La década de la precariedad

El año que termina estos días marca también el final de la segunda década del siglo XXI, una ocasión tan buena como cualquier otra para reflexionar lo que este nuevo siglo, ya no tan joven, nos ha traído. De estos diez años, lo primero que hay que destacar es el crecimiento sostenido a partir de 2014. Un éxito mantenido durante seis años (en Estados Unidos la década completa) que han permitido salir de la gran crisis. En nuestro país, este crecimiento ha sido particularmente intenso y ha propiciado cambios profundos en la vida económica (mercado de trabajo, exportación), aunque con características propiamente españolas: el desempleo sigue siendo excesivo y la productividad, baja.

Como en lo anterior, España participa también de otras grandes tendencias. La revolución tecnológica, que seguirá cambiando nuestra vida, la fragmentación en la representación política, que lleva a la pérdida de influencia de los antiguos grandes partidos, y la aparición de movimientos populistas que se consolidan en la derecha y la izquierda.

Estos últimos no son algo pasajero, como en algún momento se pudo pensar. Responden a situaciones que las tendencias económicas, sociales y culturales van a acentuar, en particular una: la precarización de la vida. Eso, y no el recuerdo de los días dramáticos de la crisis, lleva a pensar a muchos que la depresión sigue sin estar superada del todo. Lo está, pero sin volver al estado anterior. Hoy en día, la única seguridad es la de que apenas hay nada que la ofrezca. Y eso acompañado de la convicción de que la inseguridad va a ir en aumento.

Tal vez no había otro camino para lo que nuestro tiempo, al menos en las democracias liberales, exige, que es una autonomía cada vez mayor del ser humano, potenciada por la globalización y las tecnologías. Y a mayor autonomía, más riesgo. Parece, sin embargo, que se quiere la autonomía casi total… sin correr riesgo alguno. Así que en nombre de la autonomía individual (y colectiva) se le exige cada vez más al Estado. En las democracias liberales, esta tendencia no pone en riesgo el sistema, al menos por ahora, porque no hay alternativa. Aun así lo erosiona con la amenaza, o la realidad, de la ingobernabilidad. Y desde fuera, la democracia liberal va perdiendo el atractivo que una vez, tras la caída del Muro de Berlín, llegó a tener. Resulta difícil decir qué es más peligroso.

La Razón, 26-12-19