Aprendizaje del idealismo. «La ruta de don Quijote», de Azorín

En 1905, José Ortega Munilla, director del diario madrileño El Imparcial, encargó a Azorín un reportaje sobre la ruta de Don Quijote. Azorín emprendió el viaje y El Imparcial fue publicando quince crónicas enviadas por el escritor periodista desde La Mancha. La ocasión la proporcionaba el centenario de la edición de la primera parte del “Quijote” en 1605. De fondo, estaban los debates sobre la regeneración de España: su atraso, su encaje o no en “Europa”, la naturaleza de su cultura, su carácter y su identidad. La figura de Don Quijote, tan absorbentemente literaria, propiciaba como pocas aquellas divagaciones, algunas veces tan inspiradas como las de Unamuno. Se ventilaba en ellas el contenido y la función del recién nacido nacionalismo español, que fue el significado de la palabra “regeneración”.

Con algo más de treinta años, Azorín era demasiado joven como para desprenderse de toda aquella parafernalia –he estado a punto de escribir morralla- entre sentimental e ideológica. En sus crónicas, luego publicadas bajo el título de La ruta de Don Quijote, queda un rastro relevante de todo aquello. Azorín no pierde ocasión de hablar del estado lamentable de las villas y los pueblos de La Mancha, un motivo que arranca con la consideración de Argamasilla de Alba como “pueblo enfermo” y culmina con la tenebrosa visita al Toboso, descrita como una ciudad fantasma, recuerdo arruinado de un pasado portentoso. Azorín insiste una y otra vez en que allí el tiempo parece haberse detenido, una de esas obsesiones regeneracionistas según las cuales nuestro país y nuestro pueblo han sobrevivido intocados al paso de una historia que es pura ficción.

Consideraciones parecidas nutren las reflexiones sobre las intermitencias de energía y atonía que atestiguan las obras públicas iniciadas y luego abandonadas, testigos -casi mártires- de una falta de constancia elevada a rasgo de carácter colectivo, como una historia hecha de ruinas. Y como Don Quijote es el guía y el símbolo de toda esta revisión, el centro lo ocupa la cuestión del valor del idealismo quijotesco. Este contrasta con el idealismo práctico de los ingleses. Es  otro lugar común de aquellos años obsesionados con la superioridad de la raza aria y anglosajona. Nuestro idealismo, al parecer, se encaminaba por otros derroteros.

Si Azorín se hubiera limitado a reformular estos temas, su obra tendría un interés histórico, casi arqueológico, como ocurre con los trabajos que se ocuparon de la decadencia y la inminente desaparición de España. Azorín, sin embargo, era demasiado artista para eso, y también estaba imbuido desde el principio, ya incluso desde sus más frívolos postureos anarquistas, de una predisposición conservadora que acabará transformando estos tópicos en la materia literaria original y de alcance muy distinto.

Todo empieza, como es natural en aquellos años de egotismo desenfrenado, por el propio Azorín, que se enfrenta en su primera crónica quijotesca a una empresa  que es “una misión sobre la tierra”. Doña Isabel, sin duda la dueña de la pensión o de la casa donde vive el escritor, se muestra escéptica. Tanto, como para confesar que ha tenido la tentación de quemar todos los papeles de su pupilo durante uno de sus viajes. Si doña Isabel queda convertida en el ama de Alonso Quijano, no hace falta decir en qué ha empezado a transformarse Azorín. ¿Cabe, efectivamente, empresa más quijotesca que seguir la ruta de un personaje de ficción para desentrañar a partir de ahí el alma de un pueblo?

Una y otra vez veremos al autor perplejo o enfrascado ante sus cuartillas, como en la crónica contemplamos, junto con Azorín, al hidalgo perdido en la lectura de sus libros. Y una y otra vez el autor, desmaterializado en pura palabra, se introduce en el espíritu cervantino o en el de Don Quijote, como ocurre cuando visita la cueva de Montesinos y revive en negativo, con más patetismo aún, el mundo maravilloso que el hidalgo contempló en la caverna húmeda y oscura. Más que reminiscencias platónicas, hay aquí cierto patetismo entre populista y demagógico, muy de la época. Lo que vale, aun así, es la sugestión del escenario, que permite revivir la angustia del personaje cervantino.

