Madrid. De «Diez razones para amar a España»

Madrid

En Diez razones para amar a España, José María Marco expone otros tantos motivos que justifican el amor a nuestro país; el paisaje, la lengua, la literatura, la pintura, la música, la Corona, la religión, la nueva España, Nosotros… “Madrid” es uno de ellos y el siguiente texto forma parte del capítulo que se le dedica.

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Es posible que Felipe II escogiera Madrid como capital de su reino a causa del papeleo generado por las Indias: hacía falta un sitio fijo para instalar una administración profesional. No sabemos si fue así, pero la hipótesis, verosímil, sugiere que Madrid capital es una ciudad antes que nada política. Aunque tuviera cierta relevancia en el reino de Castilla, no tenía el peso de otras, como Burgos, Toledo o Valladolid. El rey no quería interferencias en sus decisiones y, al mismo tiempo, dejaba plasmada una idea de España, la de una Corona que respetaba el carácter pluralista del país y no intentaba forzar la centralización. Madrid se convirtió en la esencia de España porque no representaba a ninguno de los reinos que componían la monarquía. Por eso mismo, los representaba a todos. Puesto al servicio de la Corona, Madrid deja de lado la pretensión de crear una tradición propia. Sin pasado —o casi—, será una urbe moderna por esencia. Un gran conocedor de Madrid hablaba de «la ciudad sin secretos». Como es natural, siempre será ciudad y nada más que ciudad. Los madrileños son naturalmente urbanitas, como lo son, por otra parte, los españoles, a los que les cuesta no vivir en la ciudad. Y la villa, escenario fastuoso del primer Estado planetario, que extiende su poder por cuatro continentes, deja atrás la cuestión de su identidad. Cualquiera que llegue y acepte la convención tácita que se le ofrece será considerado madrileño. Aquí no hay inmigrantes: solo gente que comprende lo que ser madrileño quiere decir. La condición se adquiere mediante un giro intelectual —descartados el sentimentalismo, las emociones y el folklore—. También es la más dispuesta a reírse de sí misma. Es la elegancia de Madrid, a veces interpretada como frivolidad, pero sin la cual la noción misma de España estaría incompleta. Por eso Madrid ha sido siempre diana favorita de nacionalistas, resentidos y amargados de todo pelaje.

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Tal vez fuimos posmodernos sin saberlo, aunque, de conocerla, no nos habría gustado la nueva etiqueta. Si habíamos dejado atrás el mundo progre y el hipismo, no era cuestión de dejarnos clasificar de nuevo. Desde otro punto de vista, en cambio, aquello sí tenía que ver con la Transición. Pero más que con el hecho político en sí, con todo lo ocurrido en la sociedad española bastantes años antes y que acabó cuajando en la formación de una democracia liberal. Los Ramones, los Clash, Blondie, los Sex Pistols, también Alaska y los Pegamoides, Los Secretos, Radio Futura, los Zombies o Aviador Dro y sus Obreros Especializados nos llevaban a apreciar de otro modo formas de cultura popular que las generaciones anteriores habían descartado, cuando no despreciado. La distancia irónica, propia de jóvenes bien educados y elitistas por naturaleza, no nos la quitaba nadie, pero entre Ovidi Montllor y Salomé, o entre Massiel y Paco Ibáñez, no había ninguna duda, como entre Carlos Saura y las películas de Marisol optábamos a ciegas, como una cuestión de principio, por las de la última. Si había algo prohibido, era el aburrimiento.

Todo aquello ocurrió en Madrid, capital política del país y sede de un Estado hasta hacía muy pocos años autoritario. Valencia y Barcelona habían visto surgir tendencias similares, aunque allí tuvieron más peso intelectual que en Madrid, donde todo se resumía en una fiesta perpetua o, como mucho, en algunas experimentaciones en pintura. Por eso la movida acabó siendo madrileña. La insustancialidad se correspondía con el estatuto de la ciudad, en trance de redefinición entonces. La Constitución de 1978 dio a la villa de Madrid el rango de capital de España, pero no siempre estuvo claro su papel en lo que estaba entonces naciendo, que era la España de las Autonomías.

Integrarla en alguna de las dos Castillas, rediseñadas entonces, resultaba difícil porque ya a mediados de los años setenta Madrid había alcanzado rango y dimensión de gran ciudad, con 3,5 millones de habitantes (de 1940 a 1970 casi triplicó su población) y un fuerte componente industrial. Estaba claro que absorbería las energías y la riqueza de la Comunidad Autónoma en la que se incluyera. Se habló de una solución como la que rige para Washington D. C. y México D. F. Un distrito federal madrileño, que sacase a Madrid del entramado de las Autonomías y lo situara bajo la gestión directa del Estado, algo que parecía coherente con la historia de la ciudad, siempre relacionada con este.

La marca D. F. halagaba la vanidad madrileña. Requería, en cambio, un Estado federal. Por prudencia ante las pulsiones secesionistas, quedó descartada en favor del Estado de las Autonomías. Así que Madrid, la capital y la provincia, fueron declaradas Comunidad Autónoma, una de las 17, a las que se sumaron las ciudades de Ceuta y Melilla, que acabaron conformando el mapa político de la España democrática.

Y al final, a mediados de los ochenta, Madrid consiguió un himno —no oficial, claro está—. Lo compuso el grupo Séptimo Sello, antes llamado YHVH, nombre impronunciable a propósito, como el espíritu de Madrid. Todos los paletos fuera de Madrid —título de la canción— fue el gran propósito al que Séptimo Sello, que conocía muy bien la naturaleza de la ciudad, convocaba a todos sus habitantes: de Vallecas, Orcasitas, Carabanchel, Pan Bendito, Parla, Alcobendas, San Sebastián de los Reyes, Getafe, Latina, Cascorro, Barrio de Salamanca, Barrio Lucero, Oporto, Marqués de Vadillo, Algete, Escorial, Villalba… La nación madrileña.

La reivindicación del espíritu de la capital (Séptimo Sello no perdonaba el «olor a campo») llevaba implícita algo que quedaba sin decir. Y es que muchos de los habitantes de Madrid guardan un recuerdo muy vivo del pueblo del que proceden, ellos o sus padres. Muchas veces lo madrileño consiste en ese equilibrio precario entre el espíritu puramente urbano y lo que queda de una España que nunca se deja atrás del todo.

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