Origen de la Institución Libre de Enseñanza (1)

 

La primera “cuestión universitaria” consistió en el enfrentamiento, en 1867, entre un grupo de profesores de la Universidad Central y las autoridades ministeriales. Acabó con la expulsión del grupo de Julián Sanz del Río, el introductor del krausismo en nuestro país, de la Universidad de Madrid. (Poco antes se había producido otro choque entre Emilio Castelar, el tribuno republicano, y el Ministerio de Fomento.) Fue uno de los episodios que precedieron al levantamiento que puso fin al reinado de Isabel II y dio paso a la Gloriosa Revolución de 1868. Convirtió a los krausistas, en particular al joven Francisco Giner de los Ríos, en el ideólogo del Sexenio y la Primera República. En 1875 se produjo la “segunda cuestión universitaria”. La expresión resume los hechos que culminaron con una nueva expulsión de Giner y algunos seguidores suyos de la Universidad. Esta vez, y habiendo hecho el desastroso experimento revolucionario, no hubo ningún levantamiento a favor de los «rebeldes». Ahora bien, en torno a todo aquello se fue tejiendo la leyenda que haría de los miembros grupo krausista, luego fundador de la Institución Libre de Enseñanza, los mártires de la resistencia contra la Restauración, un régimen que consiguieron teñir de reaccionarismo. El modelo del martirologio fue aplicado luego por la izquierda española a otras circunstancias, con el éxito que se conoce: es una narrativa aceptada por todos, incluido el centro derecha contra el que iba dirigida. Así es como se ha convertido en la sustancia del relato mítico de la democracia de nuestro país, en particular de la Monarquía parlamentaria de nuestros días. Las cosas, como era de esperar, fueron un poco distintas…

Del capítulo 5 de Francisco Giner de los Ríos. Estética, pedagogía y poder, Biblioteca Online, 2012.

 

En la madrugada del 1 de abril de 1875, a las cuatro de la madrugada, la policía se presentó en el domicilio de Francisco Giner de los Ríos. Giner tenía desde el 30 de marzo un catarro con fiebre. La tarde del 31, le habían dado la noticia de la muerte en Sevilla de un primo suyo, Juan Fernández Giner. Los agentes obligaron a Giner a vestirse y a acompañarles. No se le permitió que se comunicara con su familia ni con su médico. Tampoco permitieron que le acompañara José Fernández González, hermano del fallecido, residente en Madrid, que Giner se había llevado a casa para intentar consolarle. Antes de salir, Giner escribe una nota al Ministro de la Gobernación en la que “protesta respetuosa, pero enérgicamente, contra este hecho, que viola, no sólo las leyes de su patria, sino las de la humanidad”.[1]

Los agentes lo llevan a la estación de Atocha, y lo suben a un vagón de segunda clase. Giner quiere ir en primera y propone pagar de su bolsillo la diferencia. Los agentes no aceptan el trato. En Córdoba, el detenido tiene que cambiar de tren. Mientras espera el tren de Cádiz, que será su destino final, el Gobernador de la provincia pretende meterlo en la cárcel pero se decide a dejarlo esperando en la estación.[2] Giner llega a Cádiz el día 2 por la tarde. Lo ingresan en el castillo de Santa Catalina, que servía de penal. La primera noche se siente mejor. La segunda la pasa sin dormir y empieza otra vez a tomar sus medicinas. Cuarenta y ocho horas después de su ingreso en la cárcel, lo mandan al hospital. En una semana Giner está curado y se instala en un piso de la Plaza de las Flores. Allí pasará el resto del confinamiento, que dura hasta bien entrado el verano.

Mientras tanto, en Madrid siguen desarrollándose los acontecimientos. El día 6 de abril, también de madrugada, Salmerón es detenido y enviado al Norte. Esa misma noche Gumersindo de Azcárate sale custodiado para Extremadura. Augusto González Linares y Laureano Calderón, profesores en la Universidad de Santiago de Compostela, serán internados por esos mismos días en el Castillo de San Antón, en La Coruña. Según le cuenta González Linares a Giner, pasan allí unas doce horas. Dos años después de alcanzar las cumbres desde las que se proponían reformar la sociedad española, los krausistas habían acabado en la cárcel. ¿Qué había ocurrido para que aquellos hombres, todos ellos profesores y algunos eminentes catedráticos, llegaran en tan breve lapso de tiempo a padecer un destino tan lamentable?

 

Una segunda cuestión universitaria

La entrada en Madrid del general Serrano, el 7 de mayo de 1874, había puesto fin al gigantesco desorden en que acabó la Gloriosa Revolución de septiembre de 1868. Pero el final de la Revolución había llegado antes en el Congreso, cuando las intrigas de Salmerón impidieron la continuidad de Castelar y el general Pavía suspendió la sesión de Cortes. Fue una intervención sin un claro objetivo político, como no fuera rubricar el fin de una República que los propios republicanos acababan de dar por liquidada. Para organizar el orden restaurado, el general Serrano presidió un gobierno nacional de conservadores, radicales y republicanos no federalistas. Era el germen de un régimen presidencialista, como el que el general Mac Mahon, vencedor de la Comuna de París, había instaurado en Francia.

Antonio Cánovas del Castillo, el jefe del partido alfonsino, no quiso participar en este Gobierno que consideraba provisional. Pero el movimiento en favor de la vuelta al Trono de la dinastía expulsada en 1868 era demasiado fuerte. Cánovas quería un retorno pacífico, pactado con los partidos políticos. Se le adelantó el general Martínez Campos. Con su pronunciamiento en Sagunto, el 27 de diciembre de 1874, proclamó Rey de España a Alfonso de Borbón, hijo de Isabel II. Se organizó a toda prisa la vuelta del nuevo monarca, que estaba en París, y Cánovas asumió interinamente la Regencia.

