La gran crisis, diez años después

Recordar los años de antes de septiembre de 2008, cuando se desencadenó la gran crisis financiera, es como volver a un mundo sin miedo. No es que todo el mundo hiciera gala de la misma temeridad, pero incluso los más prudentes se dejaban llevar por la oleada de optimismo a que daba lugar la facilidad con la que corría el dinero, como si los bienes inmobiliarios no fueran nunca a bajar de precio, los bancos no tuvieran límites en sus reservas y los gobiernos pensaran que las crisis habían quedado atrás para siempre. No se tuvieron en cuenta los avisos que empezaron a llegar desde el mercado inmobiliario en el verano de 2007. Así que el colapso de la bolsa de Nueva York y la quiebra de Lehman Brothers en la primera quincena de septiembre fueron un terremoto de dimensión desconocida, algo que de pronto abría un abismo al que resultaba vertiginoso asomarse.

Más ágil, la economía norteamericana se recuperó antes que la europea, aunque las dos sufrieron un grado desconocido de intervención gubernamental, con rescates masivos a uno y otro lado del Atlántico. Aquello salvó el sistema, pero la crisis había puesto de relieve demasiados fallos: la imprudencia de las empresas financieras, la inconsciencia de los agentes económicos, incluidos los pequeños inversores y los compradores de bienes inmuebles, así como la irresponsabilidad de los gestores públicos, entre la frivolidad y la corrupción. Empezaron años de pánico –al paro, a no poder rehacer la vida, a quedar endeudados para siempre- que muchos recordamos como algo siniestro e inacabable.

Políticamente, la crisis atacó la confianza en la democracia liberal, con resultados que no se han terminado. Es probable que no hayan hecho más que empezar. En lo moral, es decir en lo económico, la conciencia del riesgo predomina hoy en día. Está bien, sobre todo después de lo que pasó, pero el miedo no es buen consejero y muchas veces lleva a confiar en quien conoce nuestra debilidad.

La Razón, 11-09-18