Orígenes del Teatro Real de Madrid (1). Isabel II y la ópera

[Este estudio sobre los inicios del Teatro Real, aquí publicado en tres partes forma parte de un trabajo que quedó inacabado y es el fruto de un intento de comprender el significado del Teatro Real en la historia de la cultura española. No tiene pretensiones académicas ni eruditas. Fue publicado en La Ilustración Liberal, nº 36, verano 2008.]

 

Una de las grandes pasiones de Isabel II fue la música. El 10 de octubre de 1849 cumplía diecinueve años. Ese mismo día, a las nueve de la noche, se levantaba el telón de un pequeño teatro recién construido en el Palacio de Oriente. Ante unos trescientos invitados, presididos por la Reina, sonaron los primeros compases de la obertura de una ópera nunca antes escuchada en España, obra de un joven músico español. Los invitados recibieron el libreto de la obra en una edición de lujo con el texto en italiano y en español, y al final de la representación hubo dulces y helados. La fiesta terminó a la una de la madrugada.[1]

 

La ópera que se representó aquel día se titulaba Ildegonda. La había compuesto Emilio Arrieta algunos años antes en Milán, donde estaba estudiando, y se había estrenado con éxito en la Scala. El teatro en el que se representó en Madrid había sido construido por orden de la Reina. Isabel II quiso tener un teatro propio para escuchar las obras que le gustaban. El teatro donde estas representaciones debían haber tenido lugar era el que estaba situado enfrente del Palacio, el antiguo Teatro de los Caños del Peral, ahora Teatro de Oriente. Pero las obras llevaban empantanadas mucho tiempo por las dificultades en la construcción y por las discusiones entre la Casa Real y el Gobierno sobre la financiación de las obras.

Así que por en diciembre de 1848 la Reina ordenó al intendente de palacio que se construyera un teatro dentro del recinto palaciego. La orden debía cumplirse “sin la más leve dilación ni excusa de ningún género, por plausible que parezca”.[2] El arquitecto de palacio, Narciso Pascual y Colomer, decidió levantarlo junto a la esquina suroeste del palacio, dando a la Plaza de la Armería. Allí estaba situado el archivo de palacio. Un sábado de primeros de enero de 1849, sin previo aviso, se presentaron los albañiles. A toda prisa, en parihuelas improvisadas, hubo que llevarse los legajos a otro sitio. Fueron a parar a las habitaciones del infante Francisco de Paula, el padre del Rey, y empezaron las obras de desmantelamiento de la librería labrada en tiempos de Fernando VII. Según cuenta con pesadumbre un honrado funcionario, los albañiles empezaron a darles de martillazos, hasta que se dieron cuenta que estaban atornilladas y se podían desmontar.[3]

En cuatro meses estuvo construido el teatro para la Reina. Se inauguró el 27 de abril con una función en la que se representó Caprichos de la fortuna, una comedia de un escritor y periodista de la época. Se cuenta que las papeletas de invitación estaban tan solicitadas que hubo quien las pidió de rodillas. Después del verano, en octubre, se puso en escena Ildegonda. El teatro tenía un escenario capaz, un foso para una orquesta sinfónica importante, un palco para los Reyes, 300 sillas de madera, imitación caoba forradas de seda carmesí, y todos los adelantos técnicos necesarios. La construcción y el acondicionamiento costaron algo más de 1.200.000 reales, una auténtica fortuna.[4]

 

Gustos musicales

 

El gusto por la música venía de antiguo en la Casa Real española. Lo había revitalizado María Cristina de Borbón al llegar a Madrid para casarse con Fernando VII. Muy joven, con 23 años, María Cristina procedía de una de las ciudades más musicales de Italia, que era entonces, en particular para los madrileños, el país de la música por excelencia. En Nápoles estaba el San Carlo, uno de los más prestigiosos teatros de ópera del mundo construido por quien acabó siendo rey de España, Carlos III. María Cristina no era una simple aficionada. Al parecer también era una “inteligente, profunda conocedora y entusiasta por el arte divino. (…) Cantaba y tocaba el piano como artista verdaderamente consumada.” Tenía una voz de mezzosoprano “de una pastosidad y dulzura incomparable”.[5]

