Mai 68. La jeunesse éternelle

 

El legado del Mayo francés es difícil de calibrar. Fue un fracaso de la política y al mismo tiempo cambió el alcance de la política mientras inició una auténtica revolución en las costumbres y en las formas de vida de las sociedades desarrolladas. Fue el principio del fin del comunismo, pero consolidó un nuevo pensamiento “revolucionario” en la universidad, que acabaría por influir en toda la sociedad. Y habiéndose hecho en nombre del marxismo, quiso ser una fiesta, tan hedonista como individualista. Este trabajo intenta entender las contradicciones de aquel movimiento y lo que hoy le debemos.

Cuadernos de pensamiento político (FAES), nº 58

 

Quien esto firma tuvo, siendo aún muy joven, experiencia directa del Mayo parisino del 68. Fue en Madrid, en una de las aulas austeras y republicanas del Liceo Francés en su antigua sede del centro de la ciudad. La clase no había empezado, estábamos sentados esperando al profesor y cuando llegó nos levantamos, como un día más. No iba a serlo. A los pocos pasos se detuvo. Acababa de leer lo que fue el primer grafiti que yo recuerde, escrito con tiza en la pizarra. “De Gaulle à Colombey”. Entonces nos dimos cuenta de que aquello, a lo que nadie había prestado la menor atención porque nada significaba para nosotros, era algo relevante. Nos debió de mirar con severidad y salió de clase para volver a los pocos minutos con el director. Evidentemente, éramos demasiado pequeños para ser los responsables de aquella irrupción de la política en las aulas, de donde había estado desterrada, por lo menos en apariencia, hasta entonces. Aun así, aquello nos valió una arenga de la que solo recuerdo el tono de reprobación indignada y severa. Todos éramos culpables.

Nadie me podía decir entonces que algunos años más tarde me encontraría en otra aula, esta vez en la Universidad París VIII–Vincennes, unos antiguos barracones militares habilitados con fines docentes en pleno bosque. Entonces asistía al curso tempranero de Gilles Deleuze, una de los grandes del pensamiento francés que Mayo 68, tras la publicación del Anti Edipo, contribuyó a proyectar al estrellato. Deleuze hablaba de Kleist, del devenir y de los cuerpos sin órganos, del freudiano “Hombre de los lobos”. Decía cosas que yo, y me temo que muchos de los que estábamos allí, no entendíamos más que a medias –y aun eso sería mucho decir–. Daba lo mismo. Su elegancia al improvisar, amable, siempre con el cigarrillo en la mano, nos fascinaba. Nos colocaba siempre un poco por encima de la turbamulta de grupúsculos izquierdistas y vendedores de droga que convivían en un desorden absoluto, pero sin fricciones, en aquel recinto.

 

Gilles Deleuze en Vincennes

 

Nanterre, que había estado en el origen del movimiento de Mayo 68 en París, había vuelto a una cierta normalidad académica. No así Vincennes. Por entonces corrió la especie, nunca verificada, de que habían matriculado en Filosofía a un caballo que acabó de licenciado, es decir de filósofo. Un caballo filósofo… un buen homenaje al desorden instaurado por las jornadas de pocos años antes, y un caso extremo en los muy diversos establecimientos y universidades libres que a partir de entonces habían surgido por toda Europa. Había tanto que decir en aquel nuevo amanecer…

El Liceo francés contaba con excelentes profesores y un programa de alta exigencia. También era un buen ejemplo de aquellos dos conceptos con los que Raymond Aron caracterizó la enseñanza francesa de aquellos años. Por una parte autoritarismo, por el cual los estudiantes y –he comprobado después– los propios profesores tenían poco que decir en el proceso de aprendizaje y transmisión del conocimiento. Y por otra abstracción, con unos contenidos alejados de cualquier experiencia personal que los hiciera más cercanos, más vivos, y permitiera a los estudiantes desarrollar sus propias habilidades, que pocas veces se compadecían con lo que le interesaba producir a aquel aparato de formación de elites republicanas. Correspondía bien a lo que ocurría en el conjunto del sistema educativo francés, que padecía ante la llegada masiva de nuevos estudiantes, consecuencia de la modernización del país emprendida bajo el general De Gaulle, el mismo que una mano anónima en Madrid quería retirar a Colombey. El hecho en sí era inane pero también venía a corroborar la culminación y el final de lo que los franceses llaman las “Trente Glorieuses”, por los muy prósperos y fecundos años que siguieron a la Segunda Guerra Mundial, hasta 1970.

