Israel y el final del panarabismo

La primavera árabe suscitó la esperanza del acceso casi inmediato de la democracia en los países de mayoría musulmana, el llamado “mundo árabe”. Era una esperanza poco fundada, aunque ha habido más avances de lo que a veces se suele reconocer, como lo ocurrido en Túnez. Más relevante está siendo algo la desaparición de eso que se solía llamar el “mundo árabe”. Este concepto nace en buena medida del impulso anticolonialista posterior a la Segunda Guerra Mundial. Lo reforzó luego por la Guerra Fría. Planteaba una unidad superior en la que participaban todos los países de mayoría musulmana en un territorio gigantesco, desde Marruecos hasta la frontera de la India. También había intentado dotarse de instituciones políticas de representación, de colaboración y de diálogo bajo el paraguas común de la identidad panárabe. Nunca funcionó satisfactoriamente, pero había logrado crear la sensación de que existía algo que reunía a todo ese conjunto de territorios y poblaciones. El rechazo, cuando no el odio a Israel, era su símbolo y su garantía.

 

Todo esto está cambiando a pasos agigantados. Si la nueva situación fuera sólo atribuible a un nuevo episodio del enfrentamiento milenario entre sunníes y chiítas (ahora mismo, entre Arabia Saudita e Irán), las novedades no serían muy grandes. No es así, sin embargo: Omán y Emiratos Árabes han decidido a establecer negociaciones por su cuenta –sin contar con los saudíes, en consecuencia- con el vecino Irán. Tampoco los kurdos quieren ya pertenecer al “mundo árabe” si no es en condiciones de autonomía estricta. Los cristianos “árabes”, hasta hace unos años relativamente integrados en sus países, no pueden dejar de constatar que están sometidos a una presión brutal por parte de quienes reivindican el islam radical como la única identidad aceptable.

Algunos de los episodios de esta nueva situación están teniendo lugar dentro de Israel.

Sorprende, en primer lugar, la reacción de numerosos palestinos a la propuesta de Avigdor Lieberman, ministro israelí de Asuntos Exteriores, según el cual Israel debería estaría dispuesto al intercambio de territorios. Así quedarían bajo la Autoridad Palestina (y a la larga, es de suponer, del Estado de Palestina), poblaciones palestinas que ahora son israelíes. Pues bien, una parte importante de estas poblaciones no quiere que esto ocurra. En otras palabras, quieren seguir siendo israelíes: palestinos, pero israelíes. Según algunas encuestas, el 40 o el 50 % de estas poblaciones se sienten orgullosos de ser israelíes. Aunque compensen esta afirmación con otras poco halagüeñas a oídos israelíes, ahí está el núcleo del patriotismo.

Otro grupo que plantea un desafío relevante es, dentro de la minoría palestina, la de los cristianos. Hoy en día son unas 130.000 personas, un minúsculo 1,6 % del total de la población israelí. Sin embargo, resultan particularmente significativos porque cada vez más se sienten más inseguros bajo la autoridad árabe y más protegidos, en cambio –y más libres, por tanto- bajo la autoridad israelí.

El resultado es que están emergiendo figuras como la del padre Gabriel Nadaf, un sacerdote de la Iglesia Ortodoxa Griega que desde Nazaret está alzando su voz para la integración de su minoría en Israel, hasta el punto de preconizar algo muy delicado, como es que los cristianos palestinos israelíes cumplan voluntariamente el servicio militar en las Fuerzas de Defensa de Israel (IDF), algo de lo que están exentos hoy en día por su condición de palestinos. La vida del padre Nadaf y de su familia está, ni que decir tiene, bajo amenaza constante.

Si estos cambios continúan –como todo indica que va a ocurrir-, pueden suponer un cambio sustancial en la sociedad israelí. También plantearán un posible cambio en la estrategia de Israel ante sus vecinos, ante la Autoridad Palestina e incluso ante las negociaciones de paz.

El Medio, 03-02-14