En Madrid encontró un ambiente propicio. Entre 1830 y 1840, la ópera italiana marcaba el estilo. Larra, entre otros muchos literatos, era un entusiasta crítico teatral y operístico. Se puso de moda el color “sombra de Nino”, por la Semíramis de Rossini, el tinte “corinto”, por otra ópera de Rossini (El sitio de Corinto), y las elegantes llevaban unos pañuelos de seda para el bolsillo, muy grandes, estampados de cruces e inspirados de los figurines de Il Crociato in Egitto, una ópera que Meyerbeer acababa de estrenar en Venecia.[6] La reina María Cristina fundó el Conservatorio de Música, a imagen del que existía en Nápoles. Durante algunos años, el Conservatorio, que dio recitales concierto y alguna representación, fue uno de los centros de la vida social y musical madrileña. También se habló de la posibilidad de tener un teatro de ópera real, como el de Nápoles, pero no había dinero para tanto. A ratos, cuando lo permitía el presupuesto, se iba levantando el Teatro de Oriente, en frente de palacio.

María Cristina, Reina burguesa en sus gustos y su estilo de vida, cuidó la educación musical de sus dos hijas, Isabel y Luisa Fernanda. Para profesor de canto, escogió al que le había dado clases a ella misma al llegar a Madrid, Francisco Frontera de Valldemosa (1807-1891). Valldemosa era mallorquín, de familia de comerciantes. Su vocación musical le había llevado a estudiar en París. Allí logró una gran reputación. Se dice que Paganini elogió su hermosa voz de bajo. Luego se estableció en Madrid como profesor y escribió algunos tratados de técnica musical. Para profesor de piano, María Cristina nombró a Pedro Albéniz (1795-1855), pianista, aficionado a la composición y autor de un método de enseñanza de piano que dedicó a Isabel II.

Los gustos de la infanta Luisa Fernanda la llevaron a decantarse por el piano, aunque se dice que tenía una buena escuela de canto, con una voz de soprano pequeña, pero “afinada, grata y de excelente timbre”.[7] Isabel fue mejor alumna de Valldemosa, aunque el piano no le disgustaba. Albéniz compuso varias obras expresamente para Isabel II, como “La barquilla gitana”, “La sal de Sevilla” y “El polo nuevo”, las tres para piano a cuatro manos. Son obras de inspiración española y según los entendidos, nada fáciles de tocar, con pasajes que requieren “habilidad y dominio”.[8] Isabel II y Luisa Fernanda las interpretaron en varias ocasiones en los conciertos de familia que se daban en palacio, en los que solían participar otras reales personas. El rey Francisco era alumno del pianista Juan María Guelbenzu (1819-1886), que la reina María Cristina se había traído de París. El infante Sebastián Gabriel de Borbón y Braganza tenía voz de tenor, robusta y bien timbrada, que también gustaba de lucir en su propio palacio.[9]

Al parecer, Isabel II tenía una voz de mezzosoprano lírica, de tesitura alta y bien educada. Ya desde niña participaba en los pequeños conciertos de palacio a los que acudían algunos cortesanos del círculo más íntimo, pero también el general Espartero, regente a principios de la década de los años cuarenta, con su esposa la duquesa de la Victoria. La Reina y su hermana la infanta lucían sus habilidades al piano. Según los encargados de su enseñanza, así tenían un estímulo para aplicarse al estudio, en particular del solfeo que a la Reina le aburría soberanamente.[10] A veces recurrió al canto en situaciones poco ordinarias. Cuando en 1847 cayó el gobierno del duque de Sotomayor tras una intriga palaciega en la que no faltaron escenas de sainete, recibió a uno de los protagonista –Donoso Cortés, ni más ni menos- para anunciarle, cantando, como si estuviera en un escenario de un teatro de ópera: “Esta noche caerá el ministerio”.[11] Era el signo de un profundo desarreglo emocional, de su ansiedad ante el papel de reina constitucional para el que no estaba preparada, y, también, de una extraña confianza en su capacidad para mover los hilos de la política. Años después, en 1858, en el palacio donde se alojaba en Gijón durante un viaje en verano, se puso a cantar una romanza acompañada al piano por Valldemosa. La noche era calurosa y las ventanas estaban abiertas. La gente se paró a escuchar y aplaudió a la artista cuando terminó. Al día siguiente, Valldemosa le dijo en broma que habiendo sido aplaudida por un público que desconocía su alto rango, la reina podría contratarse para un teatro. “Para un teatro de provincias”, contestó Isabel II.[12]

