Shavuot. La fiesta de las Semanas

Los cristianos celebran (debería decir celebramos) este domingo la fiesta de Pentecostés. Es una de las grandes fiestas del cristianismo, que llega cincuenta días después de la Pascua, acaba con el llamado tiempo pascual –después de la celebración de la Muerte y la Resurrección de Jesucristo- y conmemora el principio de la Iglesia, la Iglesia católica en su más estricto sentido, cuando los discípulos fueron iluminados por el Espíritu Santo para difundir la Buena Nueva de la llegada de Cristo al mundo. Para señalar bien esta universalidad del mensaje cristiano, los discípulos reciben el don de lenguas, y se ponen a hablar de pronto en lenguas que desconocían, lo que da lugar a una observación de san Pedro, muy en la línea del realismo de las Sagradas Escrituras (Hechos 2, 13-15).

Pentecostés indica la ruptura del naciente cristianismo con el judaísmo al poner el acento en la universalidad de Cristo, con repercusiones teológicas de la mayor profundidad imaginable. El que había llegado no otro de los mesías -menos aún un profeta- como los muchos que se encuentran en la historia del judaísmo. Era algo más profundo, que algunos judíos aceptaron y otros no. Al mismo tiempo, Pentecostés se inscribe en la tradición judaica al celebrarse, como tantas otras fiestas cristianas, en la misma fecha en que se celebra una fiesta judía, en este caso, el Shavuot.

Shavuot, o Fiesta de las Semanas, es una de las tres grandes fiestas religiosas del judaísmo, de las de peregrinación al Templo. Llega (“shavuot” quiere decir “semana”) siete semanas después de la Pascua (Pésaj). Era una fiesta agrícola, que conmemoraba el inicio de la recolección y por eso se llama también Fiesta de las Primicias. Más tarde, después de la destrucción del Segundo Templo y del Exilio, Shavuot adquirió otro sentido, que es la conmemoración de la entrega de la Ley a Moisés en el Sinaí. Siempre ha sido una festividad de acción de gracias.

Levítico 23, 9-32 explica cómo debe celebrarse Shavuot. Inopinadamente, en pleno siglo XX, volvió a sus orígenes cuando los judíos de retorno en Israel tuvieron que volver también a la agricultura, con el movimiento de los kibbutzim. En estas fechas se suelen comer platos a base de leche -hoy en día –todo decae- tartas de queso. Entre las celebraciones más propiamente religiosas, está la lectura del Libro de Ruth.

Ruth relata la historia de una mujer moabita -que no pertenece por tanto al pueblo judío- que al quedar viuda decide no volver a su pueblo. En vez de eso, se queda con su suegra Noemí en la ciudad de origen de esta, que no es otra que Belén. Guiada por Noemí, Ruth hará comprender a Booz, un rico hacendado de la ciudad, que a él le corresponde, por ser familia suya, casarse con ella y continuar así la familia del fallecido, según la tradición. Entre los descendientes de Ruth y Booz está el rey David, nacido en Belén, y mucho después, Jesucristo, también nacido allí mismo. Los dos, Jesús y David, tienen por ascendiente a una conversa.

La escena más famosa del Libro de Ruth tiene lugar durante la cosecha, cuando Ruth se da a conocer a Booz por su especial respeto a las costumbres judías al espigar en un campo suyo tras el paso de los segadores. Es una conmovedora reflexión sobre la generosidad, la voluntad de ser y la aceptación del misterio de la Providencia o, si se prefiere, sobre la manera de ser justos, es decir de aceptar y respetar la voluntad del Señor. De ahí, más allá del motivo pastoral, viene la lectura de Ruth en las celebraciones de estos días.

En estos años, la lectura de Ruth se ha ido cargando de significados nuevos, que prolongan, en problemas propios de nuestro tiempo, su denso núcleo significativo.

Uno de ellos es, como era de esperar en un mundo globalizado de emigraciones y de identidades en crisis, la de la conversión de Ruth. En su sentido más hondo, devuelve la celebración de Shavuot a la conmemoración de la Revelación en el Sinaí. Ruth parece un comentario, una nota a pie de página para uno de los momentos claves de nuestra historia, aquel que hace del pueblo judío el testimonio vivo de la presencia del Señor. Ruth, efectivamente, parece recordar que esa Alianza, sellada por el Señor con Su pueblo, no es exclusiva. Es también una Alianza abierta a toda la humanidad, y para el pueblo judío un privilegio y una responsabilidad.

La celebración de Pentecostés por los cristianos permite comprender cómo el cristianismo continúa y a la vez rompe con esta tradición, planteando un horizonte específico. La celebración de Shavuot, por su parte, plantea la relación intrínseca y difícil del judaísmo con la universalidad, lo que hoy llamamos diversidad. A un cierto nivel, la cuestión de la Ley como un desafío al judaísmo, más allá de su naturaleza puramente religiosa, y en otro, más práctico, la de la conversión al judaísmo, que Ruth ejemplifica con muchos de sus matices y sus complejidades. Demasiadas, para muchos.

También en este terreno de lo práctico se encuentra la cuestión del matrimonio mixto, desaconsejado por la tradición y por quienes ven en él un peligro para la identidad judía. Esta cuestión está relacionada además con un asunto políticamente candente, como es el del matrimonio civil en Israel.

El judaísmo no ha perdido el arte, infinitamente valioso de por sí, de relacionar el presente con la tradición. A los creyentes y no creyentes que vivimos en sociedades desacralizadas desde la raíz estos debates pueden resultarnos sorprendentes. Aun así, ambos tenemos interés en conocerlos. Los primeros, porque son el trasfondo y la raíz de su propia naturaleza de cristianos. Y los dos porque plantean una pregunta sobre la identidad que está en el centro mismo de alguno de los grandes interrogantes de hoy en día.

El Medio, 08-06-14

Ilustración: Poussin, El verano, Museo del Louvre.