el rey Federico de Prusia. Constituyen un libelo escandaloso sobre la vida amorosa de Federico el Grande y pretenden difundir y apuntalar el rumor de la homosexualidad del rey. Voltaire no ahorra munición alguna, desde la insinuación general hasta la descripción envenenada de algunas costumbres de su antiguo amigo.[18] Azaña, que en algún momento parece recordar la cadencia clásica de la traducción de Cándido hecha por Moratín,[19] disciplina su prosa y la pone al servicio de la inteligencia flexible e implacable de Voltaire. El texto cuenta además con una breve introducción que sin duda alguna es de la mano de Azaña, un Azaña influido por Voltaire y sus frases secas y precisas: “Federico era autoritario y burlón. Voltaire, vanidoso y enredador, se comprometió en intrigas poco nobles, que enojaron al rey. Perdida la mutua estimación personal, Federico y Voltaire acabaron por no poderse aguantar.”[20]

De estos mismos años datan otras traducciones de Azaña que quedaron inéditas. Una la hizo en colaboración con Cipriano de Rivas Cherif, y es la de las Mémoires de Julie de Lespisnasse (1732-1776). Mlle de Lespisnasse hizo de su “salon philosophe” de la rue de Saint-Dominique, en París, uno de los altos lugares de la Ilustración francesa. También fue amante del español José de Pignatelli, marqués de Mora. El manuscrito autógrafo, en el que participaron Azaña y Rivas Cherif, se conserva en la Fundación Santillana. También tradujo Azaña por esos años un texto narrativo de Jean Giraudoux, Simón el Patético, una suerte de largo monólogo confesional de un personaje algo abstracto, que le inspiró en parte el formato de Viaje de Hipólito, un relato escrito en 1929 en forma de monólogo interior de un personaje masculino.[21] Algunos años después tradujo una obra de teatro de Prosper Mérimée (1803-1870), La Carroza del Santísimo, de tema hispanoamericano.[22] La obra, en su versión española, fue estrenada en Buenos Aires en 1929, en el teatro Maipo, por la compañía teatral de la actriz Irene López de Heredia, con la que entonces colaboraba Cipriano de Rivas Cherif. Esta traducción ha quedado inédita.

Uno de los hilos más evidentes de la labor de Azaña como traductor es su interés por los textos autobiográficos. No es de extrañar, porque él mismo practicaba el género en los diarios que venía escribiendo intermitentemente desde 1911. A partir de 1921, con las traducciones de los textos memorialísticos de Mme de Staël, Mlle de Lespinasse y Voltaire, la dedicación sería cada vez más intensa, hasta llegar a la redacción de las llamadas Memorias políticas y de guerra durante sus años de gobierno, en la década de los años treinta. Pues bien, queda por reseñar la traducción más conocida de Azaña, hecha en estos mismos años, y que puso a disposición del público de habla española un nuevo texto de índole autobiográfica, los recuerdos que George Borrow (1803-1881) escribió de su accidentada estancia en la España liberal de la Reina Gobernadora María Cristina de Borbón. La Biblia en España, que tal es el título de esta obra, relata las peripecias de Borrow, enviado a España por la Sociedad Bíblica Británica para difundir aquí la traducción sin notas de las Sagradas Escrituras en la venerable traducción de Casiodoro de Reina y Cipriano de Valera y, con ello, evangelizar un país extraviado en el papismo.

Es ésta la primera traducción del inglés de Azaña, que lo había aprendido con ocasión de sus oposiciones a Auxiliar de la Dirección del Registro del Notariado en 1919, cuando le exigieron dos idiomas para ingresar en la función pública. La traducción de La Biblia en España fue un encargo de Alberto Jiménez Fraud, encargado por Francisco Giner de los Ríos de la dirección de la Residencia de Estudiantes y promotor desde este puesto de una serie de publicaciones. La obra de Borrow responde bien al espíritu sectario y misionero de la Institución Libre de Enseñanza y de Giner, su fundador, que se identificarían fácilmente con el designio de Borrow, empeñado en evangelizar al país que él mismo y los institucionistas consideraban descreído, cuando no francamente idólatra. Azaña, que dijo algunos años más tarde en un discurso famoso que “España ha dejado de ser católica”, no compartía exactamente este punto de vista.

