Orígenes del Teatro Real (2). El Teatro de Palacio

 

[Este estudio sobre los inicios del Teatro Real, aquí publicado en tres partes forma parte de un trabajo que quedó inacabado y es el fruto de un intento de comprender el significado del Teatro Real en la historia de la cultura española. No tiene pretensiones académicas ni eruditas. Fue publicado en La Ilustración Liberal, nº 36, verano 2008.]

El Teatro de Palacio

En el Teatro de Palacio se dieron varias funciones de teatro hablado, con obras de Ramón de Navarrete, conocido periodista de la época, y otras de Lope de Vega (Si no vieran las mujeres) y de Calderón (El astrólogo fingido). En 1850, Isabel II nombró como director de su Real Teatro al actor más famoso de su tiempo, Julián Romea.[1] Pero la auténtica inauguración tuvo lugar el 10 de octubre de 1849, con la Ildegonda de Arrieta.[2] Emilio Arrieta (1823–1894) era siete años mayor que la Reina y cuando se instaló en Madrid, en 1846, venía con el prestigio de haber estrenado en Milán. Se cuenta que Isabel II lo conoció durante una función del Teatro Circo. También lo podía haber conocido en 1848, cuando se celebró en el Palacio de Villahermosa la reapertura del Liceo Artístico y Literario. Era una sociedad fundada en 1837, a la que pertenecieron todos los grandes artistas del momento. La fiesta de reapertura, en la que se escuchó el himno compuesto para la ocasión por Arrieta, contó con la presencia de Isabel II y de su esposo el rey Francisco.

 

La Reina sabía sin duda que Arrieta, en Milán, había sido alumno de Nicola Vaccai, un compositor célebre en su tiempo. Vaccai había compuesto, antes que Bellini, una ópera sobre los desgraciados amores de Romeo y Julieta. En 1832 María Malibran, la gran diva de la escena operística, hija de Manuel García, se empeñó en cantar, en la ópera de Bellini, la escena final de Vaccai, que le ofrecía más ocasión de lucimiento. Ya sabemos que Isabel II llegó a interpretar un fragmento de esta obra en algún concierto de palacio. Habiendo sido alumno de Vaccai, Arrieta llevaba a Isabel II algo de la vida y la presencia de los creadores de aquella música que tanto le gustaba. Era apuesto, el músico de moda en Madrid y bien recibido en todas partes como el talento musical más prometedor de España. El 17 de abril de 1848 la Reina lo nombró su maestro de canto, apartando al veterano Valldemosa. Arrieta escribió para ella varias canciones italianas, “Il pargoletto spento”, “Chiusa all’alba”, “La beltá”, y “La mestizia”, esta última con acompañamiento de arpa.[3] El joven Arrieta habló entonces de “la infinita bondad de Su Majestad”, que lo había protegido, le había editado su música y le financió con esplendidez el estreno en Madrid de su primera ópera.[4] Como se sabe, Arrieta escribió, cuando la “Gloriosa Revolución” de 1868, un himno titulado “Abajo los Borbones”. Pero eso llegaría más tarde.

Por ahora, la Reina siguió de cerca todo el proceso de puesta en escena, en el que también colaboró, en labores de traductor y apuntador, Francisco Asenjo Barbieri (1823-1894), otro gran músico, madrileño, que alcanzaría una popularidad extraordinaria cuando dio forma al género propiamente español de la zarzuela en obras como Pan y toros o El barberillo de Lavapiés. Durante el verano de 1849, la Reina pedía informes de cómo iban los ensayos y se ocupó personalmente de los decorados de la función. Se conservan las anotaciones que hizo de su propia mano para los telones pintados.[5] Aquel era su teatro, su música, su propio proyecto. No sólo había mandado construir el teatro, también había escogido al personal. Restableció la Real Cámara en la parte vocal, que llevaba suspendida desde 1835, con plazas de tiple, contralto, “tenor de medio carácter”, “tenor serio”, barítono y bajo. Según el decreto, este grupo de cantantes debía “asistir a mi Real Cámara y cantar en los conciertos y en las óperas cuando yo tenga a bien mandar”.[6]

Ellos fueron los encargados de estrenar Ildegonda, ligeramente adaptada, en Madrid. Se dieron tres funciones más de esta obra ultrarromántica, a una de las cuales (el 21 de febrero de 1850) asistió la Reina vestida de negro y pálida, junto con su médico. Entonces estaba en los meses iniciales de su primer embarazo. Su absurdo matrimonio estaba hecho trizas, incluso ante la opinión pública, desde 1847, cuando la real pareja estuvo a punto de separarse después de los amoríos de la Reina con el general Serrano. Aquel fue, según algunos historiadores, el año más difícil de su reinado. Mucha gente en el círculo real, empezando por los moderados y sin excluir a su propia familia, en particular el duque de Riánsares, el marido de su madre, comprendió que sería fácil manipular a Isabel II utilizando el desarreglo sentimental y el desorden sexual de la Reina…[7] A sus diecinueve años, la Reina se hacía pocas ilusiones, salvo quizás en cuanto a la diversión y las evasiones.