Cuando Liszt vino a Madrid en 1844, dio tres conciertos públicos en el Teatro del Circo y otro en palacio. La Reina le obsequió con un alfiler de brillantes. En palacio se coleccionaban partituras, entre las que está la música más avanzada de entonces. Se compraron las nueve sinfonías de Beethoven, además de sus oberturas. También las sinfonías de Schubert, Mendelsshon, Schumann y Berlioz, y música muy variada de Cherubini, de Spohr, de Boildieu y del español José Melchor Gomis. Incluso aparece el nombre de Wagner, aunque sólo como adaptador. José Subirá, estudioso de la música española del siglo XIX, piensa que a Valldemosa, que solía dirigir la orquesta de palacio, le habría gustado interpretar las obras de Beethoven.[13] Ahí estaban, cuando todavía no se habían estrenado en España. Lo harían en el Teatro Real, a partir de 1866.

Además de las partituras, el palacio tenía una orquesta sinfónica muy bien nutrida: dieciséis violines, cuatro violas, cinco violoncellos, cuatro contrabajos, dos flautas, dos oboes, dos clarinetes, dos fagotes, cuatro trompas, cuatro trombones, etc.[14] El 16 de enero de 1850, dio un concierto en el que se interpretaron, entre otras obras, una obertura de Jean François Auber, un músico francés favorito del público parisino y europeo por su falta de pretensiones y su inspiración melódica. Al año siguiente, más o menos por las mismas fechas, hubo otro concierto. La segunda parte se dedicó a música instrumental y la Reina interpretó dos piezas, un Nocturno para arpa y piano, con Pedro Albéniz, y una Fantasía sobre motivos de “La Straniera”, una ópera de Bellini que a la Reina le gustaba mucho. Ella misma la interpretó al arpa con su profesora. En la primera parte, se lució la reina María Cristina, cantando piezas exigentes: un “Ave María” de Verdi, el himno del Profeta, la monumental ópera de Meyerbeer, e incluso el cuarteto de La Cenerentola, de Rossini.

Isabel II abrió el concierto con una melodía. Cantó luego con su madre un dúo de Alzira, una ópera que Verdi había escrito para el teatro San Carlo de Nápoles. Y participó con ella en la interpretación del quinteto de I Capuletti e i Montecchi, la ópera en la que Bellini recreó la historia de Romeo y Julieta y dio los dos papeles protagonistas a dos cantantes femeninas. Por lo que sabemos de la tesitura de las dos voces, es probable que María Cristina prestara su voz a Romeo y que la reina Isabel interpretara a Julieta. I Capuletti es una obra maestra del bel canto, esa forma de declamación elegíaca y canto adornado que Bellini llevó a la más alta expresividad con sus melodías interminables. La Reina tenía un gusto musical preciso y seguro. Toda su vida sería fiel a la música de sus años jóvenes.

Pocos días después, el 16 de enero de 1851, el salón de columnas del Palacio Real fue el escenario de otro concierto, menos privado, en el que la orquesta sinfónica de palacio interpretó, con algunos de los artistas que cantaban ya por entonces en el Teatro Real, obras de Mozart, de Verdi, de Rossini, Donizetti y Schubert. Lo abrió la obertura de Ildegonda, la ópera con la que se inauguró la temporada en el Teatro de Palacio.

