Dios salve a América

El vuelo de Madrid a Washington pasa cerca de Nueva York. Lo bastante cerca para tener una vista completa de la isla de Manhattan, el inmenso rectángulo verde de Central Park y, al sur, un bosque de torres y rascacielos, sin perfiles concretos. Esta vez, 16 de septiembre de 2001, en el aire transparente y dorado de la tarde de septiembre, se veían, inclinadas hacia el oeste, tierra adentro, dos gigantescas columnas de humo, un humo ligero y sutil. Era lo que quedaba del World Trade Center, de los edificios colindantes y el recuerdo material de los más de 6.000 seres humanos que la mañana del 11 de septiembre estaban allí trabajando, sacando adelante su vida, una familia, una ilusión o un proyecto. A más de uno en el avión los ojos se le leenaron de lágrimas.

 

Luego, en Washington, me cambiaron la habitación que tenía reservada en el hotel. El hotel se levanta en lo que se llama Pentagon City, cruzado el río Potomac. Es un bloque de dieciséis plantas, y las habitaciones se abren a un largo pasillo central. La razón del cambio, que no comprendí en el primer momento, es que las habitaciones del norte dan al edificio del Pentágono. Entré en una de ellas, que estaba sin cerrar, y pude ver la herida abierta en uno de los costados del Pentágono, como si una mano gigantesca hubiera partido el edificio. Noche y día, los equipos de demolición y rescate siguieron vaciando la montaña de escombros y metal fundido. Los iban transportando a un párking del otro lado de la autopista que bordea el Potomac, y allí iban quedando en fila, numerados para su análisis.

En Washington, la gente contaba con asombro e incredulidad la mañana del ataque, cuando por unas horas pensaron que podía pasar cualquier cosa, que podían volar la Casa Blanca o el Capitolio, que ellos mismos podían ser las víctimas del terrorismo en alguno de los monumentales atascos que se formaron de inmediato, mientras escuchaban por la radio las noticias del derrumbamiento de las Torres Gemelas en Nueva York y los rumores de más atentados. En la voz, en la expresión de la cara quedaba todavía algún rastro de miedo. Estaba claro que había ocurrido algo muy fuerte, algo que había cambiado para siempre la percepción que aquella gente tenia de sí mismos. Pero no era sólo una conciencia nueva de vulnerabilidad. También era miedo ante lo que pudiera pasar a partir de ahí. Quienes trabajaban para el Estado se preguntaban si el cambio de prioridades no les iba a dejar sin trabajo, lo que allí quiere decir en paro. Muchos calculaban qué consecuencias tendría en su vida el miedo, con la consiguiente recesión, suspensión de vuelos, desplazamientos, convenciones y hoteles vacíos. Ya ha habido 200.000 despidos desde la masacre del 11 de septiembre. Otros manifestaban una inquietud más profunda. Un taxista afroamericano que había visto caer sobre la ciudad el avión secuestrado, insistía en que él era cristiano, cristiano ortodoxo, y que en América había encontrado la dignidad y las oportunidades que Etiopía, su país de origen, devastado por la guerra y la corrupción de los dirigentes, no le había proporcionado.

Esta atmósfera de ansiedad se traducía, en otros ambientes de Washington, en dos preguntas obsesivas. La primera, acerca del mundo en el que los americanos quieren vivir dentro de quince o veinte años. La segunda, sobre la identidad de América. Los asesinatos del 11 de septiembre las había planteado con una crudeza nueva. Todos eran consciente que las decisiones que se tomaran en esos y en los próximos días iban a proporcionar a estas dos preguntas una respuesta decisiva y sin vuelta atrás. La dos están relacionadas. Empezaremos por la primera.