La segunda ópera que se montó en el Teatro de Palacio fue La Straniera de Bellini, con libreto de Felice Romani. Eso fue el 23 de abril de 1850. Bellini había estrenado La Straniera en Milán en 1829. Tuvo un éxito monumental y se mantuvo en el repertorio más o menos hasta 1870.[8] A mediados de siglo no era ninguna novedad. Incluso se consideraba ya algo superada por la música que para entonces se empezaba a hacer. La ópera era entonces un género vivo. El público seguía a los nuevos artistas, estaba al tanto de las tendencias y esperaba impaciente los nuevos estrenos. Se parecía más a la música popular de hoy que a lo que ahora entendemos por música clásica. Stendhal lo dice en una carta escrita al libretista Felice Romani desde Milán, por las mismas fechas que el estreno de La Straniera: el único arte que resistía la competencia de la política, en aquellos tiempos tan tumultuosos, era la ópera.[9]

La puesta en escena de La Straniera en el Teatro de Palacio, como la de Ildegonda, es por tanto una elección personal de la Reina, en este caso un rescate de una obra por la que sentía una predilección particular. Cuando su estreno, un crítico escribió que estaba inundada de esa “sombría y suave melancolía que, al extenderse por todo el drama, llega al alma y os hace derramar lágrimas.” El drama y la música de La Straniera no exaltaban los “sentimientos generosos y patrióticos”, como era común en otras óperas del momento. “Despierta”, seguía diciendo el mismo crítico, “la más querida y la más poderosa de las pasiones humanas, es decir el sentimiento del amor por una virtud desdichada o por un ser privilegiado y sublime.”[10]

Los protagonistas de La Straniera son Arturo, a punto de casarse con una inocente muchacha, y Alaide, una mujer muy hermosa que vive solitaria, de incógnito, retirada del mundo en una casa al borde de un lago. El joven Arturo se enamora de la misteriosa mujer, y ella le corresponde con la misma pasión. Pero es un amor imposible. Alaide hace jurar a Arturo que si quiere volver a verla, debe casarse con su prometida. Ella misma fuerza la ceremonia. Sólo entonces sabremos que Alaide es la Reina de Francia y está llamada a volver a ocupar el trono. Pero el esfuerzo que se hace a sí misma para violentar su amor le cuesta la vida. Arturo, por su parte, se suicida.

La Straniera es una obra maestra de Bellini. Está entre sus obras más apasionadas, más profundamente románticas. La Reina debió escuchar con una atención muy particular el singular dúo de amor del primer acto, cuando Alaide, la reina enamorada, se niega una y otra vez a aceptar el afecto de Arturo, cada vez más apremiante. Y se emocionaría, tal vez incluso hasta las lágrimas, como sugería el crítico, con la gran melodía final de la protagonista, cuando la mujer maldita, la extranjera del título, invoca la muerte en una larga cantinela cargada de fuerza dramática, explosión de todas las emociones contenidas a lo largo de la obra.

Un año después, el 21 de abril de 1851, la Reina asistió en su Teatro de Palacio al estreno de Luisa Miller, una ópera que Verdi había estrenado en el Teatro San Carlo, de Nápoles, poco más de un año antes, a finales de 1849. Verdi era bien conocido por sus opiniones políticas progresistas, partidario como era de la unificación y la independencia de Italia bajo un rey de la casa de Saboya. A Verdi no le había gustado la intervención del ejército español en Italia para devolver al Papa los Estados Pontificios. También estaba contribuyendo a cambiar la música de su época. El público de Madrid, donde ya se habían representado casi todas sus obras, entre ellas Ernani, Nabucco, Attila y Macbeth, sabía bien que el genio de Verdi marcaba un nuevo rumbo en el gusto, con una música más dramática, de mayor aliento y más popular, menos aristocrática.