Y es que lo que le gustaba de verdad a la Reina era la ópera. En el Palacio de Oriente se guarda todavía la colección de partituras operísticas compradas por entonces. Comprende buena parte de la producción de su tiempo, desde Gluck hasta Verdi: Adam, Auber, Boildieu, Grétry, Halévy, Méhul, Thomas, Spontini, Cherubini, Paer, Meyerbeer, Rossini, Bellini, Donizetti y Mercadante son los autores mejor representados, algunos de ellos casi exhaustivamente. De Adam, otro amable músico francés que escribió alguna obra de tema español como Le Toréador, hay diez óperas, de Auber veinte, de Verdi diez, dieciocho de Rossini y otras veinte de Donizetti.[15]

A Isabel II le gustaba la misma música que le gustaba al público madrileño, es decir al público europeo, y pronto al americano, de su tiempo. Y lo que le gustaba al público de entonces era la ópera italiana y la francesa.[16] Desde principios de siglo se venía discutiendo sobre el éxito arrollador de la ópera italiana. Para los doctos y los intelectuales –todavía no se llamaban así, pero la especie ya existía-, la ópera italiana venía a ser una invasión, una plaga que impedía la prosperidad del género nacional.

 

Una ópera nacional

 

La revista La Iberia Musical y Literaria (1842-1846), fundada por el compositor Joaquín Espín y Guillén, preconizó activamente la creación nacional. Habiendo reflexionado sobre el éxito de la ópera francesa, casi tan grande como el de la italiana, invitaba al gobierno español a hacer lo mismo que siempre había hecho el francés: fomentar y proteger el género propio. En 1847, un grupo de compositores entre los que estaban Emilio Arrieta, Hilarión Eslava y Baltasar Saldoni, fundó una sociedad (hoy la llamaríamos asociación) llamada La España Musical. Enviaron un informe a Isabel II sobre la necesidad de crear un teatro para representar ópera en español y solicitaron la protección de la Reina. La iniciativa fue un fracaso, tal vez porque algunos años antes otro músico un poco aventurero, Dionisio Scarlatti de Aldama, había fundado una llamada Academia Real de Música y Declamación con fines muy parecidos a los de La España Musical y que tomó por modelo el mecenazgo ejercido por Luis XIV, ni más ni menos. Scarlatti quería hacerse con la gestión del Teatro de Oriente, todavía en construcción, y empezó a recoger fondos para su labor de defensa de la cultura española. Isabel II aceptó en 1844 el cargo de protectora de la entidad y donó 10.000 duros.[17] Al final todo resultó un fraude. [18]

Los propios compositores no se ponían de acuerdo ante estas exigencias. Algunos, como Gomis, Fernando Sor o Manuel García –también cantante, y de los de más grandes- se habían marchado fuera, a triunfar donde se escribía la música que ellos querían componer. Los que se quedaron intentaron, con más o menos convicción, escribir esa ópera española que tanto echaban de menos algunos círculos letrados, aunque no el público al que toda aquella discusión le importaba poco. Tomás Genovés estrenó en 1832 El rapto, con libreto en verso de Larra, aunque también acabó yéndose a vivir a Italia. Baltasar Saldoni escribió dos obras de tema español, Boabdil y Guzmán el Bueno. Las dos quedaron sin estrenar. Joaquín Espín y Beltrán estrenó en 1842 Padilla o El asedio de Medina, de tema español. Luego Espín se fue a Italia, donde conoció a Verdi y a Rossini, aunque Narváez le nombró director de la compañía de ópera del Teatro de la Cruz y forzó su vuelta a Madrid

En general, lo que les salía a los compositores españoles que aspiraban a vivir de su trabajo eran óperas italianas, con libreto escrito en italiano y temas sacados del repertorio italianizante. Ramón Carnicer (1789-1855), uno de los músicos más brillantes de su generación, estrenó obras de título tan significativo, es decir tan poco castizo, como Elena e Malvina (con libreto de Francesco Romani, que trabajaba para Bellini, Donizetti y Verdi), Elena e Constantino[19] o Eufemio di Messina. Saldoni, que no pudo estrenar sus óperas españolas, logró en cambio grandes éxitos con títulos tan exóticos como Ipermestra y con Cleonice, regina di Siria.

