De Palomares al «andar deprisa». La larga marcha del centro derecha español

En 1966, el mundo descubrió a Manuel Fraga en bañador saliendo del agua en la playa de Palomares, mientras intentaba convencer a la opinión pública que las bombas nucleares allí caídas por accidente no habían dejado ningún rastro peligroso. Ver al ministro de Información y Turismo en tal atuendo no respondía al decoro de la dictadura, ni siquiera en los años del desarrollo, cuando el nacionalcatolicismo dejó paso al más descarnado pragmatismo. En cambio, se correspondía muy bien con el personaje de Fraga, siempre desorbitado, imprevisible, volcánico y sin el menor complejo, lo que le daba un aire paradójico de modernidad que encajaba bien con aquellos años tan desestructurados que la Transición, en realidad, vino a ordenar.

La actitud del personaje parece ahora un precedente de su provenir político: su empeño en modernizar la derecha española y sus dificultades para hacerlo, por su carácter –como un artefacto luego ininteligible del antiguo régimen- y también por su desconexión con aquello mismo que aspiraba a representar. Lo hizo mejor Suárez. Lo suyo, además del mus, era el tenis. Para practicarlo hizo construir una pista en el recinto del Palacio de la Moncloa. El tenis, más aristocrático que popular, fue un buen síntoma de los problemas a los que se enfrentó con la UCD, aquel partido de notables que Suárez no logró convertir en un instrumento político propio, amplio y consistente.

Fraga no lo consiguió tampoco, aunque el partido que fundó tenía una dimensión popular propia que estaría en la base de todo lo que vendría después y encajaba bien con la modernidad desacomplejada de Palomares. Tendría que llegar Aznar, después de muchos años de espera, para cambiar las cosas y llevar el partido a un centro que a Fraga se le resistía. Durante mucho tiempo, lo propio de Aznar fue una carrera de fondo, de esos entrenamientos que requieren un preparador personal. Lo que entonces practicaba Aznar, sin embargo, era el pádel, un deporte social e intenso. La cancha que le regaló Plácido Domingo sustituyó en la Moncloa la pista de tenis de Adolfo Suárez. Luego, ya en el poder, vino el entrenamiento casi profesional, con preparador incluido, y una forma de ejercicio que combinaba constancia, determinación y energía.

Aznar modernizaba su partido con sistema, pero también con intensidad. Así atrajo a los jóvenes, movilizó a una sociedad irritada y desencantada, e infundió viveza a una política que se quería previsible e incluso aburrida. No lo fue, como era de esperar. La querencia castellana –la vertiente conservadora, resumida en la partida anual de dominó en Quintanilla de Onésimo, Valladolid- no podía disimular el esencial madrileñismo de Aznar. Como su partido, aspiraba a vivir algo nuevo y a alcanzar un sitio digno y a ser posible grande en el mundo. El entrenamiento constante es la viva imagen de la disciplina que impuso en un Partido Popular de suyo tan rebelde como el propio Fraga. La disciplina deportiva resume además la forma en la que Aznar escondió algunas inseguridades de fondo y una timidez nunca superada del todo y que formaba parte del atractivo del personaje. En el terreno político, aquella timidez pudo servir de ilustración a la dificultad del centro derecha español para dejar de verse y entenderse a sí mismo en el espejo del progresismo, en particular del progresismo estético y cultural, consciente siempre de su poder indiscutido.

Del entrenamiento incansable y explosivo de Aznar pasamos, con Rajoy, a la marcha ligera y regular, ocasionalmente con cinta (de las de marcha). Rajoy se recrea, ahora sí, en el aburrimiento, pero la impresión es un poco engañosa. Y es que la marcha permite la concentración y la mirada distanciada, menos ocasional de lo que parece, al entorno. La cinta otorga a la actitud un carácter postmoderno que contrasta con la modernidad rabiosa de Aznar y, a su manera, también de Fraga. Ya no hace falta adaptarse a un tiempo que tiene sus ritmos propios, imposibles de prever ni de controlar. Ni siquiera se aspira a tomar el control del propio partido como lo hizo Aznar en su momento, con puño de hierro. Rajoy, tan desacomplejado como el fundador del partido, sigue su ritmo propio. Las cosas, tan desquiciadas, volverán a la senda del sentido común si la marcha es firme, regular y tiene un objetivo claro, casi banal, por otra parte, y que ni siquiera vale la pena enunciar de puro sabido. Marchar en una cinta, hacer ejercicio sin desplazarse, es como sugerir que no se quiere ir a parte alguna. ¿Dónde se estará mejor que aquí? (Pregunta razonable por excelencia.)

Rajoy y su partido, de tan abstencionistas, parecen confiar más que sus predecesores en la cordura de sus semejantes. Nada de grandes esfuerzos (por “ideas”) ni de explosiones de energía (por “imaginación”). La marcha es deporte para prosistas, o prosaicos, absolutos –Aznar solía leer poesía- y para gente que desconfía de la movilización, que siempre tiene algo de brusco, de voluntarista y -palabras horrendas, muy cursadas ahora- de confrontacional y disruptivo. Nunca el Partido Popular fue más de centro, con la paradoja de haber perdido parte del voto centrista, que también era voto joven y con inquietudes, como había quedado demostrado antes. El amante de la marcha suspirará al tener que recordar una vez más que ese es de los muchos imponderables que salen al encuentro en el camino.

La Razón, 11-06-17