A la Reina le gustaban poco las ideas políticas de Verdi sobre la unificación de Italia. Pero su elección, porque sin duda fue ella la que escogió Luisa Miller, indica que por encima de las opiniones del compositor estaba su música. También indica que le interesaba la que se estaba haciendo por entonces. Aquel fue el estreno de Luisa Miller en Madrid y con ella Isabel II supo encontrar un compromiso. Está basada en una obra del dramaturgo alemán Friedrich Schiller titulada Intrigas y amor, una historia de amor entre una joven plebeya y un aristócrata, frustrada por las conspiraciones y las ambiciones políticas de la corte de un príncipe alemán.

Verdi y su libretista habían tenido que trasladar la historia, por imposición de la censura napolitana, a un castillo aislado. Así se reducía el peso de la intriga política. El amor de Luisa y de Rodolfo no se enfrentaba al ambiente de la corte, que Isabel II conocía tan bien. Ahora debía superar la presión familiar, un poco a La Traviata, con el padre de Rodolfo radicalmente opuesto a un amor poco conveniente dada la posición social de joven enamorada. En la última escena los espectadores contemplan el triste destino de Luisa y su amante, que prefieren suicidarse con un bebedizo antes de renunciar a su pasión.

La música de Verdi, como correspondía a aquella adaptación intimista, era más lírica, más introvertida que la que había compuesto para sus obras anteriores, tan heroicas y exaltadas. Luisa Miller estaba impregnaba de evocaciones amables y bucólicas, como inspirada por la efusión melódica interior, ensimismada, tan propia de Bellini. La Reina, en resumen, no rechazaba las novedades, pero seguía fiel a un gusto definitivamente formado en la melodía belcantista.

Entretanto, y en vista del éxito de Ildegonda, Isabel II había encargado una nueva ópera al joven Arrieta. Ahora la Reina, con su propio Teatro de Palacio, estaba en condiciones de ayudar al proyecto de crear una ópera propiamente española. Y así lo hizo. La ópera que encargó a Arrieta no podía ser más nacional. Se titularía La conquista de Granada. Bien es verdad que no fue un español quien escribió el libreto. El propio Arrieta, sin duda con autorización de la Reina, se lo encargó a uno de los escritores dramáticos más prestigiosos del momento, que andaba por España desde 1845. Era Temistocle Solera (1815-1878), autor de los libretos de algunas de las óperas de mayor éxito de Verdi, como eran Nabucco y Attila. También era empresario de teatro, director de orquesta, e incluso había respondido a las inquietudes de los españoles doctos con la composición de una ópera española, La hermana de Pelayo, estrenada en Madrid en 1845. Solera era un auténtico aventurero, como muchos de los empresarios teatrales de la época. Se encargó de la gestión del Teatro Real durante la segunda temporada y dejó un agujero financiero imponente. Llegó a ejercer de espía para Napoleón III, y de agente secreto en algunas de las grandes intrigas políticas de su tiempo. Murió como correspondía a la vida intensa que había elegido, arruinado y solo. Siempre tuvo un fabuloso instinto teatral.

Sin duda a la Reina le divertía, y le gustaba, Solera. Le concedió, cuando la aventura de su Teatro de Palacio, un título honorífico y evocador, digno del Valle-Inclán menos oportunista: “Poeta Italiano de mi Cámara y Teatro”.[11] Con La conquista de Granada, Solera tuvo ocasión de responder a esa fineza y escribir para ella un libreto romántico y nacional. La historia relata las aventuras del joven Gonzalo de Córdoba, un noble soldado castellano enamorado, en tiempos del asedio final a la ciudad andaluza, de una muchacha mora llamada Zulema. Las familias, la religión, el enfrentamiento bélico… todo está en contra de este amor tan puro como desinteresado. Pero en contra de lo que se podía esperar, Zulema y Gonzalo consiguen vencer cualquier obstáculo y en un final apoteósico Isabel de Castilla, la Reina Católica, en el escenario de la Alhambra recién conquistada, sanciona el triunfo del amor y autoriza la boda de los felices amantes.

La Reina conversó largo rato con el autor y con Juan María Guelbenzu, músico de palacio que colaboró en el estreno.[12] Regaló a Solera unos botones de brillantes que luego el artista fue vendiendo en las malas rachas. Pero aparte del tema, La conquista de Granada –cantada en italiano y titulada, en realidad, La conquista di Granata– era una obra de puro belcantismo, el género del que Arrieta se había embebido en los años que había pasado en Milán. La prensa destacó precisamente la brillante inspiración melódica del autor. Isabel II, tan consciente de su papel y de su función de reina, acostumbrada desde pequeña a ser una figura pública, no era indiferente a una música y un tipo de canto en la que la emoción se exterioriza con brillantez y virtuosismo, como ocurre en la primera gran aria de la reina, después de que un coro de soldados y aldeanos castellanos alabe las glorias del ejército cristiano y reniegue del “vil siervo de Mahoma”.[13] Años más tarde, en 1855, La conquista de Granada se repuso en el Teatro Real, con un nuevo título, La Reina Católica. Era una alusión aduladora a quien la había patrocinado.

