El amor de Dios

San Mateo cuenta cómo unos magos de Oriente se presentaron en Jerusalén preguntando por aquel cuyo nacimiento les había sido anunciado por una estrella. San Lucas, por su parte, relata lo ocurrido en Belén por las mismas fechas, cuando, en la ciudad de David, unos pastores acampados al raso vieron llegar a un ángel. Rodeado de la gloria del Señor, les anunció que había nacido un salvador, el mesías, el Señor, y que lo encontrarían acostado en un pesebre, envuelto en pañales. A aquel primer ángel se sumó luego una multitud, un ejército celestial, que alababa a Dios diciendo: “Gloria a Dios en el cielo y paz en la tierra a los hombre que él ama”.

 

La estrella y el ángel encaminaron a aquellos primeros creyentes a adorar a Dios, nacido entre nosotros como el niño más humilde. Es bien sabido que los magos le ofrecieron reglados suntuosos, oro, mirra e incienso, de entre los más valiosos productos de la naturaleza y el arte. Los pastores le ofrecerían sus oraciones, su bienvenida y tal vez, según quiere la tradición, algunos productos más pobres que los de los magos, fruto de su esfuerzo y de la simple vida de sus animales.

A nadie se le ocurrió hacer sacrificio alguno. Como anunciaron los profetas antiguos, la llegada del Señor no los requería. La llegada requería, en cambio, la celebración de su presencia en la tierra como un ser humano, venido para compartir nuestra condición entera, las alegrías tanto como el dolor. También requería el agradecimiento. De ahí nace el gesto, natural como pocos, de ofrecerle un regalo en homenaje, o al menos, como lo sugiere san Lucas de los pastores, la presencia y el calor de su compañía. Sobre todo, requería algo que aquellos creyentes debieron de comprender muy bien, con una intensidad que la fe, desde entonces, nos ha permitido vivir de nuevo una y otra vez.

Aquel niño acostado en un pesebre, porque María y san José no habían encontrado otro sitio en la ciudad, traía un mensaje de amor puro, sin exigencia alguna. Bastaba con escucharlo, acudir y dar gracias por su manifestación. Ese amor estaba, y sigue estando desde entonces, a disposición de todo el que preste atención y disposición a recibirlo. Nos espera a cada uno, sin fallar nunca, capaz de resistir a la intemperie, en los lugares más despojados, en las noches más oscuras y más frías. Nuestro agradecimiento siempre se quedará corto, incluso cuando se manifieste en los objetos más espléndidos. Ahora bien, aun cuando no seamos capaces de dar mucho, el Señor hecho hombre, la encarnación del amor de Dios, lo celebrará como si tuviese un valor infinito. Lo tiene, como sabemos desde aquellas horas.

Casi todo lo que vino después estaba prefigurado en esas dos escenas. Ni antes ni después ha ocurrido nada tan noble y tan sencillo. Había llegado Dios, para recordarnos con su amor infinito y su generosidad inagotable lo que de verdad significa nuestra naturaleza de seres humanos, nuestra humanidad.

La Razón, 23-12-11