Antonio Cánovas del Castillo había nacido en Málaga en 1828, de una familia modesta. Su padre era maestro de escuela y quería que su hijo Antonio se dedicara al comercio. Antonio, sin embargo, sentía una vocación irremediable por las letras. Tenía quince años cuando murió su padre. Salió entonces para Madrid, donde le acogió su tío, el escritor costumbrista Serafín Estébanez Calderón, al que luego dedicó, en agradecimiento, un estudio biográfico. Tuvo que trabajar en las oficinas del ferrocarril para costearse sus estudios de Derecho, y pronto empezó a labrarse una carrera literaria. Escribió una novela histórica y varios estudios sobre España en tiempos de la dinastía de los Austrias. Cánovas, conservador por instinto, era muy sensible a la historia. Pero también era un hombre ambicioso, mordaz, que gustaba de brillar en sociedad, y destinado a tener un éxito legendario con las mujeres, a pesar de no ser precisamente un hombre guapo.[3] En resumen: no estaba dispuesto a pasarse la vida en un archivo. En eso se parecía a Giner, que, en cambio, tuvo excelentes apoyos a su llegada a Madrid y jamás sintió la menor afición por la historia. Otro parecido, de los pocos que hay entre los dos personajes, es la anglofilia, ideal –eso sí- en Giner y práctica en Cánovas.

Al joven Cánovas se le abrían de par en par las puertas del Partido Moderado, y, si hubiera querido las de los progresistas, los dos grandes partidos en liza a mediados de siglo. Eligió un camino propio. Desde muy joven se inclinó por esa facción del Partido Moderado que llamaban los puritanos. Ya hemos hablado de ellos. Eran hombres de centro, la versión española del doctrinarismo francés. La monarquía constitucional era su régimen. En torno al Rey, que tenía capacidad para intervenir en la acción política, habían de reunirse dos grandes partidos, uno liberal y otro conservador. Los dos aceptarían las reglas del juego y se turnarían en el poder según los resultados de unas elecciones en las que sólo participaría, por el momento, un número limitado de españoles. A medida que la extensión de la propiedad fuera ampliando la riqueza y la instrucción de la población, se iría ampliando el censo de electores.

La incapacidad de la clase dirigente española para dar forma institucional a este consenso produjo la inestabilidad y en 1868, la caída de la Monarquía de Isabel II. Cánovas había participado en todos los intentos para conseguirlo. En 1854, él mismo redactó el Manifiesto de Manzanares, con el que se inició el bienio progresista. Durante los años de la Unión Liberal, con O’Donnell en el poder, Cánovas empezó a estrenarse en el poder, como subsecretario de Gobernación. Luego ocuparía cargos de primera fila y llegó a compatibilizar los ministerios de Hacienda y Ultramar, también con O’Donnell en el Gobierno, ya en la agonía del liberalismo centrista. A la caída de su jefe político, fue desterrado a Palencia, como Giner fue luego desterrado a Cádiz, y como tantos otros españoles, liberales y conservadores, lo fueron a lo largo del siglo XIX. Lo aprovechó para escribir un nuevo libro de historia, su Bosquejo histórico de la Casa de Austria.

El Bosquejo revisaba las posiciones históricas de su juventud. A pesar de la situación de inestabilidad abierta desde 1866 y que culminó con la Revolución de 1868, Cánovas no veía la historia de España como la de un fracaso histórico, como empezaba a ser común entre los liberales, sobre todo los progresistas. El realismo de Cánovas le empujaba al conservadurismo, pero estaba compensado por una voluntad férrea y unas convicciones morales y políticas muy firmes. Cultivaba una pose muy estudiada de desdén y escepticismo hacia sus compatriotas, pero no dejaba de confiar en las posibilidades de su país. La Monarquía, que había creado la nación española, era el principio en torno al cual se podía asentar ese régimen constitucional que garantizara al mismo tiempo la libertad y el orden. Desde su puesto de jefe del exiguo partido alfonsino (compuesto por quienes querían la vuelta al Trono del hijo de Isabel II) Cánovas dejó que la Revolución de 1868 se fuera abrasando sola. Él se dedicó a preparar el terreno. Quería un Rey reclamado por todos los españoles, no una Monarquía proclamada por un militar. No por eso descartaba la ayuda de algún militar, y habló con más de uno de un posible pronunciamiento.

[Continuará]

Ilustración: Antonio Cánovas del Castillo

 

[1] Jiménez-Landi, A. (1996), t. I, p. 305. Para el relato de la llamada “segunda cuestión universitaria” y los primeros pasos de la Institución Libre de Enseñanza, sigo fundamentalmente a Jiménez-Landi (1996), Cacho Viu, V. (1962), Azcárate, P. de (1967).

[2] Giner de los Ríos, F. (1965), p. 78. Ver también Cacho Viu, V. (1962), p. 293.

[3] Sobre Cánovas escribe la muy perspicaz Mª Letizia Rattazi, que era “de natural seductor, casi un profesional, se dice, su seducción es siempre de buen gusto” (“Naturellement galant, très-galant même, dit-on, sa galanterie est toujours de bonne compagnie”, Rattazi, Mª L. (1879), p. 114. Ver también Fernández Almagro, Melchor (1972).