La luz de España. Sorolla. «Los contrabandistas»
De Diez razones para amar a España, Libris, 2019.
Picasso vivió mucho tiempo en Francia y Dalí, tan hipermoderno como radicalmente español, conoció el éxito internacional. Sorolla es otro de los grandes pintores españoles, como antes Mariano Fortuny, que alcanzaron una celebridad extraordinaria fuera de nuestras fronteras. En particular, y volvemos así a cruzar el Atlántico, en Estados Unidos. Allí supieron apreciar, tal vez como en ningún otro sitio, la forma en la que la luz mediterránea, andaluza —y española— formaba parte naturalmente de la nueva pintura moderna: un salto radical, pero enraizado en una tradición hecha de pura pintura.
En 1911, el norteamericano Archer Milton Huntington y Joaquín Sorolla firmaron un contrato por el que este se comprometía a entregar al primero una serie de grandes paneles pintados, que representarían las diversas regiones de España con sus paisajes y sus costumbres. Huntington,heredero de una de aquellas gigantescas fortunas de los «años dorados» del capitalismo estadounidense, empresario él mismo, era un apasionado de todo lo hispánico e invirtió buena parte de su dinero y su tiempo en coleccionar obras españolas e hispanoamericanas y en darlas a conocer en su país. Huntington vivió el “desastre” del 98 desde el lado norteamericano, pero no sintió desprecio ni conmiseración hacia España. Su interés daba cuerpo a un esfuerzo de comprensión de largo aliento, pensando en plazos históricos y con la mirada puesta en una España, la España tradicional, que estaba a punto de desaparecer a consecuencia del la modernización del país.
La Hispanic Society que fundó en Manhattan, y que sigue abierta al público, es un maravilloso compendio de la cultura española, entendida en toda su complejidad y su diversidad, pero también en su profunda unidad. Llegar al edificio de estilo clásico —clásico neoyorquino— una tarde húmeda y fría, adentrarnos en el patio decorado como una encantadora fantasía ornamental española del siglo xvi, con algunas grandes pinturas latinoamericanas y un famoso retrato de Goya, y alcanzar por fin la sala donde se expone el encargo a Sorolla, con todas sus paredes cubiertas por las pinturas —el conjunto se titula Visiones de España— es una de las sorpresas más fuertes que se pueden recibir en una ciudad en la que abundan las sorpresas. Incluso sabiendo lo que le espera, el visitante se queda sin aliento ante la explosión de color y, sobre todo, de luz, de luz mediterránea, andaluza o castellana que lo inunda todo, suficiente para cambiar la atmósfera entera de Manhattan.
Para 1911 Sorolla era un pintor bien conocido por su estilo inconfundible, personal y a la vez inequívocamente español, tanto que él mismo contribuyó a fijar una espléndida imagen de España. El encargo de Huntington le llevó a viajar por todo el país. A Sorolla no le bastaban las ideas ni los recuerdos. Quería pintar la realidad, el paisaje español tal como él lo veía.
(En el contrato con Huntington figuraba también la realización de una serie de retratos de la elite española del momento. Sorolla lo cumplió en parte, representando a Baroja, Azorín y Juan Ramón Jiménez. No le gustaba someter a su retratado a un posado demasiado largo. Pensaba que el cansancio y el aburrimiento sofocan la chispa de espontaneidad y de vida, el espíritu que él iba buscando según la gran tradición del retrato español. En la Hispanic Society se ve también el soberbio retrato colectivo del patronato de la Casa Museo del Greco, que da buena cuenta del renovado interés por el pintor griego-toledano, y en el que aparecen Alfonso XIII, el marqués de la Vega Inclán, otro gran filántropo, esta vez español, y el propio Huntington.)
El encargo de Huntington dejó exhausto a Sorolla, trabajador infatigable, disciplinado y exigente. Fallecería pocos años después de haberlo acabado. El cansancio le llevó a volver de nuevo a su querida Valencia natal, que tan bien había retratado a lo largo de su vida, y luego a las islas Baleares, a Ibiza en particular, donde se dispuso a cumplir con un nuevo proyecto. El cliente era esta vez Thomas Fortune Ryan, también norteamericano, gran mecenas y enamorado de la obra de Sorolla. Ya antes de ponerse a la tarea, el pintor se regocijaba de «los miles de duros» que le iba a reportar. Sorolla nunca pierde la alegría de vivir y parece mentira que los lienzos de Ibiza sean de los últimos que pintó, más en particular los últimos que pintó al aire libre.
Uno de estos cuadros lleva por título Los contrabandistas. Sorolla se proponía representar una escena costumbrista y pintoresca, con mulos de carga incluidos, pero el Mediterráneo volvió a ejercer sobre él la fascinación de siempre y trasladó el episodio al borde del mar; como en otro cuadro pintado por entonces retrató a dos chiquillos ibicencos buscando mariscos en una concavidad rocosa, en plena costa. Los dos motivos son muy de la época, signo de un cierto sentimentalismo social, como el famoso ¡Aún dicen que el pescado es caro! Como dijo por entonces José Canalejas, el político liberal español asesinado por un anarquista en la Puerta del Sol de Madrid en 1912, ahora «todos somos socialistas».