 

La politique

Así se había ido acumulando una tensión que contribuye a explicar el estallido del año 68, también en Alemania, en Italia e incluso en España. Sociedades sometidas a procesos de modernización acelerados, con una prosperidad nunca vista hasta entonces, habían alcanzado el punto en el que la política, la cultura y las costumbres parecían tener que adaptarse a los profundos cambios ocurridos en este tiempo. Muchas veces se habla de Mayo 68 como de un fracaso político. Así es, sin duda, pero hay que tener en cuenta que aquellos días asistieron a una huelga general como no se recuerda otra en Francia y que esta llevó a los acuerdos de Grenelle, con los que el gobierno, la patronal y los sindicatos reformaron las condiciones de trabajo y subieron los sueldos. La participación, palabra clave de aquellos días, el ocio y el consumo se empezaban a imponer como prioridades en la vida de todos, incluida la de una clase trabajadora a punto de dejar de serlo, sin vuelta atrás.

 

Vincennes

 

También es verdad que aquellos acuerdos, que respondían muy bien al zeitgeist del momento, quedaban muy lejos de las aspiraciones políticas de los propios estudiantes, entre los que eran hegemónicas las corrientes ultraizquierdistas. Hoy en día, incluso en pleno renacer de los populismos neocomunistas y de extrema izquierda, resulta difícil imaginar hasta qué punto la atmósfera de aquellos días estaba saturada de conceptos, expresiones y eslóganes izquierdistas (“gauchistes”). Testimonio del humor provocador –y en general bon enfant– de la época fueron los “Mao-spontex”, por el cruce entre maoístas y situacionistas, aquel movimiento intelectual ultraminoritario calcado de la vanguardia leninista, con las mismas purgas y el mismo gusto por el dogmatismo que esta. Eso mismo revelaba a su vez algo que sigue siendo difícil de explicar. Cómo una rebelión tan fundamentalmente antiautoritaria como aquella se expresó mediante ideas y modos de pensar tan totalitarios como los que traicionaban muchos de los textos y como los defendidos por los grupúsculos trotskistas y maoístas.

Probablemente, aquellos jóvenes de clase media acomodada que –salvo los norteamericanos– no habían vivido ningún conflicto serio, entendían su rebelión bajo especie marxiana: como la continuación de un ciclo revolucionario que los ligaba, en París, en Milán o en Berlín, tal vez también en Berkeley y en Manhattan, en la herencia de 1789, 1848, 1917 y, para los franceses, 1871 y su Comuna. Claro que a pesar del éxito de la “Teoría” –entonces se teorizó mucho y cuanto más abstrusamente, a lo Althusser, mejor–, a pesar de los llamamientos a la fusión con la clase obrera e incluso a pesar de la huelga general y la participación de un buen número de obreros jóvenes en los disturbios, todo aquello remitía sobre todo al anarquismo de fin de siglo, cuando Georges Sorel preconizaba la huelga general como puro acto revolucionario, sin que en ningún momento se intentara dilucidar lo que vendría después de la llamarada.

 

Vincennes, cafetería

 

Como era de prever, la inmediata consecuencia política fue una vuelta al orden. En Francia, en junio de aquel año, los electores infligieron una monumental derrota a la izquierda y en Estados Unidos Nixon se benefició de los desórdenes que rodearon la célebre Convención demócrata de Chicago, celebrada en el mes de agosto. Resultó correcta la predicción de Raymond Aron que llamó a todo aquello un “psicodrama” y habló, en un memorable libro de entrevistas, de la “revolución inencontrable”.

