El desdén enamorado. Azaña y la homosexualidad

La posible homosexualidad de Manuel Azaña fue un asunto muy traído y llevado ya en su tiempo, cuando sirvió para intentar desacreditarle. Desde entonces no ha dejado de estar presente en muchas de las aproximaciones al personaje, más o menos malintencionadas o críticas. Este texto, perteneciente a un capítulo de El fondo de la nada. Biografía de Manuel Azaña, intenta situarlo en el contexto de su obra y de su vida, tal y como la conocemos a través de testimonios contemporáneos y de sus propios escritos.[/dropcap]

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Con Apelación a la República, de 1924, Azaña cumple, por modo literal, el «regreso» del que hablaba en una carta a Melquíades Álvarez: retroceso a las posiciones previas a 1913, cuando se adscribió al reformismo; puesta en cuestión de la actitud, ya inservible, mantenida desde entonces, y revisión también, en primera persona, de la tradición liberal española, una tradición de la que Azaña es heredero y que ha intentado conjugar con el radicalismo ideológico. Por eso, Apelación a la República marca, en la vida de su autor, una ruptura parecida a la escenificada en El problema español: el drama íntimo, ahora renovado, exige la apertura de una nueva etapa crítica en la que otra vez la dimensión histórica y la política se engarzan en lo personal.

La imposibilidad de dar a conocer Apelación a la República debió de ser, por muy previsible que resultara dada la índole puramente individual del proyecto, un golpe fuerte para Azaña. En vez de ponerse a la cabeza, o al menos participar en la oposición antidictatorial, se encontraba aislado; y en vez de hallar un auditorio se topaba con un muro de silencio. Su predicción se estaba cumpliendo: el régimen instaurado por Primo de Rivera, en lugar de limitarse a un período transitorio, se disponía a durar sin que ninguna amenaza seria le estorbara. De forma muy propiamente española, el aparato político de la monarquía, instalado desde hacía casi cincuenta años, parecía haberse desvanecido, como si jamás hubiera existido. Articular una oposición no iba a ser tarea de un solo hombre ni de un discurso.

Azaña tiene que empezar de nuevo, casi desde cero, y lo hace en compañía de algunos de los integrantes del grupo salmantino que había desertado del reformismo en 1913, cuando Melquíades Álvarez se declaró dispuesto a colaborar con la monarquía. Colmo de ironías: las reuniones del nuevo grupo se desarrollaban ahora en la rebotica de la farmacia de José Giral, en la calle de Atocha, número 35. Cada vez que subía al laboratorio, Azaña debía de recordar las inocuas tertulias republicanas de Alcalá de Henares, celebradas en la botica del farmacéutico Monsó. Muchos años después de abandonar su pueblo natal, se encontraba en una situación similar a la de los conspiradores zorrillistas de su infancia: más o menos, a la espera de las campanas que anunciarían a la Niña. Una anotación tardía de las Memorias recuerda, por si todo esto fuera poco, una «feísima acción» con que algunos socios del Ateneo agraviaron al antiguo secretario. No se sabe en qué consistió ésta, pero contribuyó a su amargura en el que fue, según escribiría luego, el «año más triste de mi vida».

No empezó bien, desde luego. En enero de 1925, ya cumplido el fracaso de Apelación a la República, Cipriano de Rivas Cherif decide aceptar una oferta para salir de gira con la compañía de la actriz italiana Mimí Aguglia. Ejercerá de Press Agent, como él mismo dice: relaciones públicas, asesor y maestro de ceremonias, encargado de pronunciar unas palabras previas a cada representación. Así se va aproximando Rivas Cherif a lo que de verdad le interesa, que no es otra cosa que la hasta entonces inexistente figura de director de escena. Azaña, que se ha quedado en Madrid, sin dinero para ir al encuentro de Rivas Cherif en Sevilla, ve cómo su amigo, el único en merecer su confianza en el proyecto de impresión de los folletos, compañero de viajes, campañas electorales y empresas editoriales, se aleja de él en el momento en que más le necesita.

