El camarote del compañero Marx
Después del fracaso de la revolución de 1848, Marx escribió que la única forma de abreviar los dolores del parto de la nueva sociedad era el terrorismo revolucionario. Cuando no escribía ensoñaciones teóricas que nadie entendió –y tampoco leyó- nunca, Marx, como buen pequeño burgués radical, se dejaba seducir por las metáforas. Es lo que ha quedado de él, metáforas truculentas que siguen incendiando la imaginación de los eternos adolescentes nacidos de la última de las revoluciones, la de Mayo del 68, parodia y cierre del ciclo revolucionario al que Marx sirvió de musa barbuda. (Los comunistas adoraron siempre ídolos repelentes.)
Marx tenía razón en lo del terrorismo. Se había concentrado en demostrar que la quiebra del capitalismo era necesaria e inminente. Ocurrió lo contrario. En vez de pauperizar a las masas (o depauperarlas: la jerga marxista tiene vida propia), el capitalismo las enriquecía. Nunca la humanidad había vivido tan bien como bajo el dominio del capital. Los socialdemócratas sacaron las consecuencias pertinentes y se olvidaron de la revolución. No Marx, enfrascado en su mesianismo. El profeta quería ver triunfar la religión que había fundado como si fuera, colmo de la ironía, una ciencia, la siniestra ciencia, o filosofía, de la Historia. (Si no fuera por Lenin, a quien debemos el mito de Marx, el fundador del marxismo apenas sería recordado hoy como un oscuro grafómano, del género malhumorado.)
Quedaba un único recurso, el del terror revolucionario. Los marxistas teorizaron su necesidad, como si la política fuera un cuento de terror y la sociedad humana, un enfrentamiento bélico. Llegar al poder –en Rusia, para empezar- permitió poner a prueba el legado de Marx. Cuando aquella religión del terror se colapsó en la miseria y la corrupción, algunos de los creyentes se re-convirtieron al escepticismo absoluto. En realidad, ese nihilismo estaba en el fondo de la fe de Marx.
Así es como el marxismo, desde entonces, adopta la forma de un progresismo postmoderno, disperso en los temas culturales y morales: diferencia, identidades, género… Marx escribiría hoy en “Vogue”, que es lo más rabiosamente marxista y contracultural que hay. Los filósofos neomarxistas, à la Zizec, son ahora ingeniosos costumbristas. Por un momento, la crisis económica pareció dar al abuelo una nueva oportunidad. No hay que engañarse. La retórica populista sólo es marxista en las metáforas. Quienes se dejan seducir por ellas, como nuestros politólogos post sesentayochistas, no creen en la revolución. El camarote del compañero don Carlos está tan atiborrado como el otro, pero de cachivaches con los que nadie sabe qué hacer, ni lo que significan.
La Razón, 05-05-18