Manuel Azaña. El mito sin máscaras
El 7 de noviembre de 1990 se inauguró en el Palacio de Cristal del Parque del Retiro, en Madrid, una exposición sobre la vida y la obra de Manuel Azaña. Se conmemoraba el 50 aniversario de su fallecimiento en Montauban, Francia. A la entrada, un gran panel fotográfico recordaba a los visitantes que allí mismo, el 10 de mayo de 1936, los diputados a Cortes y un grupo de compromisarios de diversos partidos habían elegido a Azaña presidente de la República española. Entre estos últimos estaba, por el PSOE, José Tobarra Molina, abuelo materno del comisario de aquella exposición, responsable del catálogo y autor de este libro. Acudieron el ministro de Cultura, Jorge Semprún, y el alcalde Madrid, Agustín Rodríguez Sahagún. Entre los invitados al acto estaban muchos de los firmantes de los estudios y ensayos que acompañaban, en el catálogo, a una importante selección de textos inéditos de Azaña: José Prat, entonces senador por el PSOE y amigo de mi abuelo en tiempos de la República, Federico Jiménez Losantos, Santos Juliá, Manuel Aragón y Javier Tusell, entre otros.
La exposición había sido una empresa delicada. Intentaba ex[1]poner una vida y una obra discutidas, y no sólo por quienes no se identificaron en su momento con la República y tampoco lo hacían con el legado republicano, sino también por los muchos que, en el bando republicano, habían discrepado de la política y los escritos azañistas. Aunque entonces el asunto empezaba ya a caer en el olvido, en 1990 todavía había quien recordaba la hostilidad con que fue acogida entre muchos de los republicanos en el exilio La velada en Benicarló, con su dura crítica a la conducta de la guerra. La publicación de algunos fragmentos de las Memorias en plena Guerra Civil había levantado ampollas. Prevaleció la idea de presentar la humanidad del personaje y su extraordinaria complejidad, sin entrar en valoraciones, aunque en una exposición con[1]memorativa como aquella prevalecía, como es natural, el recuerdo elogioso. El fiel de la balanza siempre, también entonces, se ha inclinado del mismo lado.
La exposición, que luego viajó a Valencia y a La Coruña, fue complementada con otros actos celebrados en Alcalá de Henares. Resultó un gran éxito, sobre todo porque respondía a un espíritu todavía vigente en la sociedad española, el mismo que había hecho posible la Transición: apartar la historia de la política y no utilizar la primera como un arma en el debate público, por mucho que el debate siguiera las mismas pautas de dureza que ha tenido siempre, en todo lugar. El recuerdo de los desastres de la Guerra Civil, la voluntad de perdón y reconciliación, y la conciencia de que ninguno de los bandos —bandos del pasado, en cualquier caso— podía reivindicarse contra el otro, estaban en el fundamento de aquel equilibrio. No lo quebraron los intentos de hacer suyo el lega do de Azaña por parte de políticos alejados de las posiciones de izquierda, como José María Aznar. Felipe González se mantuvo prudentemente apartado de las conmemoraciones del año 90.
Aquel equilibrio estaba destinado a romperse. El cambio ven[1]dría por el lado de la historiografía, porque nuevas publicaciones y nuevas investigaciones, correspondientes a nuevas necesidades, sacarían a la luz datos e interpretaciones distintas de las hasta entonces vigentes. Y también por el de la política, porque las preguntas que inevitablemente se iba a hacer una sociedad renovada acerca de los hechos ocurridos en los años 30 traerían aparejado un debate que acabaría cobrando carácter político. Se iba a poner a prueba, por tanto, el consenso fundador de la Transición. No era obligatorio, sin embargo, que ese consenso tuviera que verse afectado por los debates a los que daría lugar aquella renovación de la perspectiva histórica y de la visión que de su pasado tenía la sociedad española. No ocurrió así con los debates sobre la memoria en Francia o en Alemania en los años 70, cuando se revisó lo ocurrido en aquellos mismos años 30 y 40. Cambian las perspectivas, como es natural. No por eso tiene que cambiar el régimen que permite esos debates e incluso anima al surgimiento de nuevas posiciones en el interior de toda una sociedad ante su historia y ante sí misma. En cuanto a la historia, en aquellos años 90 se fraguó un cambio de modelo que afectó a la manera en la que hasta entonces se había interpretado la historia de España desde finales del siglo XIX. Con La libertad traicionada, yo mismo puse en cuestión el papel modernizador y democratizador de las elites regeneradoras y, supuestamente, reformistas. También hubo quien volvió a poner en cuestión el relato y la valoración que de la República y de la Guerra Civil había consagrado la historiografía oficial.