Tuvo éxito y llegaron a darse nueve representaciones. Con el estreno público rebrotaron las preocupaciones patrióticas de los músicos de la época. Ese mismo año se convocó una reunión de artistas en el Conservatorio para aprobar “por unanimidad llevar a cabo la creación de la ópera nacional”. Se envió un memorial a las Cortes para requerir “la protección del Gobierno de Su Majestad”. Se pedía que se destinara a tal efecto el Teatro Real y, como no podía ser menos, que se destinara “una conveniente subvención anual”. También en 1855 la Reina asistió, junto con el rey Francisco, al estreno de otra ópera de tema español, Cruces y medias lunas, de Scarlatti, en el Teatro de la Princesa. No tuvo éxito. Tampoco lo tuvo el mismo Scarlatti con una traducción al español de Dom Sébastien, roi de Portugal, la última ópera de Donizetti, de estilo francés, que ni siquiera llegó a estrenarse.[14] Había excelentes músicos y algunas obras de primera clase. Pero el intento de crear una ópera española había fracasado, al menos por el momento, aunque no por falta de apoyo de la Reina.

Antes de esto, la Reina siguió pensando en otros proyectos para su Teatro de Palacio. Temistocle Solera empezó a escribir un nuevo libreto para Arrieta. Se iba a titular Pergolese y estaría basada en la vida del músico italiano muerto a los 26 años, tras una fulgurante carrera en Nápoles. También pensó en poner en escena La sonámbula de Bellini, para la que se empezaron a pintar los decorados. Y una obra más, titulada Il Regente, de Saverio Mercadante, músico italiano, gran operista, que en tiempos de Fernando VII había triunfado en Madrid al frente de su compañía. La Reina volvía a su querencia por la melodía belcantista.

Para entonces (estamos en 1851) el Teatro de Palacio se había convertido en uno de los centros sociales más importantes de Madrid. Su pequeño tamaño y la segura presencia de la Reina hacían de él el más exclusivo, el más solicitado de todos. Su lujo, además, llegó a ser legendario. Los mejores maestros se encargaban de las decoraciones, los trajes se encargaban a París, las ediciones de los libretos, en italiano y en español, se convertían en objetos de coleccionista. No se escatimaba nada. Ninguna corte europea de mediados del siglo XIX se permitía un teatro como aquel. Así que muy pronto empezaron las críticas acerca de quién estaba invitado y quién no, cómo se elegían las obras y a qué artistas se las encargaban. Isabel II ya no vivía en un mundo en el que el monarca dictaba los gustos y nadie se atrevía a discutirlos. En aquel teatro hacía decisiones personales, que favorecían a unos e irritaban a otros. ¿Por qué La Straniera y no una obra más moderna? ¿Por qué Arrieta y no Eslava, o cualquier otro compositor? ¿Quizás porque era joven y apuesto? La prensa y las tertulias, tan abundantes en aquel Madrid de mediados de siglo, se encargaron, como era de esperar, de dar pábulo a los chismes, chismes nada inverosímiles, por otra parte.

Lo que había empezado como un deseo personal, un intento de la Reina por evadirse, estaba a punto de convertirse en un problema. La Reina de España, la primera Reina constitucional, no podía tener su propio teatro como si fuera una persona particular o un monarca del antiguo régimen. En cuestiones de pintura, por ejemplo, la Reina seguía una línea de conducta menos audaz. Los pintores de cámara como Vicente López, su hijo Bernardo o Federico de Madrazo, siempre lo fueron después de haberse ganado el reconocimiento público en largos años de trabajo.[15] Además, el teatro costaba una fortuna. Sólo en los preparativos para La Sonámbula, que no se llegó a representar, se gastaron algo más de 64.000 reales. Ninguna de las óperas había costado menos de 300.000 reales. La Straniera costó algo más de 301.000 y el estreno de La conquista de Granada, la más cara, 349.061. Ildegonda había costado un poco más de 312.000 reales y Luisa Miller casi 323.000.[16]