Rivas Cherif debió de dar por hecho que Azaña aprobaría, sin más, su participación en la gira, y poco antes de emprenderla se puso a planear un nuevo viaje, esta vez a América, sin consultarle nada. Azaña, pese a su antigua afición por el teatro, no aprobaba del todo la conducta de su amigo. Prudente, e incluso desconfiado como era, el mundo del teatro no le inspiraba gran entusiasmo. La distancia física corroboraba además un desvío anterior, vivido como la ruptura de lo que él llama «la comunidad que teníamos puesta desde hace ocho años», es decir, desde 1918, el año del viaje juntos por el norte de España. La unidad se ha roto -«¡Ir yo por Madrid sin el Cipri!»-, y con ella ha fracasado un proyecto personal de Azaña, uno más, «en cuanto ninguna de las cosas que hemos soñado y proyectado ha venido a cumplirse». Como todos los solitarios, debió de imaginar un punto de fácil comunicación en el que de la compenetración con otro ser humano surgiría, naturalmente, una acción común que acrecentaría la complicidad profunda, sin restricciones. Con el final de la ilusión se despedía también, con desconsuelo, de lo que quedaba de su juventud: justamente, el fervor que hacía posible aquella ensoñación. Que ya hubiera glosado el «declinar» de la vida diez años antes confirma, en el fondo, la sensación de fracaso. De amigo inseparable, Azaña se ve reducido al papel de «amigote un poco raro, gruñón y un poco jubilado»… al papel de «reina madre».[1]

Y es que Azaña, que no ha conseguido nada de lo que se proponía, no se resigna a aceptar la insensatez del deseo. Por dos veces se repite una situación similar. Primero, cuando vuelve a despedirse de Rivas Cherif, que ha pasado por Madrid procedente de Andalucía y en tránsito hacia Barcelona: no disimula el mal humor que le produce la nueva separación, ni siquiera para ahorrarle un disgusto al viajero. Después, cuando le llega la noticia de un duelo que su amigo ha mantenido con un portugués -capitán de caballería, por si fuera poco- por unas indiscretas apreciaciones de éste acerca de una actriz de la compañía. El episodio es muy propio de quien, como Rivas Cherif, adora los grandes gestos. Azaña, con la misma ingenuidad disfrazada de soberbia que siempre demostró en sus relaciones personales, se toma el asunto en serio. Más aún, se lo toma por la tremenda, imaginándose lo peor, hasta el punto de tener que disculparse, al día siguiente, con un conocido que soportó toda una noche, incrédulo y burlón, sus aprensiones y su arrebato de mal humor. «Sólo se ha ganado -le escribe a Rivas Cherif- que este amigo y otros, vislumbren lo mucho que yo lo soy tuyo; o mejor, la manera que tengo de serlo. Manera incómoda, en la que me parece que soy único.»[2]

Esa manera de amistad, expresada en el carteo que Azaña y Rivas Cherif mantienen desde enero hasta agosto de 1925, evoca el asunto de la posible homosexualidad del primero. Azaña aludirá más tarde a un «devaneo» mantenido aquel año, alegrándose entonces de que no fuera comprendido, por lo mucho que se habría arrepentido. No se sabe a qué se refiere Azaña, pero parece difícil calificar de «devaneo» la crisis sentimental de aquel año. El rumor de un Azaña homosexual, más tarde propalado interesadamente, se difundió en los círculos teatrales madrileños, tal vez propiciado por Benavente, a quien Azaña criticó por escrito, y por motivos políticos, con alguna violencia. Ya había corrido por el Ateneo, donde la actitud arisca del Coronel, como lo llamaban, le había ganado más de un enemigo. También está relacionado con algunas obras de Rivas Cherif -su novela Un camarada más y la comedia El sueño de la razón, estrenada en 1929- que tratan, en una línea muy de su tiempo, del deseo homosexual, un asunto que preocupaba a su autor.