En cuanto a la política, en aquellos mismos años el centro de[1]recha reivindicó su papel y su genealogía liberal y constitucional en la historia. La gran novedad llegó más tarde, entrado el nuevo siglo. Dio la señal de salida la promulgación de la Ley de Memoria Histórica, con la que un Partido Socialista, ajeno ya a las pre[1]cauciones de quienes habían sido sus responsables hasta entonces respondió a las nuevas y legítimas preguntas de los españoles. Lo hizo reintroduciendo la historia en la política, reivindicando la República como un experimento impecablemente democrático y restaurando la dinámica «amigo/enemigo» como forma de hacer política. El intento de evasión, un poco nihilista, de Mariano Rajoy no sirvió de nada y la situación ha empeorado después. La figura de Manuel Azaña no iba a permanecer ajena a este cambio. Así se quebró el frágil equilibrio entre el respeto y la atención a la evidente complejidad de la figura —un equilibrio perceptible también en un monólogo sobre la figura en el que colaboré con José Luis Gómez, que lo interpretó de forma memorable—. Desde entonces, Azaña ha ido convirtiéndose en un santo laico. Él mismo evocó en su momento una santa trinidad formada por Pablo Iglesias, Giner de los Ríos y Pi y Margall. Hoy nadie recuerda a Pi y Margall, y es Azaña quien ha venido a sustituirlo en este panteón. Junto al socialismo (Iglesias) y a la estética y la pedagogía (Giner), Azaña viene a encarnar la democracia, democracia republicana, para mayor precisión.
En noviembre de 1978, los reyes Don Juan Carlos y Doña So[1]fía, de visita en México, hicieron algo excepcional: acudir al domicilio de la viuda de Manuel Azaña, Dolores de Rivas Cherif, para conocerla y saludarla. Era una forma de cerrar una herida personal, histórica y política, reconocer un legado nacional e incorporarlo, con la sencillez y la humanidad que están reservadas a los titulares de la Corona, a la Monarquía parlamentaria, la forma de la democracia liberal española.
El significado del testimonio gráfico de aquel encuentro ha ido cambiando con el tiempo. Entonces fue una prueba de reconciliación y continuidad en forma de reconocimiento. Ha acabado con[1]vertido en una legitimación a la inversa, como si Dolores de Rivas Cherif —que jamás debió de figurarse que llegaría a asumir un papel como este— legitimara con aquel gesto la reciente democracia liberal española. Una pirueta político-ideológica mediante la cual, borrados cuarenta años de historia, la Monarquía parlamentaria queda vinculada al recuerdo de la Segunda República representa[1]da por Manuel Azaña. Aún peor: la nueva construcción simbólica permite apartar la historia previa a Manuel Azaña. Como si la Monarquía parlamentaria española instaurada en 1978 quedara vinculada a la Segunda República y esta, a su vez, se hubiera encarnado en un país en el que hasta 1931 no había existido nada parecido a un régimen constitucional y liberal. En otras palabras, se establece una relación intrínseca entre Monarquía parlamentaria y República, y otra entre República y democracia liberal.
No cabe duda de que estas interpretaciones son lícitas y argumentables. No son indiscutibles, en cualquier caso, ni forman parte de los fundamentos históricos y políticos de la democracia española
La relación entre República y democracia es más complicada de lo que a primera vista puede parecer. Todos sabemos que no siempre una república es una democracia y Azaña, que lo sabía tan bien como cualquier otro, se esforzó siempre por anteponer la primera a la segunda. Por razones que se explican en estas páginas, en Azaña la República prevalece sobre la democracia y esta sólo es válida si respalda la República y, más exactamente, la República de los re[1]publicanos, la República del propio Azaña. Y es que la República y la democracia también estuvieron representadas por personas, movimientos y partidos que tenían de ellas una idea muy distinta de la que representa Azaña: desde Lerroux hasta Alcalá-Zamora, sin excluir a quienes no se sentían republicanos, en buena medida porque los republicanos como Azaña se empeñaron en expulsarlos del régimen. Así les ocurrió a los simpatizantes, votantes y miembros de la CEDA.
Y si la República no es sinónimo de democracia, en particular en la concepción de Azaña, tampoco la Segunda República advino, como se dijo entonces, en el vacío de un país sin civilizar, a medias feudal y a medias norteafricano, por no echar mano de otros términos más crudos, y más racistas, que durante mucho tiempo se han utilizado para describir la contextura moral de los españoles. En España había una tradición constitucional y liberal, propiamente nacional, que se remontaba a 120 años atrás. Estaba consolidada y firmemente arraigada en la mentalidad y en las costumbres españolas. Y si la Monarquía constitucional entre 1902 y 1923 no consiguió la transición a una democracia plena, fue en buena medida, como Roberto Villa ha demostrado recientemente con su estudio sobre la revolución de 1917, por obra de aquellos mismos que en 1931 se proclamaron los únicos demócratas. No era una tarea fácil, en cualquier caso, y el fracaso de los españoles no es ni mucho menos el único de los que se produjeron en Europa. Si se tiene en cuenta todo esto, se entenderá mejor lo discutible que es la vinculación de la Monarquía parlamentaria española de 1978 con la República. Lo lógico, y lo que no se ha hecho a pesar de algún esfuerzo coyuntural, era relacionarla también con la tradición liberal y constitucional española, intrínsecamente ligada a la Corona. Y lo lógico, y lo que tampoco se ha hecho, es exponer y explicar las virtudes y las ventajas que la Corona tiene, por razones políticas, ideológicas, culturales e históricas, para la preservación y la cohesión de la democracia liberal en nuestro país. Así que desde los años 70 venimos hablando de reyes republicanos y de una Monarquía republicana, como si eso fuera posible. Es una de las muchas fantasías absurdas que desde entonces pueblan el imaginario político e intelectual español. (…)