Azaña había escrito que en los cursos de doctorado de Giner en la Universidad de Madrid había descubierto una fuente de saber como hasta ahí no se le había revelado nunca. A pesar de esta admiración, no logró penetrar en el círculo muy cerrado y escogido de la Institución. Castillejo, gran cacique -como le llamaba Giner- de la Junta para la Ampliación de Estudios, había sido compañero de Azaña en la Universidad de los agustinos en El Escorial a finales del siglo XIX. Aunque le proporcionó la beca para ir a ampliar estudios a París, en 1911, no se fiaba de él y no le renovó la beca, tal como Azaña había solicitado. El encargo de Alberto Jiménez Fraud debió significar para Azaña una forma de estrechar relaciones con un grupo del que, a pesar del buen recuerdo que decía guardar de Giner, le separaban más cosas de las que le unían.

La obra de George Borrow tiene además la ventaja de tratar un asunto que a Azaña le gustaba: la visión que de España han tenido los extranjeros, y más en particular los escritores del siglo XIX. Con La Biblia en España, Borrow compuso un fresco cervantino. Evitó toda retórica, cualquier ampulosidad expresiva, y demostró una especial sensibilidad para los paisajes y los tipos populares. En el prólogo que escribió para la edición española, Azaña apunta que a don Jorge, o don Jorgito, como le llamaban sus amigos gitanos, le interesa sobre todo el pueblo español. En otras palabras, le interesó “lo que quedaba de España”, porque sólo en el pueblo “genuino, vivo y parlante” se podía encontrar todavía el rastro de la España auténtica, esa España virgen, que no cambia nunca, ajena a la historia y a la modernidad.[23]

Borrow, tan práctico como alucinado, compone un tipo quijotesco que le da pie a Azaña para traerse el texto a su terreno. Así como en Voltaire se había esforzado por atenerse a una disciplina clasicista, en la traducción de Borrow vuelca todo su querencia por la tradición casticista, una tradición recreada por los románticos extranjeros, redescubierta luego por la generación del 98 y reactualizada por la generación de Azaña como el sujeto ideal del cambio político que intentarían imponer en la España de los años treinta. El resultado del experimento después de 1936, cuando la experiencia republicana se hundió en la guerra civil, da la medida de la irrealidad del punto de partida. Azaña, en sus invocaciones republicanas a los españoles, apelará al mismo pueblo eterno que pinta George Borrow, y que no es, claro está, más que una invención literaria. Invención excelente de por sí, fuera de cualquier intento de traslación a la práctica política, como demuestra la belleza de la prosa de Azaña, que alcanza en esta traducción una de sus cumbres expresivas, saturada como está de evocaciones castizas y llena de recuerdos concretos. Azaña infunde así nueva vida, propiamente española, a la peripecia de Borrow, un escritor enamorado de lo español y que tan bien supo recrear su patria de elección desde su Inglaterra natal, al tiempo que revivía los mejores años de su vida, pasados entre arrieros, toreros y gitanos.

Segunda etapa: 1929-1930

La traducción de La Biblia en España cierra la primera etapa de la obra de Azaña traductor. Con ella se cierra también la fase más experimental, podría decirse, aquella en la que Azaña todavía se busca en los textos que traduce y los incorpora a su propia trayectoria intelectual y sentimental. El conjunto de las traducciones realizadas en 1929 resultan más impersonales, más profesionales. Tras su boda con Dolores de Rivas Cherif, Azaña quería ganar algo de dinero extra y parece dispuesto a realizar las traducciones que sean necesarias. Más o menos, una cada tres meses. Ha publicado El jardín de los frailes, un “succès d’estime” entre lo más granado de la intelectualidad madrileña que no esperaba un libro tan lírico y poético, y le han dado el Premio Nacional por su biografía de Juan Valera. Políticamente, todavía no ha llegado la hora de las grandes conspiraciones previas a la sublevación de Jaca, en diciembre de 1930. Los editores amigos le echan una mano: la familia Ruiz Castillo desde Biblioteca Nueva; Diego Hidalgo, el notario filosoviético y republicano, desde su Editorial Cénit, que publicó numerosos textos marxistas, y la Editorial España, fundada a partir de la revista de igual título que Azaña dirigió a principios de los años veinte, después haberlo hecho Luis Araquistain y Ortega.