La tentación aislacionista, menos importante de lo que se suele decir, pero aun así siempre presente en la sociedad americana, se había descartado pronto. El ataque había herido demasiado profundamente la dignidad de la nación como para que el repliegue no fuera comprendido como un acto de cobardía, una rendición. Además, los americanos saben que la fuente de su prosperidad es la dimensión mundial de su economía y de su cultura. Si en la gente se notaba el rastro de un momento de pánico, pesadumbre y tristeza, también había determinación y coraje. Eso mismo podía haber llevado a una actuación rápida o en solitario, descartadas las alianzas políticas y militares, siempre farragosas y difíciles de gestionar. También esta tentación se descartó, y aunque subsisten, como no podía ser menos, las diferencias sobre el alcance y el ritmo de la respuesta y la ofensiva antiterrorista, América ha sido fiel al papel que ha asumido: liderar el mundo libre y civilizado. Más aún, en Washington se entendió muy pronto que el ataque del 11 de septiembre ofrecía una ocasión de oro para contribuir a que se decantaran por la libertad y la democracia países con fuertes tentaciones totalitarias o fundamentalistas, como Irán y Pakistán. Y es que el mundo en el que quiere vivir la inmensa mayoría de los americanos no es el mundo atrincherado y paranoico de una nueva guerra fría, esta vez con el Islam enfrente, sino un mundo donde los hombres, las ideas, las mercancías y el dinero circulen libremente y en paz.

Este deseo atañe al corazón mismo de la identidad americana. América no es una nación uniforme ni homogénea. El ataque del 11 de septiembre ha sido entendido allí como un ataque directo a la pluralidad y a la tolerancia. No sólo ha destruido un símbolo del capitalismo, que es la única base conocida para la libertad de los hombres. También tuvo un fortísimo matiz antisemita, porque los asesinos sabían la densidad de la población judía en el distrito financiero de Nueva York, y manifestaba además un odio y un resentimiento de una intensidad inconcebible hacia cualquier clase de cosmopolitismo, eso que hoy se llama globalización.

La respuesta de los americanos ha sido la movilización en torno a algunos de los grandes símbolos de la nación: el liderazgo ya indiscutido del Presidente, el himno nacional, las barras y las estrellas de la bandera. Es una respuesta emocional, claro está, porque apela a la lealtad y al orgullo y al sentido de la continuidad. También simboliza la fe en algunos valores básicos: la fe en Dios, es decir la convicción de que el ser humano es portador de una chispa de trascendencia y que no le es dado sustituir la omnipotencia divina; la libertad individual, que es un peso y una responsabilidad intransferible; el sentido del deber con respecto a la comunidad, que tiene el derecho a exigir los mayores sacrificios.

No son valores universales, y de hecho muchos europeos no los entienden, o los entienden mal. Pero siendo como son valores nacionales, es decir valores en torno a los cuales se ha forjado la nación americana, también son lo bastante fuertes y lo bastante simples como para integrar en una única sociedad una infinita variedad de creencias, costumbres y maneras de vivir. El ataque del 11 de septiembre no ha puesto a prueba la más que demostrada tolerancia de la sociedad americana. Lo que pone en entredicho es la capacidad de la religión musulmana y de la cultura islámica para respetar esos valores de dignidad, pluralidad y tolerancia. Era una incógnita sin despejar. Desde el 11 de septiembre, es una tarea inaplazable.

Las más de seis mil personas asesinadas el 11 de septiembre han trazado una línea imborrable. La negativa al aislamiento por parte de Estados Unidos, la contención, la voluntad de construir una alianza demuestran que todos estamos invitados a participar en la empresa. Pero no todos querrán hacer el sacrificio, por mucho en ello les vaya la libertad. Al comprobar estos días la madurez y la sofisticación del patriotismo americano, he caído en la tentación de pensar que si los españoles compartiéramos un poco de ese espíritu, el terrorismo vasco sería historia hace ya mucho tiempo… Pero muchos de mis compatriotas no parecen dispuestos a hacer los sacrificios necesarios. Y quienes podrían exponer razones y argumentos para inducirles a cambiar de opinión, al menos desde los medios de comunicación oficiales, los mismos que deberían apoyar la política antiterrorista del Gobierno español, no tienen interés en hacerlo. A la admiración por América que muchos hemos sentido siempre, hoy se suma la ansiedad por la suerte de una nación en cuyas manos estamos otra vez a punto de ceder nuestro destino. Dios salve a América.

El Mundo, septiembre 2001