Los problemas no venían sólo de los costes. También procedían de la dificultad de encajar una actividad como aquella, sujeta a las ocurrencias de los artistas y al gusto de la Reina, a una administración profesional, que requería criterios comprensibles a la hora de justificar los gastos. Un solo ejemplo. El vestuario de Luisa Miller debía ser, como todo en el Teatro de Palacio, de lo más caro. En aquel escenario no valían los trucos: el lujo era real. Así que para la protagonista se encargó un traje de terciopelo verde –el color de la Reina-, con bordado de oro y piedras. Por las prisas, o porque el gasto resultaba a todas luces excesivo, se encargó el bordado directamente, sin pasar por la administración de palacio, gestionada por funcionarios que sin duda habrían puesto más de un reparo a aquel dispendio. El caso es que el propietario del taller tuvo el traje listo para la primera función, el 27 de abril de 1851, aunque para eso tuvo que poner a trabajar a sus artesanos en plena Semana Santa. También remitió la factura, como es natural, pero ahí empezaron los problemas. Sólo el bordado costaba 3.500 reales. La discusión, las reclamaciones y las negociaciones duraron mucho tiempo, hasta que el propietario del taller se conformó con 2.000 reales.[17]

Hasta 1853 continuaron los problemas con los pagos. Las decoraciones para algunos proyectos habían sido encargados a uno de los profesionales más prestigiosos de por entonces, Humanité Philastre, parisino, que también trabajaría para el Teatro Real. Las reclamaciones llegaron hasta el embajador español en París, que tramitó los expedientes a Madrid.[18] Bien es verdad que un retraso de dos años, en un pago por parte de la administración del Estado, no resulta demasiado alarmante. El caso es que a principios del verano de 1851, el intendente de palacio, Agustín de Armendáriz, explicó la situación a la Reina. Isabel II debió comprender que sólo le quedaba una cosa por hacer. Además, ya había conseguido otro escenario, mucho más espectacular. El 30 de junio de 1851 firmó un decreto por el cual, “atendiendo a las razones que me ha expuesto mi Intendente general”, suprimía “mi cámara de música y canto y el teatro del Palacio”.[19]

Para cerrar el episodio, se puso en marcha la contabilidad. Según los informes de los servicios administrativos de palacio, el coste ascendió a 3.449.308 reales, sin contar los trajes traídos de París, las alhajas regaladas por la Reina, la iluminación, los sueldos extraordinarios de los criados ni los trabajos encargados para funciones que no se llegaron a realizar. El Teatro de Palacio acabó demolido y los legajos del archivo volvieron a su antiguo recinto. Algunos de los decorados fueron tasados en 200.000 reales y enviados al Conservatorio, es decir al Teatro Real, donde desaparecieron en un incendio. De aquel capricho no quedó nada. (…)

 

[1] Archivo General de Palacio, Sección Administración, Legajo 669.

[2] Repuesta en el Teatro Real y grabada para RTVE Música el 10 de junio de 2004.

[3] Mª Encina Cortizo, Emilio Arrieta. De la ópera a la zarzuela, Madrid, ICCMU, 1998, p. 90-91.

[4] José Subirá, op. cit., p. 210.

[5] Mª Encina Cortizo, Emilio Arrieta. De la ópera a la zarzuela, ed. cit., p. 96.

[6] Archivo General de Palacio, Sección Administración, Legajo 668.

[7] Jorge Vilches, op. cit., pp. 130-131.

[8] John Rosselli, The Life of Bellini, Cambridge, 1996, p. 59.

[9] Citado en Pierre Brunel, Bellini, París, Fayard, 1981, p. 128.

[10] Citado en ibíd., p. 129.

[11] Nombramiento de 26 de agosto de 1850, Archivo General de Palacio, Sección Administración, Legajo 668.

[12] José Subirá, op. cit., p. 223.

[13] Ver el libreto, con el estudio de María Encina Cortizo y Ramón Sobrino, editados por el Teatro Real de Madrid, con ocasión de la reposición de la obra, el 7 de julio de 2006.

[14] Los datos de este párrafo y del anterior, en Ramón Sobrino, “La ópera española entre 1850 y 1874: bases para una revisión crítica”, en Emilio Casares Rodicio y Álvaro Torrente (editores), op. cit., vol. 2, pp. 96-99.

[15] Carlos Reyero, “Isabel II y la pintura de historia”, Reales Sitios, año XXVIII, nº 107.

[16] Nota de gastos causados por la construcción del Teatro del Real Palacio y funciones, 12 de julio de 1851. Archivo General de Palacio, Sección Administración, Legajo 668.

[17] Archivo General de Palacio, Sección Administración, Legajo 668.

[18]Archivo General de Palacio, Sección Administración, Legajo 668.

[19] Decreto de cancelación, 30 de junio de 1851. Archivo de Palacio, Sección Administración, Legajo 668.