Tras la batalla del 14 F

Transcurridas las elecciones en la Comunidad Autónoma de Cataluña, quedan en pie todas las cuestiones que han llevado a su convocatoria. Lo primero que está en juego es, obviamente, un mínimo de estabilidad en la región, que llevaría a que la sociedad catalana pudiera volver, en algún momento de los próximos meses, a ocuparse de algo que no fuera sólo el proceso de independencia. Hay muchas cosas en juego. Cataluña puede proseguir su decadencia económica, o puede intentar recuperar un camino hacia la prosperidad. También puede profundizar su batasunización y seguir empeñada en convertirse en una de las regiones más inhóspitas, intolerantes y violentas del continente, o redescubrir que no es obligatorio vivir así, que se puede convivir con quienes no piensan como uno mismo y que nada justifica practicar la política de la exclusión, del insulto y de la fuerza, mucho menos elevarla a categoría de estrategia total. También puede asumir definitivamente su papel de instrumento del sabotaje a la Unión Europea y a las democracias occidentales a cargo de la Rusia de Putin, o bien volver a integrarse en un espacio de libertad y de respeto.

Todo eso dependerá, en primer lugar, de las opciones de los independentistas. Serán ellos los que tengan que optar por uno u otro camino, en función de la lectura que hagan del proceso de independencia y de sus consecuencias. O bien proseguirlo, con todas las consecuencias que eso acarreará para su región y para el resto de España (pero esto no les importa: más bien al revés). O bien frenarlo y ponerlo entre paréntesis durante unos años, lo que les permitirá proseguir con su empresa de nacionalización de Cataluña, brutalmente detenida con los sucesos de 2017. Se trata de continuar con la empresa de desgaste de las instituciones españolas, a costa de no ampliar el nacionalismo en Cataluña e intensificar el grado ya considerable de violencia, o bien de rectificar lo que fue un error de fondo, aplazar la independencia para dentro de unos cuantos años e intentar mientras tanto convencer a los escépticos con la causa nacionalista. Dado el estado de espíritu en el que se instala Cataluña siempre -repito bien, siempre- que le falta la base estabilizadora de fondo, que es España, resulta probable que los políticos catalanes escojan la continuación del alboroto y el enfrentamiento.

La función del Gobierno central podía ser, en este como en otros asuntos, sedante y clarificadora. Descartada la gran función de reconstrucción de un ideal nacional español, algo que siempre ha aborrecido, le queda algo más pedestre: su estabilidad en esta legislatura. Aquí hay dos flancos abiertos. Uno se sitúa en las opciones de los políticos independentistas, que pueden reforzar la línea de acción de Sánchez, consistente en desmantelar la nación española y levantar un “Estado compuesto” o plurinacional con la esperanza de que los secesionistas se avengan a integrarse en este esquema, y sin tener en cuenta, como si el procés no hubiera ocurrido, que lo utilizarán para proseguir la nacionalización de Cataluña. El otro esta en las filas de los socios podemitas. Ante la radicalización de estos, Sánchez puede intentar moderar su acción y su discurso o inclinarse más aún al peronismo. Si hace esto último, que no es de descartar, Sánchez culminará la podemización del PSOE e Iglesias habrá alcanzado su objetivo, que es dirigir la política española, sin dar la cara además y sin necesidad de ganar elecciones.

En el centro derecha, lo que se juega es algo mucho más serio que la hegemonía política. El año 2017 supuso aquí una revolución: el auge del constitucionalismo de Ciudadanos, la llegada de Vox y su propuesta nacional al primer plano -a pesar, o quizás también a causa, de la repulsa general-, y la crisis del PP, en la que continúa desde entonces. A la derecha española le costó décadas comprender que los nacionalistas no eran regionalistas disfrazados, sino independentistas, con todas las consecuencias. Ahora todavía le queda por aprender que ante el independentismo -y el nacionalismo- no basta con oponer un patriotismo  constitucional abstracto o un constitucionalismo de significado ambiguo, porque parece dar por bueno el modelo de Estado autonómico que nos ha traído hasta la situación actual. Queda un trabajo a largo plazo -tanto, que es posible que ya llegue tarde-, para construir opciones españolas nacionales que asuman de una vez que España, la nación española, es la única base posible para el pluralismo y la convivencia tolerante. Y que no hay democracia, menos aún democracia liberal, sin nación que la sustente. Vox tiene mucho que decir en este punto, y el PP, si quiere volver a ser algo más que un conjunto de fuerzas regionalistas, debería sentirse comprometido en una tarea que le corresponde de modo igualmente natural. La comedia de enredo protagonizada por Ciudadanos revela ahora su dimensión trágica. En cualquier caso, la derecha también habrá de tener claro que la izquierda no va a contribuir a esta tarea. Al contrario.

La Razón, 15-02-21