Nuestra Armenia

Andamos tan enfrascados en nuestros problemas que apenas nos percatamos de algunos hechos importantes ocurridos fuera. Uno de ellos ha sido el troceamiento de la región de Nagorno Karabaj, la República de Artsaj. Llega tras la ofensiva lanzada por el Gobierno de Azerbaiyán con el apoyo de Turquía y la abstención primera de Rusia que al final ha corroborado la derrota sin paliativos de los armenios. El asunto, sin embargo, merecía más atención.

Sólo Macron ha salvado la cara de los europeos al denunciar la actitud de Turquía. No basta. El acuerdo obliga a Armenia a retirarse de buena parte del territorio que había recuperado tras la guerra de entre 1992 y 1994, después de sucesivas matanzas sobre la población armenia y un referéndum ganado por los armenios en 1991. La guerra fue brutal, hubo episodios injustificables en ambos lados, pero corroboró la decisión previa. Desde entonces Armenia ha sostenido, con los escasos medios de los que dispone, un territorio amigo que considera una república independiente, aunque no reconocida por nadie. Después de lo ocurrido ahora, no tendrá la menor posibilidad de perpetuar allí una cultura de siglos, la del primer país que hizo del cristianismo su religión de Estado y que sobrevivió al genocidio turco de 1915, cuando los armenios sirvieron de chivo expiatorio al final del imperio otomano. En 1921, el capricho de Stalin desgajó el territorio de Nagorno Karabaj para integrarlo en la República soviética de Azerbaiyán. Ahora Putin patrocina una nueva división del territorio, que queda, como en el caso de la comunicación de la capital Stepanakert con Armenia, al albur de azeríes y yihadistas, con la aquiescencia de un Erdogan que ha resucitado el sueño imperial y con él, de nuevo, el de la aniquilación armenia.

Ya sabemos lo que va a ocurrir. En la guerra se han multiplicado los ataques a la población civil. Tras el éxodo –unas 100.000 personas por ahora-, quedará a disposición de la barbarie un extraordinario legado cultural cristiano. Seguramente desaparecerán sepulturas, cruces, cementerios, e iglesias y monasterios, algunos de ellos muy antiguos, del siglo V, que atestiguan una historia y una voluntad de sobrevivir como se ha dado pocas veces en el mundo.

La Unión Europea no debería ignorar estos hechos, que atañen a un territorio tan europeo, por historia y cultura, como cualquier otro de la UE,   e incluso más. Al menos debería emitir una protesta ante la gravedad del asunto y de lo que puede ocurrir a partir de ahora. Algunos países podrían ir más allá de lo simbólico y reconocer la República de Artsaj. Daría ánimos a los armenios y dificultaría la empresa de hostigamiento que ya habrá empezado. Nuestro país, enfrascado en su propio desmantelamiento, no va a intentar nada. Aun así, podemos soñar con una política exterior coherente con la defensa de los derechos humanos. Al menos debería plantear el asunto, en colaboración con Francia, y esforzarse para que la UE recobre algo de dignidad y los armenios no vuelvan a ser los grandes olvidados de la Historia.

La Razón, 26-11-20