El debate sobre el aborto

El debate sobre el aborto se politizó en los años sesenta y setenta, cuando la gran revolución moral y de costumbres que cambió de arriba abajo las sociedades democráticas liberales. Desde entonces –a grandes líneas- sigue ahí. La izquierda se identifica con el aborto y en la derecha se sitúan los partidarios de la vida, como si estas etiquetas, más ideológicas que políticas, contribuyeran a aclarar el significado del hecho en discusión. Es posible que, en parte, ocurra así. Lo que es seguro es que otro enfoque que se alejara de una perspectiva tan ideologizada y diera más importancia a la moral y a la ética contribuiría también a esclarecerlo.

 

Nos hemos acostumbrado a pensar la libertad como aquello que nos permite hacer lo que queremos. La libertad, sin embargo, se comprende mejor como aquello que nos permite hacer lo que tenemos que hacer. Lo que nos invita al control de nuestra vida, de nuestros afectos y nuestros deseos. Aquello que nos permite ser conscientes, en la medida de lo posible, de las consecuencias de nuestros actos. Aquello que nos hace responsables, por tanto, y nos abre a la comprensión de las consecuencias que en los demás tiene nuestra conducta. El embarazo es una de las situaciones en la que esta relación entre libertad y responsabilidad aparece con mayor claridad y con mayor dramatismo: por las gigantescas repercusiones de un acto como el aborto y por la indefensión absoluta de la criatura concebida.

El aborto afecta de lleno al derecho más básico de todos, aquel sobre cuya conquista –por utilizar el vocabulario de la izquierda- se levantan siempre las sociedades civilizadas. Es el derecho, o el respeto a la vida. Sin duda se puede pensar que la criatura concebida no es un ser humano, pero nadie puede negar que lo será, si las cosas ocurren como tienen que ocurrir, y que en cualquier estado previo al nacimiento es una vida destinada a convertirse en un ser humano. Un ser humano con todas las características que le corresponden: una persona, con su propia libertad y un futuro que ella misma habrá de construirse. La práctica del aborto supone anteponer los propios intereses a esa alteridad radical que, por el momento, forma parte de la persona de la madre, aunque ya no sea del todo ella, ni, aunque sea completamente dependiente, sea un órgano más de su cuerpo. Aquí está el núcleo básico de cualquier futura solidaridad, de cualquier empatía, como se dice ahora. Es difícil imaginar una sociedad capaz de pensar en los demás, capaz por tanto de un mínimo de justicia, si esto falla masivamente, como está fallando.

En otra dimensión del debate, el aborto parece venir a asegurar la igualdad entre mujeres y hombres. Sin embargo, es esta una visión limitada del concepto de igualdad. Hace tabla rasa de aquello que nuestra sociedad –por otro lado- valora en grado superlativo, como es la diferencia, la base de la identidad. Pues bien, la igualdad en este punto no puede consistir en negar el hecho básico que define a la mujer, que es ese misterio que debería ir rodeado del máximo respeto, de las máximas precauciones. Ninguna mujer debe ver su proyecto de vida determinado por esto, pero las consecuencias de la construcción de una ficción igualitaria no serán, ni están siendo ya, menos perjudiciales. La igualdad no se basa en una mentira.

Si nos esforzamos por sacar el debate sobre el aborto del estrecho campo ideológico y lo pensamos en términos éticos –la libertad, la vida, la solidaridad, la igualdad, la identidad y la dignidad- es posible que empecemos a entender el verdadero significado político del asunto y a dejar atrás la monstruosidad que está ocurriendo a nuestro alrededor.

La Razón, 16-11-14