También era muy de la época la pintura de paisaje. Aquí el nuevo paisajismo estuvo íntimamente relacionado con el descubrimiento de una España inédita, olvidada o —supuestamente— falsificada en el siglo xix. Había llegado la hora de descubrir el verdadero paisaje español, el alma del país. Regoyos, Beruete, Zuloaga, Gutiérrez Solana están entre los grandes paisajistas de estos años, afanados por pintar el ser de su país. Castilla, la Castilla orgullosa, arisca y melancólica, acapararía el primer plano. La acompañaron las variantes regionales que componían un mosaico específico. El género se salvó de la trivialidad y de la ideología (nacionalistas ambas) por su extraordinaria calidad pictórica. Otro tanto ocurrió en la literatura.
En Los contrabandistas, Sorolla vuelve al motivo del paisaje, aunque tratado de una forma original. Lo que pinta es un acantilado rocoso que cae a plomo sobre el mar. No está visto desde la lejanía, que nos permitiría admirar la belleza del lugar. El pintor nos sitúa justo en el borde. El cuadro entero es un gigantesco escorzo, como si nos hubiéramos inclinado para contemplar, muy al fondo, la superficie marítima. Un mar sin horizonte, del que vemos una mancha densa de azul ultramarino, radicalmente mediterráneo, con una sugerencia de profundidad. El mar no está quieto, como indican los brillos blancos que exhibe, más numerosos a la derecha, cuando entra en la escotadura. Estamos, por tanto, ante una pintura de formato fotográfico (a Sorolla le interesó el arte de la fotografía, sobre todo en cuanto a los encuadres que permitía) y que refleja un punto muy concreto del paisaje ibicenco: sol, mar y rocas, estas últimas ocupando casi todo el lienzo y pintadas, sobre todo las de la derecha, con una soltura característica, acentuada aún más, hasta el virtuosismo más extraordinario, en los últimos años.
En cuanto a los contrabandistas, son tres personajes masculinos que andan escalando el acantilado a cuerpo limpio, descalzos, vestidos con pantalones verde gris y blusas blancas, casi fundidos con las rocas, y con grandes fardos de mercancía a sus espaldas. Están concentrados en el esfuerzo, más intenso aún por la carga que llevan sujeta con cintas anchas a la frente. Como los grandes pintores clásicos, Sorolla ha conseguido plasmar en el gesto de sus personajes una tensión extrema. Física, por la precariedad del equilibrio en la escalada y el peso que están transportando. Y moral también, porque sentimos la urgencia por culminar la subida. Al practicar el contrabando en pleno mediodía el riesgo se ha multiplicado, aunque tal vez los proteja el calor, que aleja a las fuerzas del orden.
Como tantas veces ocurre en Sorolla, todo en este cuadro está en movimiento: el mar, abajo, y los personajes, empeñados en vencer todas las leyes que se les pongan por delante. Hay una energía interna que se impone al espectador fascinado ante una obra cuyo desequilibrio interno recoge y acentúa el desequilibrio en el que el propio espectador se ha situado para asomarse al abismo. La tensión va intensificada por la luz que baña toda la escena, luz brillante, implacable, tanto que disuelve los cuerpos y los convierte en pura luminosidad: los ocres y los blancos de las rocas, los toques verdes de la rala vegetación que ha logrado crecer, el azul del mar al fondo, el lavanda de las sombras en las rocas y el color rojizo de otra sombra, la que cubre los rostros de los contrabandistas. (El único detalle pintoresco es la gorra de colores con la que uno de ellos se cubre la cabeza).
Y como tantas veces en Sorolla, la luz es la protagonista. En Los niños pescando mariscos, convirtió el recoveco entre las rocas marinas en una explosión de colores. En La niña curiosa y en La bata roja, que tienen por escenario una misma caseta de playa, la luz lo anula todo, salvo la sensualidad y la pura alegría de vivir, tan propia de la playa mediterránea. Y en La siesta, por fin, llega hasta el límite expresivo, con unas cuantas machas que sugieren cuatro cuerpos femeninos, tendidos sobre el césped bajo la sombra luminosa de un árbol.
Sorolla, como el gran John Singer Sargent con quien tantas veces se le ha comparado, no cruzaría esa frontera. La luz es la protagonista, pero no existe fuera de los cuerpos que envuelve y a los que da sentido. Los desmaterializa, pero no los anula. Por eso nunca deja de ser un pintor realista, interesado en la verdad de lo que está retratando. Como la luz lo inunda todo, parece que Sorolla idealiza lo que pinta. No es así, y el artista no deduce de lo retratado una verdad esencial. La pintura no es una destilación ideológica ni sentimental, como la obra de Manet o la de Van Gogh no aspiran a revelar la Francia auténtica ni los auténticos Países Bajos. «Sin simbolismos ni literaturas», como dijo una vez, y en otra ocasión: «No busco filosofías». Demasiado cosmopolita, evidentemente feliz con su nacionalidad española, lejos del tremendismo castizo y muy consciente de su genio de pintor, Sorolla no retrata en sus obras una España trágica que aspira a la eternidad. Las costumbres cambiarán, como también acabarán cambiando los paisajes. Queda la luz y con ella la confianza en que esa esencia española inmaterial, indecible, seguirá dando sentido a lo que venga luego.
Esa luz ilumina y dignifica aquí a tres hombres empeñados en una lucha feroz por la vida, los dota de una humanidad que, como espectadores, compartimos. Inspirado en el sentimentalismo social del fin de siglo, Sorolla sigue también una larga tradición propia de la pintura española: la de la dignificación de los seres humanos, incluidos los humildes, los perseguidos, los marginales.
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