El propio Azaña, en un artículo publicado con su firma en la revista España, había tocado indirectamente el tema al comentar el suicidio de un muchacho ahorcado en la celda de un colegio religioso donde sus padres le habían internado para reformarle de «una pasión inmoral, que minaba el decoro de la familia». «Prender por deudas era bárbaro -dejó allí escrito el futuro presidente de Gobierno-, prender por sentimientos es mayor barbarie. El Estado debería concluir con el penal clandestino; proteger a los jóvenes contra las torturas corporales, las vejaciones que sin derecho les imponen; amparar a los malos hijos contra la inasistencia moral que el suicidio de ese infeliz nos descubre.»’[3]

En una traducción, publicada en 1920, de la novela de Eugène Monfort La niña bonita o el amor a los cuarenta, pone en escena una situación que se parece (o a la que se parece) su propia relación con Cipriano de Rivas Cherif: la de un hombre que se siente mayor con otro más joven, que le descubre un mundo insospechado y nuevo, como los tugurios de Marsella donde las mujeres se exhiben desnudas y los hombres bailan entre ellos. (Ver J. M. Marco, “Manuel Azaña traductor”)

En Fresdeval, la novela que escribió en 1930, describió con precisión una escena de la que sin duda fue protagonista en su adolescencia, en Alcalá de Henares: «El más guapo compañero de Bruno [uno de los protagonistas de la novela] le confesaba una afición pegajosa y propósitos obscenos sobre su persona, que dichos en tono de chanza, delante de amigos, podían tomarse a broma pesada. Una tarde, solos Bruno y el amigo en la huerta, crecieron tan sofocantes las demostraciones, la risa que las acompañaba se heló tan de pronto en la faz ardorosa del mozo, que Bruno, súbitamente se desnudó y plantándosele delante le dijo en son de reto: “¿Qué quieres de mí? ¡Aquí me tienes! ¡Atrévete!” El amigo huyó. Bruno se bañó en el estanque.» Y sobre el heroico Bruno, Azaña añade: «Más que poseer, se daba.»[4]

En algunos de sus cuadernos, donde se mezclan la observación, la reflexión y los apuntes para alguna posible obra de ficción, se encuentra un personaje, Hipólito, un señorito adinerado, joven, atractivo y culto, bien situado en la sociedad madrileña, que no responde a la solicitud sentimental de un amigo que acaba por suicidarse ante el rechazo. En el personaje de Hipólito, que conduce buenos coches y lleva una brillante vida mundana, se trasluce una frustración de su creador, aquel funcionario un poco gruñón y un poco jubilado, desde que a los dieciocho años empezó a colaborar en Gente Vieja. Azaña, sin duda, pensó que esa era la vida que valía la pena vivir, y Cipriano debió de encarnar muy pronto ese deseo frustrado para siempre: de forma muy azañista, Cipriano le recordaba la frustración de lo que nunca existió, ni siquiera como proyecto, porque Azaña lo dio por imposible antes de hacer el menor gesto para conseguirlo.

Incapaz de arriesgarse, quiso encarnar una forma eterna de ser hombre: la brasa ardiendo para siempre en la ceniza de lo que no se había consumido. «Cipri» era al tiempo la representación del antiguo deseo y la posibilidad de resucitarlo o, mejor, sublimarlo, haciendo literatura. Tal vez no haya en esto homosexualidad, y mucho menos cumplida, sino tensión emocional alimentada en una amistad cuya intensidad depende, justamente, de la abstención. Una vez levantados los trucos y los obstáculos que Azaña interpone, casi como si fueran cebos, a la curiosidad ajena, queda poco por decir. Más equívoca todavía resulta, en cambio, la fascinación que Azaña ejerció sobre su amigo. Intentar adivinar, a partir de ahí, en virtud de qué herida secreta y siempre abierta, siempre sangrante, Azaña aceptó, como si fuera natural, el halago rendido y más de una vez impúdico de Cipriano, es volver a evocar la reflexión de Unamuno: ¿a qué no estaría dispuesto Azaña con tal de conseguir aunque fuera una chispa de cariño?

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Ilustración: (De izq. a der.) Carmen Ibáñez Gallardo, su marido Cipriano de Rivas Cherif, y Dolores de Rivas Cherif y Manuel Azaña, marido suyo.

Notas

[1] Carta a Rivas Cherif, Madrid, 5 de marzo de 1925, en Retrato de un desconocido, p. 597.

[2] Carta a Rivas Cherif, Madrid, 2 de julio de 1925, ibíd.. p. 625.

[3] «El jovencito ahorcado en el colegio», OC, I, p. 458.

[4] Fresdeval, ed. cit., pp. 47-48.