La pérdida de la identidad

Gerard Russell. Heirs to Forgotten Kingdoms, Nueva York, Basic Books, 2014.

 

Los mandeos, que durante siglos vivieron en las marismas del sur de Iraq, se consideran descendientes de Seth, el hijo de Adán y practican el bautismo en el agua siguiendo el rito de San Juan Bautista, al que consideran el máximo profeta. Los yazidíes, kurdos, adoran un ángel en forma de pavo real y han combinado creencias que se remontan a centenares –o miles- de años antes de nuestra era con otras procedentes del sufismo. En Irán sobreviven algunos mazdeos que siguen adorando principios parecidos a aquellos que una vez inspiraron la religión del imperio persa, el maniqueísmo zoroastriano, la misma religión que practicaban, posiblemente, los Magos de Oriente que acudieron a adorar a Jesús recién nacido y que inspiró algunas de las bases del judaísmo y, por tanto, de las otras dos religiones monoteístas. Los drusos del Líbano siguen fieles, a su manera, a fórmulas gnósticas en las que sobreviven las enseñanzas de algunos filósofos griegos expulsados a territorio musulmán por los emperadores bizantinos. En Israel, los pocos centenares de samaritanos que han sobrevivido mantienen el equilibrio entre judíos y palestinos (musulmanes o cristianos), pero conservan intacta la ceremonia de la Pascua y siguen creyendo que el Templo que ellos construyeron en el Monte Gerizim fue anterior al Templo de Jerusalén. Se consideran los descendientes de José, el hijo perseguido y luego triunfante de Jacob. Entre los coptos egipcios, hay quienes afirman también que ellos siguen siendo los auténticos egipcios. Y en Pakistán, en el Kafiristán –la tierra de los no creyentes-, en parajes abruptos y relativamente aislados hasta ahora, han llegado hasta nuestros días los Kalash, que mantienen los restos de una religión pagana, probablemente anterior a las invasiones de Alejandro y al budismo.

 

Son los protagonistas de Heirs to Forgotten Kingdoms (Herederos de Reinos olvidados), un libro que publicó hace unos meses Gerard Russell. Russell es un diplomático británico, buen conocedor de Oriente Medio por haber trabajado allí largo tiempo. Su libro sobre las religiones minoritarias de la región es el fruto de la simpatía y la preocupación por los que considera sus amigos, que es lo que acaban siendo si damos crédito a su trabajo. No es un volumen erudito o académico, como hay bastantes otros. Es un reportaje en el que la descripción histórica y el análisis doctrinal se alternan con la descripción de la vida actual de estas personas y de los grupos a los que pertenecen. También se cuentan las peripecias a las que Russell tuvo que hacer frente para conocerlos y ganarse su confianza.

Las religiones minoritarias de Oriente Medio nunca tuvieron la vida fácil. De haber triunfado el cristianismo, seguramente habrían desaparecido hace muchos siglos. El islam las sometió a una presión menos sistemática. Los accidentes geográficos, los equilibrios políticos o los saberes específicos de estos grupos les dieron la posibilidad de sobrevivir… hasta ahora. Un copto recuerda el tiempo en el que convivían sin problemas con los musulmanes, tiempo que se acabó con la “mala generación” educada por los salafistas a partir de mediados del siglo pasado. A partir de ahí se acabó la tolerancia. Primero desaparecieron los judíos, y ahora los fieles de estas religiones históricas que han preservado parte de culturas milenarias. Los cristianos, no tratados en el libro salvo el caso copto, van incluidos en el mismo lote.

Los fieles que huyen de la zona se instalan sobre todo en Australia, Canadá y Estados Unidos. Hasta ahí continúa le viaje de Russell, que comprueba cómo, habiéndose librado de un infierno, los exiliados se enfrentan ahora a otro problema. En Oriente Medio se había preservado un mundo en el que la presencia pública de las identidades culturales no estaba –ni está todavía- laminado, como ocurre en los países herederos de la tradición occidental. El nuestro es un mundo que identifica libertad con individualismo y en el que predomina una uniformización drástica, disimulada por la estetización de la vida. Habiendo conseguido preservar su identidad a lo largo de siglos, ahora estos fieles se enfrentan a la posibilidad definitiva de perderla en una o dos generaciones.

El Medio, 15-08-15