Salvo en Francia, donde tal vez se sublimó el fracaso en esa “práctica teórica” que tan bien encajaba con el mandarinato intelectual propio del país, la frustración de la “revolución” suscitó una ola de terrorismo que vició la política de los años siguientes. Así ocurrió en Alemania, en Italia y también en Estados Unidos, con grupos como los Weathermen. Habría que ver si el terrorismo etarra, cuyas convicciones nacionalistas, supuestamente emancipadoras, tan bien encajaban con el antimperialismo que la Guerra de Vietnam había puesto en el centro de las preocupaciones de los jóvenes de la época, no tiene algo que ver con el 68. (Algunos estudiantes de aquella clase iniciática del “De Gaulle a Colombey” nos hemos preguntado luego si nosotros, españoles en el Liceo, entrábamos en la categoría de pueblo colonizado o éramos más bien aspirantes a colonizadores.) Se trata, en cualquier caso, de uno de los aspectos oscuros de esos años, de los que veremos otros más adelante.

El espejismo izquierdista se desvaneció de pronto a principios de los 80. Fueron los años del último experimento socialista de la Europa democrática: el de los primeros meses de la Presidencia de Mitterrand, que rectificó pronto. Y si se ha podido hablar de la llegada de un socialista al Elíseo, por primera vez desde la fundación de la V República, como un legado del 68, más relevante aún, en cuanto a ese mismo legado, es el descrédito del comunismo. La fe en aquella religión política, porque de eso se trataba, había sobrevivido a toda clase de revelaciones, a Hungría, al estalinismo, a la gran mascarada de la Guerra Civil española. Se desplomó en los escasos años que median entre el mayo parisino, la invasión de Checoslovaquia tras la primavera de Praga y la publicación de Archipiélago Gulag en París en 1973.

El movimiento ultraizquierdista era por naturaleza ajeno y hostil al Partido Comunista. Lo reflejó Daniel Cohn-Bendit en un opúsculo Le gauchisme, remède à la maladie sénile du communisme. El PCF (Partido Comunista Francés) se lo devolvió con desprecio hacia sus protagonistas, que consideraba (como los comunistas italianos con Pasolini a la cabeza) unos hijos de papá malcriados que jugaban a la revolución en las calles, como podían haberlo hecho en el patio del instituto. La ruptura fue total y aunque el PCF sobrevivió algún tiempo gracias a un prestigio que ahora se antoja inverosímil, las ideas y las ilusiones que lo sostenían habían quedado inutilizadas. En las democracias liberales, Mayo fue la auténtica caída del Muro de Berlín. Hasta que no llegaron los populismos más de cuarenta años después de las jornadas de mayo, la llamarada revolucionaria del 68 calcinó la idea misma de revolución hasta convertirla en un puñado de ceniza, como la reliquia indescifrable de otra civilización.

 

Pensée 68

De esa hoguera surge también una generación de pensadores que va a hacer del antitotalitarismo el norte de toda su reflexión y su acción política. Como buenos sesentayochistas, no separan la teorización de la práctica, aunque esta se sitúe fuera de la esfera estrictamente partidista. Son los “nuevos filósofos”, que se esfuerzan por articular un pensamiento anti y postotalitario y volverán a colocar en el centro del debate público los principios del liberalismo, tan desacreditados hasta entonces. En una más de las varias “astucias de la razón” que caracterizan Mayo 68, la revalorización de Aron y su pensamiento, junto con el de buena parte de la gran tradición liberal francesa, es en parte consecuencia de la pérdida de la fe ocurrida en esos momentos. Algo parecido aconteció en Estados Unidos con el surgimiento del movimiento neoconservador entre intelectuales y profesores a los que la crisis de finales de los sesenta llevó a comprender la inanidad de aquellas ilusiones revolucionarias. (Si bien la crisis, en Estados Unidos el 68 no fue directamente político, como lo fue en Francia, tuvo allí más gravedad que en Europa, al afectar a la identidad misma del país y a la manera en que los norteamericanos vivían su propia identidad, por el fondo trágico de la Guerra de Vietnam y el desgarro social que dejaron ver los enfrentamientos, no menos trágicos, a raíz de la reivindicación de los derechos civiles por miembros de la comunidad negra.)

