La rebelión de los mayores

El Gobierno ha decidido excluir a los mayores de 65 años de lo que llama la desescalada, que empezó con los sectores productivos no esenciales y continúa hoy con los menores de 14 años. Como era de esperar, esta exclusión está provocando la protesta de las personas mayores. Se  ha plasmado en el apoyo masivo a la iniciativa de “la rebelión de las canas”, que en muy poco tiempo ha conseguido cerca de 50.000 firmas en una plataforma digital. El gobierno se refugiará, como viene siendo su costumbre, en la prudencia, más justificada que nunca ante un grupo que el covid-19 ataca con particular ferocidad. La realidad es que el Gobierno social peronista volverá a confundir la prudencia con la inacción, y a alegar la primera para no hacer lo que tiene que hacer. Prudencia sería tomar decisiones tras consultar con especialistas, comprometer a las organizaciones de mayores e involucrar a las Comunidades Autónomas en una decisión, sea cual sea esta. No lo es decidir unilateralmente, en este caso que los mayores de 65 años sigan confinados.

En cuanto a prudencia, es bastante probable que los mayores, que saben bien que está en juego su vida, sean tan prudentes o más en su comportamiento que los sectores de población a los que se autoriza a salir. Sin contar con que el confinamiento puede estar contribuyendo a deteriorar la salud, y por tanto la esperanza de vida, de personas a las que el movimiento, el aire y el sol resultan tan necesarios como a los menores de 14 años.

La exclusión, sin el menor atisbo de una estrategia ulterior, intensifica también la sensación de que la cruel predilección del virus chino por los mayores continúa y amplifica una discriminación previa, según la cual aquellos que más cuidado y apoyo necesitan, porque se cuentan entre los más débiles, los más dependientes, son también quienes menos los reciben. En este punto la tragedia de las residencias de mayores –sólo en Madrid, a 21 de abril habían fallecido 5.558 personas y en Cataluña otras 2.658- conduce a muchas preguntas, a las que habrá que dar respuesta pronto, acerca de cómo una sociedad trata a sus mayores. Y no se trata de preguntas abstractas. Cada cual habrá de preguntarse cómo quiere ser tratado, y qué medios está dispuesto a poner para ello, cuando alcance una cierta edad. Las residencias, por lo menos tal como las hemos conocido, no parecen la mejor respuesta.

En vez de eso, en algunos países la reflexión sobre los mayores ha derivado en un nuevo capítulo de la guerra entre generaciones que arrancó con las consecuencias de la última crisis, la gran recesión de 2008. En nuestro país, donde los lazos intergeneracionales siguen siendo fuertes, no se ha notado mucho, aunque ha aparecido en las tentaciones de considerar la edad como un factor determinante a la hora de la asistencia en las unidades de tratamiento intensivo. Angela Merkel, en una declaración ante el Parlamento, descartó de plano cualquier posible deriva en este sentido. Y con razón. No sólo es una indignidad en la que empezaremos a caer cuando se apruebe la eutanasia, junto con el aborto, dos de las grandes obsesiones progresistas. Es también un error. En Estados Unidos, los hombres de 70 años tienen sólo un 2 por ciento de posibilidades de fallecer el año siguiente, y las mujeres de 80, un 4 por ciento.

En un posible enfrentamiento intergeneracional, los mayores de 65 años podrán aducir, además, que ellos han pagado las pensiones de sus propios padres, la crianza de su hijos y, por si todo eso fuera poco, la educación, la sanidad, el transporte, los viajes e incluso el ocio de sus nietos, aquellos que ahora se sienten discriminados sin haber contribuido en nada al bien común. Y todo eso habiendo vivido una interminable crisis económica entre 1973 y 1996, y otra cuando empezaban a pensar en la jubilación, entre 2008 y 2013. Los jóvenes no lo van a pasar bien, está claro, pero tampoco lo pasaron bien los que hoy tienen en torno a 65 años y más, por mucho que no se quejaran ni utilizaran su situación para hacerse las víctimas.

La exclusión de los mayores de la “desescalada” remite, en el fondo, a la consideración de la vejez como esa edad que tiene por horizonte exclusivo la muerte, sin utilidad para la sociedad por tanto. Ya hemos visto que eso no está nada claro en sí, gracias a los avances médicos. Y  la muerte, gran igualadora, no sabe de edades… En realidad, la actitud remite a la negación del hecho mismo de la muerte, es decir a la instalación de toda una sociedad en esa sensación de inmortalidad que es propia de la juventud. Peligrosa entonces, resulta letal después. Conduce a una sociedad sin capacidad ni voluntad de autonomía, entregada de pies y manos al Estado, tal como se ha venido fomentando durante décadas de educación socialista. Es esa misma sociedad la que anuló la capacidad de imaginar que existen amenazas estratégicas, de las que atañen a la seguridad de todos. La negación del covid-19, incluso cuando ya había prendido en Italia, es el mejor ejemplo de esta sociedad rendida e idiotizada, en el sentido clásico del término. Consecuencia: decenas de miles de fallecidos y la ruina económica. Es el precio de habernos creído inmortales. (Justo cuando la vida humana había dejado de ser sagrada.)

[spacrer]

La realidad es muy distinta. Además de las efectivamente dependientes, hay otras muchas personas mayores que participan activamente en la vida cívica, política y pública de nuestra sociedad, en cualquiera de los campos de actividad imaginables, desde la partidista a la religiosa. Y por otro lado, y en contra de la retórica juvenilista de la que se llenan la boca las elites culturales (más bien anti culturales), los protagonistas de la vida cultural actual no son los jóvenes, sino los mayores. Sin ellos las salas de exposiciones, los museos, los teatros y las salas de concierto seguirán casi tan vacíos como lo están ahora mismo. Series, videojuegos, reality shows en cambio… Un mundo feliz.

La Razón, 26-04-20