El derecho a quitar la vida

Hay en la eutanasia, a punto de ser legalizada en nuestro país, una promesa de emancipación y dignidad. Resulta algo paradójico. Los partidarios de la eutanasia, que han reunido una mayoría social y política, la conciben como la culminación de un largo proceso en el que el ser humano va ganando cada vez más autonomía en la realización de su vida y, ahora, en el momento de su muerte.

La promesa, sin embargo, viene condicionada por las cláusulas precautorias recogidas en el proyecto de ley. Tampoco para quienes van a votar la ley el ser humano puede abdicar sin condiciones del derecho a la vida y cederle a otro el poder sobre ella. Porque de eso se trata. Más que de liberar al enfermo, la cuestión es eximir de cualquier responsabilidad a quien va a dar la muerte a otro ser humano. (Estamos hablando de eutanasia activa, no de impedir el ensañamiento terapéutico, que es otro asunto, sobre el que hay una larga experiencia y que no necesita una ley como esta.) Con la entrada en vigor del nuevo texto, será por tanto posible romper el núcleo mismo de la sociabilidad humana, aquello que nos hace humanos. Bajo la retórica de la emancipación, queda establecido el principio de que la vida no es sagrada. Y por tanto se absuelve al victimario, declarado inocente por la sociedad tras haberlo sido por quien le habrá pedido la muerte. Alguien dirá que esta es una afirmación truculenta y excesiva. No lo es. Ni en sí misma, ni por lo que abre. Una vez dado el primer paso, se entra en un terreno resbaladizo por el que la humanidad ya transitó en los años 30 y 40, como recordó en su día el cardenal Spaemann.

Por otro lado, el gesto de solicitar la muerte no se produce en el vacío. Se dará en instituciones médicas que hacen todo lo posible por salvar vidas, pero que no están preparadas, porque no han sido pensadas para eso, para acompañar las últimas horas de un ser humano. En condiciones de escasez además, que llevarán a tener en cuenta esa “solución” entre las opciones existentes y, tal vez, empujarán a familias exhaustas, o en situaciones límite, a asumir el paso. Resulta imposible asegurar la plena libertad de un paciente sometido a tensiones de ese tipo, por no hablar de los iluminados que esperan su momento de gloria y redención.

Bajo la apariencia de emancipación y dignidad, está el fracaso: el de la familia y los amigos, el de los servicios médicos, el de toda una sociedad, incapaces de consolar, acompañar y asegurar al paciente de que su vida es lo más valioso y que va a ser tratado como se merecen los seres humanos. En su peor momento, allá por marzo y abril, el covid-19 intensificó la conciencia, ya presente antes, de que el sistema médico necesita avanzar hacia una mayor humanización, una nueva visión integral que permita comprender y tratar al paciente como un ser humano. Todavía estamos a tiempo de no olvidar nuestro deber.

La Razón, 17-12-20