 

Vincennes

 

Los nuevos filósofos, como más adelante los “neocon”, no fueron bien recibidos. Ni, como era de esperar, por los adheridos a las diversos devenires grupusculares y/o minoritarios izquierdistas, ni por los grandes de un pensamiento que se había desarrollado en años anteriores y que su relación con lo acaecido en Mayo ha llevado a calificar de “pensé 68” (pensamiento 68). Deleuze, que estuvo entre los más virulentos, llegó a calificar a los Glucksman, Finkielkraut y Lévy, de teratólogos, especialistas en monstruosidades por su obsesión con los crímenes del comunismo. En el fondo, era una posición coherente con lo que Luc Ferry y Alain Renaut llamaron luego el antihumanismo de aquellos pensadores, desde la deconstrucción derridiana hasta el cuerpo sin órganos de propio Deleuze, pasando por los famosos Aparatos Represivos del Estado de Althusser, la biopolítica y la diseminación del poder de Foucault y el silencio epistemológico, tan inagotablemente dicharachero, de Lacan. Salvo el de Deleuze, los cursos de todos los demás se caracterizaban en general por su dogmatismo y su arrogancia, venida directamente de la filosofía alemana a lo Heidegger y muy lejos de esa zona templada y un poco mundana que había hecho todo el encanto de la filosofía francesa. (Siendo así, otra paradoja, que no había nada más frívolo, más snob que la posición “revolucionaria” de muchos de aquellos intelectuales, por ejemplo, la del grupo de la revista Tel Quel.) Evidentemente, el feroz ataque al sujeto lo había dejado malparado, aunque esa tarea de demolición intervenía, como también apuntaron Luc Ferry y Alain Renaut, en el preciso momento en el que se exaltaba el individualismo. La muerte del sujeto, e incluso del “hombre”, trajo aparejado el triunfo del “Yo”. Durante unos años, antes de que el tiempo barriera a los “gauchistas”, el narciso-leninismo llevó la voz cantante.

Aquellos grandes demoledores no acabaron con el socialismo, del que no se ocupaban mucho –ni siquiera Althussser– excepto para defenderlo de los “nuevos filósofos”. Procedieron en cambio a renovar la crítica del capitalismo, de la democracia liberal y de las instituciones de las sociedades más civilizadas, más humanas y más tolerantes de la historia: aquellas mismas que les daban la oportunidad de dedicarse a su labor destructiva. El nihilismo, la obsesión antioccidental, la desconfianza ante la representación democrática contribuirían mantener viva la llama del marxismo, justamente en los años que iban a asistir a su descrédito. Muchos de ellos procedían, por lo menos en parte, de esa tradición y de ella habían heredado esa peculiar idea, tan propiamente marxista, de la “práctica teórica”. La revolución, en otras palabras, se estaba haciendo allí mismo, en aquellas aulas, y los seguidores serían los herederos de la llama sagrada (y extinguida).

 

Vincennes

 

Donde con más intensidad prendió fue en las universidades norteamericanas, y a través muchas veces de los departamentos de francés. En la literatura –algo muy propio del 68– estará en parte la semilla de los estudios culturales (género, postcoloniales, etc.) en los que Allan Bloom detectó el principio del fin de la mente norteamericana o, en la traducción francesa, el “alma desarmada”. Años después, cuando llegó la hora del multiculturalismo como religión política, de las políticas de identidad con Obama, y de otra gran crisis financiera y económica, como la de los 70, en las universidades estarían listas las recetas y las cohortes de militantes imbuidos del auténtico espíritu revolucionario. Y Mayo, del que se imitaron las formas, los eslóganes y un cierto espíritu de burgueses y pequeños burgueses –ahora funcionarios–, jugando a la revolución, volvería a brillar con un resplandor que parecía primaveral.