Con esto ya sabemos lo suficiente para comprender que el motivo del tiempo detenido no va a parar, en la pluma de Azorín, en un nuevo lamento sobre un pueblo y un país paralizados en un eterno momento ahistórico. Al revés, el desconcierto que se manifiesta aquí ante un tiempo que parece seguir leyes que le son propias, llevará al autor a convertir esa misa materia en el motivo esencial del creador. En las crónicas quijotescas se habla a menudo de su detención y su inmovilidad, pero ya se percibe aquí otra perspectiva acerca de la capacidad del tiempo para rescatar a los seres vivos, también las ideas y las emociones, de lo que parece ser su destrucción inexorable.

El tiempo, en Azorín, no condena. El tiempo salva, y así lo demuestran muy en particular el paisaje, los animales, las plantas. Bien es verdad que eso le exige, al ser humano, una determinada sensibilidad que sólo se adquiere mediante el cultivo de una actitud que se parece mucho a la humildad. Azorín ha empezado a aprender esto, que será el eje de su vida sentimental y estética, y lo hace gracias al paisaje manchego, y también gracias a sus pobladores, que lo saben de instinto porque así lo han heredado. No hay por tanto una vuelta a lo auténtico, como preconiza el regeneracionismo. Lo que hay es el redescubrimiento de una ética centrada en la continuidad como valor supremo.

Este aprendizaje no es sencillo. Lo demuestra la propia figura de Don Quijote. La ensoñación libre, ese “anhelo que no podemos explicar” y que ha perdido sus ataduras con la realidad, puede llegar a ser tan destructivo como cualquier empresa de demoliciones guiada por la voluntad de hacer tabla rasa y empezar de cero. Esta reflexión llegará más tarde. Por ahora, empieza a perfilarse en los apuntes sobre el hidalgo y en aquellos otros que Azorín dedica a sus compatriotas manchegos, aquellos  que, llevados de la “exaltada” fantasía restauradora, se han encerrado en un mundo de ficción ajeno a la realidad y donde el sentido depende únicamente de la fe prestada al mito: la cárcel donde estuvo encerrado Cervantes, la villa natal de su abuelo, el retrato del hidalgo que le sirvió de modelo y al que la Virgen libró de “una gran frialdad que se le cuajó dentro del cerebro”…

Claro que si no fuera por eso la ruta de Don Quijote no tendría sentido alguno. De ahí se deduce el carácter especial de La Mancha, ese rasgo castizo que de una materia intrínsecamente prosaica, como de buenas a primeras se aparece el paisaje manchego, se lanza al vuelo más alto de la fantasía. También Galdós, además de Cervantes, fue sensible a esta particular realidad manchega que dignificó su obra y contribuye a explicar tanto a Don Quijote como a Sancho Panza: una cierta hipersensibilidad, una disposición a ver, sentir y dejarse arrastrar por algo que está más allá de los sentidos y de la que no siempre se obtiene el mismo resultado, ni de la misma entidad. Del fracaso y del ridículo a la gloria apenas hay una línea muy afilada.

Esta ambivalencia nos permite, finalmente, entender cómo el trabajo que Azorín realiza sobre la materia de su obra acaba siendo el motivo central de esta y de su actitud. Azorín ha empezado ya, en 1905, a adoptar esa actitud que consiste en afinar la sensibilidad hasta descubrir en los seres y las cosas una naturaleza más profunda que la apariencia, y también es más fina, más inmaterial. La verdadera naturaleza de la realidad se descubre así, y nos deja contemplar, y poseer, tesoros infinitos de belleza y de bondad: en los animales y en el paisaje, claro está, pero más que nada en lo que puebla la realidad humana. Son los amigos de Azorín en esta Ruta de Don Quijote: el sacerdote don Cándido y su casa, de una elegancia inigualable, o la muy hermosa Juana María, que compendia en la forma de decir una sola frase (“¡Ea, todas las cosas vienen por sus cabales!”), la naturalidad y el arte supremo que Azorín ha empezado a aprender con la redacción de sus crónicas, en el mismo paisaje que inspiró a Cervantes su obra maestra.

Libertad Digital, 05-03-17

Ilustración: Monumento a Don Quijote y Sancho en Campo de Criptana.