Claro que Azaña sigue fiel a sus antiguas aficiones. Así es como se encarga de la traducción de las Confesiones de Clemenceau, un volumen de entrevistas con el presidente del Gobierno de la Francia en guerra, a cargo de su secretario Jean Martet. A estas alturas, Azaña no repite ya lo que hizo con sus artículos sobre Francia de 1911 y 1912 Y con algunos de los capítulos de los Estudios de política francesa. Ya no necesita analizar las primeras figuras públicas francesas para crearse un modelo de comportamiento político y moral. Azaña ya lo tiene elaborado e interiorizado. Aun así, Azaña seguirá aprendiendo. Cuando gobierne la Segunda República española y diga que él no tiene amigos, sin duda recordará una frase de Clemenceau recogida por Jean Martet y que él mismo tradujo como: “En política, el estorbo son los amigos.”[24] En el fondo, aunque Azaña revisó críticamente la política de Clemenceau después de la Guerra, sigue prendado de ese tipo de político radical, personalista, con ribetes de artista, escritor y connoisseur, más aficionado a hablar de la pintura de Monet que de sus compañeros de gabinete.

Probablemente en estos años, y como una continuación de La Biblia en España, Azaña traduce Los Zincali, la obra sobre los gitanos españoles que Borrow escribió antes de su obra más conocida. La traducción no sería publicada hasta 1932, en una selecta editorial segoviana. Es difícil rastrear el interés que podían tener para Azaña los otros tres libros que tradujo este año. La Esfera y la Cruz, del católico y humorista Chesterton, es una hermosa fábula sobre la fe y el escepticismo, que Azaña tradujo con extraordinaria brillantez, como si disfrutara en la recreación del texto. Menos apasionamiento puso en la pulcra traducción de Vieja y nueva moral sexual. En este ensayo Bertrand Russell, en el polo opuesto a Chesterton, intenta elaborar una nueva ética destinada a organizar racionalmente el comportamiento amoroso de los seres humanos. Tal vez resulte un poco paradójico, pero si hubiera que decir de quién -entre Russell y Chesterton- está más cerca Azaña, resulta verosímil inclinarse por el conservador Chesterton y no por el avanzado y voluntarista Bertrand Russell.

La traducción más alejada de los intereses de Azaña es la de la Antología Negra, obra del poeta francés Blaise Cendrars, que recoge una serie de textos legendarios y mítico s procedentes de algunos pueblos del África central. Azaña, que jamás tuvo la menor curiosidad por algo que fuera ajeno a la tradición occidental, se ve ahora obligado, para ganar algo de dinero, a poner en castellano leyendas animistas como la titulada “Nuahungukuri”, que empieza del siguiente modo y hace el número 56 de la completa Antología:

“¡Toto-hi! ¡Toto-hi! ¡Ay, madre mía!

Nuahungukuri ha embrujado el cielo.

Ya lo has visto, cielo. Pájaro, ya lo has visto.

Ha muerto a su mujer, y despedazado su carne, ¡oh cielo!

Dice que es carne de alce

Ya lo has visto, cielo. Pájaro, ya lo has visto.”[25]

Evidentemente, no es ésta la clase de literatura que inspiraba a Azaña. A las leyendas populares africanas no les podía aplicar su reinvención de lo popular español, un producto, en el fondo, de elaboradísima sofisticación intelectual.

 

BIBLIOGRAFÍA

Traducciones de Manuel Azaña (por orden cronológico: se señalan sólo las primeras ediciones)

-VIGNY, ALFRED DE: Cinq-Mars o una conjuración en el reinado de Luis XIII. Madrid, Biblioteca de El Sol, 1918,2 vols.

-STAEL, MME DE (NECKER DE STAEL-HOLSTEIN, ANNE LOUISE GERMAINE): Diez años de destierro. Memorias. Madrid, Calpe, 1919.

-VOLTAIRE: Memorias de su vida, escritas por él mismo. Madrid, Calpe, 1920.

-ERCKMAN, ÉMILE, y CHATRIAN, ALEXANDRE: Historia de un quinto de 1813. Madrid, Calpe, 1920.

-BORROW, GEORGE: La Biblia en España o viajes, aventuras y prisiones de un inglés en su intento de difundir las Escrituras por la Península. Madrid, Jiménez Fraud editor: Colección Granada, 1921, 3 vols. 

-BENJAMIN, RENÉ: Los soldados de la guerra. Gaspar. Madrid, Calpe, 1921.

-MONFORT, EUGENE: La Niña Bonita o el amor a los cuarenta años. Madrid, Ediciones La Pluma, 1922.

-CENDRARS, BLAISE: Antología Negra. Madrid, Editorial Cenit, 1930.

-CHESTERTON, G. K.: La Esfera y la Cruz. Madrid, Biblioteca Nueva, 1930.

-RUSSELL, BERTRAND: Vieja y nueva moral sexual. Madrid, Editorial España, 1930.