La paradoja –porque siempre que hablamos de Mayo 68 entramos en terreno paradójico– estriba aquí en que algunos de los pensadores más icónicos del momento, en particular Deleuze, estaban describiendo una forma de funcionamiento social que anticipaba la llegada de un mundo nuevo, nueva etapa triunfal del capitalismo, caracterizado por las redes, la comunicación horizontal, la ausencia de jerarquías y el acceso universal a la información. Lo es hasta tal punto que el pensamiento de Deleuze ha podido ser reivindicado como propio por algunos jóvenes liberales franceses, como Gaspard Koenig. También resulta paradójico que la exaltación revolucionaria se produjo por los mismos años en los que Jean-François Lyotard –que también daba una clase, vespertina esta vez, y más heideggeriana que spinozista– dictaminaba el fin de los “grandes relatos” y la llegada de una postmodernidad forzosamente irónica y descreída, ya que no escéptica. El anuncio se compadecía bien con un movimiento revolucionario en el que, como era de esperar, la cuestión del poder era central, pero que nunca se tomó en serio la posibilidad de hacerse con él, como si la “participación” y la “emancipación”, palabras claves de aquellos años, se hubieran desplazado de la esfera tradicional de la política a otros campos, en particular el del “deseo”, otra palabra omnipresente en esos años y a la que Bernard Henri Lévy recurrió a la hora de hablar de aquellos pensadores que se negaban a abandonar el “pli” –reflejo, en este caso– marxista.

La obra de Gilles Lipovetky, La era del vacío, plasmó bien el éxito del repliegue en lo subjetivo que ha caracterizado al mundo occidental surgido de aquella revolución. No es la única “astucia de la razón” que se pudo observar en aquellos hechos. Régis Debray, en su panfleto contra Mayo, habló de las consecuencias conservadoras del movimiento, que incorporó al capitalismo y a la democracia liberal muchos de los valores y estilos de vida hasta ahí expulsados de escena, o reprimidos. Los apocalípticos acabaron integrados, según otra terminología, y fantasma recurrente en los participantes de las jornadas de mayo, obsesionados con no dejarse “recuperar” por el statu quo. Y desde otra perspectiva, el nuevo Estado surgido de aquellos años revolucionarios nunca ha sido tan fuerte, ni alcanzado tantas esferas, al haberse convertido, como analizó Marcel Gauchet, en suministrador de derechos. La pulsión anarquista reforzó al Estado, como la muerte del sujeto apuntaló la subjetividad, y –más paradojas– los derechos humanos empezaron a tomar el lugar de la política, hasta el punto de que cuanto más se politizaba la vida entera, menos autonomía tenía la política.

 

Changer la vie

El pensador francés Edgar Morin fue el primero en hablar de “revolución juvenil”, lo que venía a hacer de la juventud el nuevo sujeto “revolucionario”. No lo fue en política, como ya hemos visto. Lo fue, en cambio, en las costumbres, en la “vida”. La esencia antiautoritaria de la revuelta conseguirá que cristalicen nuevas realidades que habían empezado a estar presentes a lo largo de toda la década de los sesenta: feminismo, legalización del amor homosexual, derechos civiles para la población negra en Estados Unidos, donde la ausencia de una tradición marxista llevó a los jóvenes “revolucionarios” a adoptar como propias las formas de movilización y los motivos del movimiento antisegregación…

Vincennes

Los años posteriores incorporarían las corrientes ecológicas a estas novedades que, ahora sí, revolucionarían la vida de las sociedades desarrolladas. Este espíritu de apertura y tolerancia encaja bien con una de las particularidades más significativas del 68, que es, en todas partes aunque el escenario más recordado sigue siendo París, la liberación de la palabra y una suerte de entusiasmo o furor poético que inspiró los múltiples eslóganes que todavía hoy se recuerdan. Se había abierto una brecha –según el título del trabajo de Morin, Lefort y Castoriadis– por la que se coló un aire de fiesta y de libertad particularmente intenso en la primera quincena de mayo, cuando la ocupación de la calle y de los recintos universitarios permitió soñar con que debajo de los adoquines, estaba, efectivamente la playa… o la fiesta, la fiesta y las vacaciones perpetuas. (Bien es verdad que los revolucionarios juveniles respetaban los fines de semana, en los que volvían a casa a descansar.)

El recuerdo, consolidado por la transformación del hervor revolucionario en un espectáculo, según la terminología –tan pertinente– del grupo situacionista, resulta un poco engañoso. La palabra liberada fue acompañada de una gigantesca literatura panfletaria y de análisis, saturada de expresiones y lugares comunes marxistas. Basta volver a echar una ojeada al Journal de la Commune étudiante, recopilación de documentos realizada por Alain Schnapp y el historiador Pierre Vidal-Naquet, para darse cuenta de la importancia que tuvo el izquierdismo marxista que lo inunda todo de prosa indigesta, ilegible. A pesar de los brillantes apuntes de Daniel Cohn-Bendit en su panfleto titulado Le gauchisme, remède a la maladie sénile du communisme (1968), el izquierdismo contribuyó a encerrar todas aquellas novedades culturales y vitales en un discurso, una “práctica” –por hablar como entonces– obsesionada con la politización de las costumbres.