Otras veces los músicos llegaban a alguna clase de compromiso entre las aspiraciones de los doctos y el gusto del público. Hilarión Eslava, antes de pasar al servicio de la Real Capilla del Palacio de Oriente, consiguió el favor del público con obras de tema español, pero de formato e idioma italianos, como Il Solitario, que fue su primer estreno, y otra que tituló Pietro il Crudele, sobre don Pedro el Cruel, Rey de Castilla y tema operístico bastante explotado en esos años. O al revés, se escribía ópera en español, pero con tema internacional y estilo italianizante, como hizo el propio Eslava en una ópera de título tan exótico como los anteriores, Las treguas de Ptolemaida.

Las razones que se aducían para este fracaso fueron de muy diversa índole. Los teatros no eran buenos; no se educaba a los cantantes en el uso del español; no había formación musical; el gobierno no fomentaba la creación musical, e incluso –este es el más pintoresco- que no había música popular española, diseminada como estaba en tradiciones regionales imposibles de reducir a un patrón nacional común.[20] En realidad, casi nada de eso se echaba en falta, y lo que faltaba se fue consiguiendo con el tiempo. La música española acabó cuajando en la zarzuela, el género musical propiamente nacional, aunque quizás no el que tanto echaban de menos los intelectuales de la primera mitad de siglo. En cuanto a los teatros, pronto los empezó a haber en abundancia y la inauguración del Teatro Real, en 1850, solucionó cualquier problema. Tampoco faltó apoyo por parte de las instituciones. La reina María Cristina había fundado el Real Conservatorio. Lo cerraron durante la guerra carlista, por falta de dinero, pero se abrió otra vez en cuanto fue posible hacerlo. Isabel II, como ya se ha visto, protegió algunas de las asociaciones creadas por iniciativa privada y en alguna ocasión salió escaldada del intento.

(…)

 

Notas

[1] José Subirá, El Teatro del Real Palacio (1849-1851), Madrid, CSIC, 1950, pp. 203 y ss.

[2] Ibid., p. 171.

[3] Conrado Morterero Simón, Archivo General del Palacio Real de Madrid, Madrid, Patrimonio Nacional, 1977.

[4] “Nota de gastos causados por la construcción del Teatro del Real Palacio y funciones”, 12 de julio de 1851, Archivo General de Palacio, Sección Administración, Legajo 668.

[5] Baltasar Saldoni, citado en José Subirá, op. cit., p. 145.

[6] Antonio Peña y Goñi, España, desde la ópera a la zarzuela, edición y prólogo de Eduardo Rincón, Madrid, Alianza Editorial, 1967, pp. 42-43.

[7] Baltasar Saldoni, citado en José Subirá, op. cit., p. 146.

[8] Ibid., p. 150.

[9] Ibid., p. 147.

[10] Condesa de Espoz y Mina. Memorias, Madrid, Tebas, 1977, p. 292. El aburrimiento en las clases de solfeo, ibid., p. 222.

[11] Jorge Vilches, Imágenes de una reina, Madrid, Síntesis, 2007, p. 102.

[12] Carlos Cambronero, Isabel II, íntima, Barcelona Montaner y Simón, p. 243.

[13] José Subirá, op. cit., p. 154.

[14] Ibid., p. 156. Para los conciertos en palacio, ibid., pp. 157 y ss.

[15] Ibid., p. 159.

[16] Ver el clásico Luis Carmena y Millán, Crónica de la ópera italiana en Madrid desde 1738 hasta nuestros días, Madrid, ICCMU, 2002.

[17] José Subirá, op. cit., p. 179.

[18] Mª Encina Cortizo Rodríguez, “La ópera española hasta la apertura del teatro Real (1800-1853)”, en Emilio Casares Rodicio y Álvaro Torrente (editores), La ópera en España e Hispanoamérica, 2 vols, Madrid, ICCMU, 2000, vol. 2, pp. 22-29.

[19] Repuesta en el Teatro Real los días 12 y 14 de marzo de 2005.

[20] Este último argumento, en Mª Encina Cortizo Rodríguez, “La ópera española hasta la apertura del teatro Real (1800-1853)”, en Emilio Casares Rodicio y Álvaro Torrente (editores), op. cit., vol. 2, p. 13.