-BORROW, GEORGE: Los Zincali (Los gitanos de España). Segovia, Ediciones La Nave, 1932.

-ERCKMAN, ÉMILE, Y CHATRIAN, ALEXANDRE: Waterloo. Buenos Aires, Espasa-Calpe, Col. Austral. 1950.

-GIRAUDOUX, JEAN: Simon el Patético. Buenos Aires, Espasa-Calpe, Col. Austral. 1966.

Sobre las traducciones de Azaña

-RIVAS, ENRIOUE DE: “Manuel Azaña, traductor”, Gaceta de la Traducción, n.0 [Boletín de APETI], Madrid, s. f.

 

[1] E. de Rivas, “Azaña traductor”, en Gaceta de la Traducción, n. 0, APETI, Madrid, s. f., p. 9.

[2] “Los conquistadores de Metz” (El Fígaro, 22 de noviembre de 1919), en Obras Completas, ed. de Juan Marichal, México, Oasis, 1966, t. 1, p. 188.

[3] R. Benjamin, Caspar. Madrid, Calpe, 1921, p. 15.

[4] Ibid., p. 31.

[5] Ibid., p. 42.

[6] Ibid., p. 13.

[7] “Era el pueblo de París, que entraba en el hosteau”, ibid., p. 150.

[8] Ibid., p. 31.

[9] Ibid., p. 285.

[10] Mme de Staël, Diez años de destierro, Madrid, Calpe, 1919, p. 23.

[11] Ibid., p. 6.

[12] E. Monfort, La Niña Bonita, Madrid, La Pluma, 1922, pp. 32-33.

[13] Ibid., p. 140. La Niña Bonita presenta un apunte inquietante sobre la apariencia física del protagonista: “Unos quince años antes [Garcin] había visto salir de la cama a un hombre de la misma edad, sobre poco más o menos, que él tenía ahora. Recordaba su impresión. ( … ) Aquel ser atamborado, en camisa, desgreñado, legañosos y abotargados los ojos, de piernas peludas…” (Ibid., p. 139)

[14] Ibid., p. 102. La protagonista de La Corona se llama Diana, como la de La Niña Bonita.

[15] Ibid., p. 51.

[16] Ibid., p. 50.

[17] Ibid., p. 193.

[18] “El príncipe no tenía vocación alguna para el bello sexo”, escribe Voltaire, después de haber descrito la estancia en la cárcel de su antiguo amigo: “Al cabo de seis meses, le dieron un soldado para su servicio. El soldado, joven, guapo, bien formado y que tocaba la flauta, sirvió de más de una manera para divertir al preso” (p. 15). Y luego, al hablar de las costumbres del rey: “Vestido y calzado Su Majestad, (…) concedía unos instantes a la secta de Epicuro; mandaba llamar a dos o tres favoritos, tenientes de su regimiento, o pajes, o cadetilllos. Tomaban café. Aquel a quien arrojaba el pañuelo, quedábase a solas con el rey medio cuarto de hora. Las cosas no llegaban nunca a los últimos extremos, ya que el príncipe, en vida de su padre, salió muy mal parado de sus amores pasajeros y no menos mal curado» (p. 38). La malevolencia de Voltaire le inspira una frase memorable, acerca de una bailarina: (El rey) “Estaba un poco enamorado de ella porque tenía piernas de hombre” (p. 47).

[19] “( … ) y como [el rey] era expeditivo en materia de justicia, la arrojó a puntapiés por una ventana abierta a ras del pavimento.” (Ibid., p. 15)

[20] Ibid., p. 20.

[21] Simón el Patético quedó inédita hasta 1966, en que la publicó Espasa-Calpe, heredera de los fondos de la Editorial Calpe, en la Colección Austral. La revista España, dirigida por entonces por el propio Manuel Azaña, había publicado un fragmento el 29 de marzo de 1924.

[22] Le carrosse du Saint-Sacrement está situada en el Perú de los virreyes coloniales. Dio pie a una adaptación que sería puesta en música por Offenbach (La Périchole) y más tarde a una adaptación cinematográfica a cargo del director francés Jean Renoir (Le carrosse d’or).

[23] “Jorge Borrow y La Biblia en España”, en Obras Completas, ed. cit., t. 1, p. 1084.

[24] J. Martet: Confesiones de Clemenceau, Madrid, Editorial España, 1930,

p. 65.

[25] B. Cendrars, Antología negra. Madrid, Biblioteca Cénit, 1930, p. 347.

José María Marco.