Glucksmann. El centinela trágico
La noticia del fallecimiento de André Glucksmann, el pensador francés, me ha conmocionado como la de un hermano mayor. Lo traté poco, y la diferencia de edad era grande, de casi veinte años, pero Glucksmann siempre me acompañó desde que a mediados de los setenta, corroboró con su ensayo La cocinera y el devorador de hombres lo que yo mismo, y como herencia de una familia de ideas socialdemócratas a la europea, siempre había pensado del comunismo: que es una aberración digna del totalitarismo nazi y –en esto supera al nazismo- la mayor mentira del siglo XX.
Glucksmann, por tanto, no me ayudó a salir de una ilusión marxista que no compartí, pero me dio argumentos valiosos y manejables. Siempre fue un hombre comprometido con la realidad, amigo del periodismo y de los periodistas, movido por la voluntad de tomarse en serio la ciudadanía, la dignidad de la persona en lo que tiene de esencialmente política. La demoledora argumentación contra el comunismo, cuando en España citar a Solzhenitsyn era considerado un signo de fascismo, podía haberme llevado a un nihilismo postmoderno de buen tono. De hecho, es a lo que ha llevado en muchas ocasiones: un radicalismo estético narcisista, que se complace en el vacío que dejó el desplome del Muro de Berlín. Glucksmann advirtió muy pronto de ese riesgo y fue ahí donde –para mí, como para muchos otros- resultó crucial.
No denunciaba sólo una ilusión del pasado. Denunció una y otra vez, incansablemente, el dejarse llevar por las ilusiones de los “relatos” y las «narrativas», en vez de empeñarse en la búsqueda de la verdad, o el perderse en la estúpida contemplación de un mundo feliz, donde los seres posthumanos y posthistóricos, también postpolíticos, habrían apartado para siempre la violencia y el Mal. Glucksmann, judío, conocedor desde muy pequeño de lo que significa la discriminación, sabía que eso se juega en el interior de cada uno: en la forma en la que escuchamos a nuestra conciencia -el demonio socrático, habría dicho él-, en las decisiones que tomamos o que dejamos que tomen los demás, entre ellos el monstruo que siempre anida en nuestro interior, dispuesto al prejuicio, a la mentira, al silencio: al crimen y a la buena conciencia. No se engañaba sobre la fragilidad del ser humano, pero en cada uno de sus ensayos, deslumbrantes de inteligencia y de estilo, daba un paso más que nos permitía comprender la nueva brutalidad de la que, más o menos inconscientemente, somos cómplices cada día. Lo echaremos de menos.
La Razón, 13-11-15