Los Estados Unidos de España

Un historiador francés decía que más vale no investigar mucho en los orígenes de las naciones porque las leyendas y los mitos fundadores encubren siempre atrocidades sin cuento que contribuirán pronto a disolver la identidad colectiva que se quería reforzar. Los historiadores, como es natural, no han aceptado nunca la sugerencia. El origen de las naciones ha sido escrutado minuciosamente, hasta pulverizar cualquier rastro mítico o legendario. Pero bajo el trabajo de “deconstrucción” no se han desvanecido sólo las fábulas, sino también el significado de las acciones humanas, de las decisiones, los deseos, los sueños, los trabajos y los sacrificios que éstas comportan siempre y, claro está, los signos en los que todo esto se plasmaba para la gente.

 

Ahora bien, si cualquier reflexión que intente hacer inteligible el pasado de una colectividad es un relato, una simple narración, también se abre la puerta a una nueva invención. Nada impide elaborar narraciones alternativas que sirvan de fundamento a identidades colectivas distintas y, si se tienen ambiciones políticas, con vocación para respaldar el poder sobre el grupo que se intenta constituir.

En España hay departamentos universitarios enteros dedicados a cualquiera de las dos tareas, cuando no a las dos al mismo tiempo. Por una parte, “deconstruir” cualquier rastro de los antiguos relatos fundadores de la nación española, como una continuación de la “empresa de demoliciones” que algunos republicanos españoles importaron de Francia. Y por otra, elaborar los nuevos que permitan sustentar una autoridad política en trance de construcción. La identidad de la antigua nación española acaba machacada, como corresponde a lo que es una simple invención, mientras van aflorando las otras identidades, nacionales o populares, aplastadas hasta aquí por la fábula nacional española.

No todo el mundo en el campo de la historia participa de estas corrientes paralelas, y a veces superpuestas, de demolición e invención. Muchos historiadores parten de otros supuestos a la hora de entender la práctica de su disciplina y piensan que la historia consiste en intentar averiguar la verdad, no en elaborar fábulas para respaldar el poder actual, que es en lo que acaba sin remedio la obsesión “deconstructiva”. Así lo demuestra Símbolos de España, el libro que ha editado el Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, bajo la dirección de Carmen Iglesias. Es un libro de lujo por el esplendor de la edición y de las imágenes, por la generosidad de la tipografía y el diseño, y por el despliegue de documentos. En resumen, que es un excelente regalo para Navidad.

También es algo más. Símbolos de España relata en tres capítulos minuciosos y entretenidos de leer la historia de los símbolos institucionales de España: el escudo, la bandera y el himno nacional. Entendemos por símbolo, como dice la Real Academia, una “representación sensorialmente perceptible de una realidad, en virtud de rasgos que se asocian con ésta, por una convención socialmente aceptada”. Si el historiador aborda este campo, habrá de hacer la historia del símbolo en sí, de cómo se va elaborando desde la voluntad de poder, pero también la de cómo ese símbolo se convierte en tal gracias a la aceptación social de la convención que le otorga significado.

Es lo que hacen los autores de nuestro libro. En la historia de la bandera, establecen muy bien el origen y los motivos de la decisión real mediante la que Carlos III, por Real Decreto de 1785, fijó la enseña oficial de la Armada real, o española. El rey renunció a cualquier distintivo familiar (la bandera blanca de los Borbones), sintetizó la tradición de los colores de Aragón (rojo y amarillo) y el escudo de Castilla, y respetó las exigencias de visibilidad requeridas por la navegación de la época. A partir de ese gesto en el que el rey decide el símbolo de la Armada según unos criterios políticos, tradicionales y prácticos, la bandera, que como tal varía poco, irá cobrando el significado nacional que hoy tiene. De la Armada pasa a todo el Ejército, con cambios en el escudo y variaciones en el ancho de las franjas, pero la base, las tres franjas de dos colores, sobrevive a todos los regímenes y las formas políticas: absolutismo, monarquía parlamentaria, regencias, revolución y república, salvo el muy breve paréntesis de la Segunda República, cuando incorpora el mítico morado de los Comuneros de Castilla. Por eso la gente empieza pronto a identificar la bandera roja y amarilla como el signo de lo que se está fraguando a todo lo largo del siglo XIX: la nación española moderna. Esta no es el fruto de un relato legendario; consiste en unas cuantas costumbres y tradiciones, muy variadas, que han de adaptarse a las formas de vida en común propias de los nuevos tiempos y significadas en el Estado moderno o, si se prefiere, liberal.

Con el himno pasó algo más curioso, y es que de marcha militar (la famosa de granaderos), utilizada para la recepción y acompañamiento de los miembros de la familia real, pasa poco a poco, en un proceso bastante espontáneo, a convertirse en el himno oficial de la nación. Se quiso sustituirlo por otro de más empaque mediante un concurso público, pero hubo que declarar el concurso desierto. Tampoco cuajó ninguna de las muchas letras que se le han querido poner. La Marcha Real se resiste a cargarse de demasiado sentido político y no acepta que se traicionen su significado original, militar y sentimental.

En realidad, Símbolos de España no es la historia de los signos de una identidad nacional, sino la historia de cómo el Estado español moderno va forjándose e identificándose ante unos españoles que, con ellos, van siendo conscientes de los derechos y las obligaciones que impone la convivencia en libertad. Y las formas que adopta, o sea los símbolos de España, aunque no improvisados, son modestos, y más tradicionales y populares que legendarios o ideológicos. Al terminar el libro nos damos cuenta de que el proceso no es importante porque reivindique una supuesta identidad nacional con rasgos propios, excluyente y prevalente sobre los derechos individuales.

Al contrario, la historia que nos cuenta Símbolos de España es la historia de la construcción de un Estado que, sin renegar de la historia y las tradiciones, se fundamenta en la universalidad de los derechos, de libertad, propiedad y seguridad, que ha de defender. No es un relato mítico, como los que siempre construyen las identidades colectivas, sino la historia de una voluntad que a veces parece tenue, casi desfalleciente, pero que a pesar de todo ha sabido ir construyendo las instituciones que hacen posible la convivencia entre españoles.

Lo importante no es el hecho de la nación, relato identitario por naturaleza, sino justamente eso que los nacionalistas pronuncian con expresión de desprecio, como si fueran seres superiores: el Estado español. No despertará grandes entusiasmos patrióticos, como los símbolos de España no tienen por qué suscitar expansiones sentimentales arrolladoras, pero es de lo más importante que han hecho los españoles en los últimos dos siglos. Claro que mientras tanta gente (políticos y funcionarios, pero no sólo) siga viviendo a su costa e incluso saqueándolo, en vez de tratarlo con respeto y cuidado, la delicada emoción patriótica que requiere el Estado liberal y democrático y la nación española moderna, fruto suyo, seguirá padeciendo más de un arañazo.

El Mundo, 08-2004