La deriva era tanto más lóbrega cuanto que una parte importante de la “revolución” de Mayo 68 era un cambio muy profundo vivido en primera persona por sus protagonistas y que afectó a la definición de una nueva identidad individual, hasta tal punto que nadie quedó al margen de lo que allí estaba surgiendo. En vez de la ligereza que sugieren los eslóganes sesentayochistas, y en vez de las ganas de vivir y de diversión que apuntan en la música pop y en muchas de las formas de expresión estética popular de la época, la combinación de política e investigación existencial dio pie a una atmósfera turbia, plomiza, que encuentra su expresión en buena parte del movimiento hippie, en los adeptos del beat y, en general, el underground. (No siempre la política estaba detrás de esta resonancia oscura, como muestran las experimentaciones estéticas de Warhol en Estados Unidos. Y, por otro lado, no siempre el arte underground reflejó estados de ánimo tan deprimentes: la crisis de las identidades fuertes fue también motivo de descubrimiento, juego y diversión.)

Esta atmósfera deprimente pervivió durante buena parte de los años setenta, hasta que la militancia y la politización dieron paso a una actitud vital más ligera, incluso frívola, que retomaba en tono de burla Mayo 68, y volvió a valorar la cultura popular que había despreciado el irremediable elitismo de los jóvenes “revolucionarios”, que siempre fueron conscientes del rechazo social que suscitaban en la mayoría social y de su propio carácter de minoría. (Sustituir la barricada por el happening no ha estado al alcance de todo el mundo hasta hoy, cuando la ideología sesentayochista ha anegado el sistema de enseñanza.) Mucho más tarde, André Glucksmann explicó a Sarkozy, futuro presidente de la República, que en vez de renegar del 68, como había hecho en un mitin electoral, haría mejor en reivindicar su legado. La Transición española, con la normalización de mucho de lo que hasta entonces estaba apartado de la escena social, tuvo algo de ese giro, general, por otra parte, en las sociedades desarrolladas por aquellos años. Daniel Cohn Bendit, por su parte, animó a olvidar el 68.

La verdadera revolución estaba hecha, pero de un modo muy distinto a cómo la imaginaron sus protagonistas, obsesionados con el esquema fijado en el ciclo que va de 1789 a la Revolución Cultural maoísta. Mayo 68 significó la celebración del fin de las revoluciones políticas y el inicio del largo declive de la izquierda que culminaría con su desaparición en la segunda década del siglo XXI, cincuenta años después. Ahora el espacio de la izquierda lo ocupan el populismo y su afán de democratizar la democracia liberal. Y ha vuelto a expresarse la nostalgia de lo comunitario que expresaron aquellos jóvenes desarraigados –en expresión de De Gaulle–. El espíritu lib-lib de Mayo 68 (otra expresión feliz de Cohn-Bendit, para hablar de los liberales-libertarios) se ha mudado por su parte en el enclaustramiento del individuo en identidades cerradas y, otra vez, hiperpolitizadas. Y el recuerdo de aquellas jornadas, después de contribuir decisivamente a una vida más libre, también está en el fondo de las obsesionantes políticas de identidad de hoy en día. De Gaulle acabó por fin en Colombey y quien escribió aquel eslogan en la pizarra de un Liceo estuvo sin duda entre los primeros jóvenes eternos, por no decir profesionales, de la historia de la humanidad.

 

PALABRAS CLAVE

Mayo • 68 • Revolución • Participación • Modernización • Deseo • Pensamiento • Liberalismo • Comunismo

 

BIBLIOGRAFÍA

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Schnapp, Alain y Vidal-Naquet, Pierre (1969): Journal de la Commune étudiante, París, Seuil.

 

Cuadernos de pensamiento político 8 (FAES), nº 58