La tolerancia, según Voltaire

El 10 de marzo de 1762 ejecutaron en la ciudad francesa de Toulouse a Jean Calas. Era un honrado comerciante de más de sesenta años, un hombre acomodado que había sacado adelante una familia de seis hijos. Había sido acusado de asesinar a uno de ellos porque el joven, según decían, quería convertirse al catolicismo y Jean Calas no estaba dispuesto a aceptarlo. Calas era un hugonote, un protestante de los que se habían quedado en su país después de que Luis XIV revocara el Edicto de Nantes, por el que Enrique IV había instaurado la tolerancia después de las guerras de religión. Como se pudo comprobar de inmediato, la sentencia que condenó a Calas no se tenía en pie. Algunos hugonotes, a los que se toleraba con tal de que fueran invisibles y se adaptaran a la religión oficial, acudieron a los escritores de la época en busca de justicia. Voltaire, tras una encuesta cuidadosa, se decidió a tomar partido. Así es como redactó el Tratado sobre la tolerancia que ahora triunfa en Francia, con la resaca de otros hechos atroces como han sido las recientes matanzas de París.

 

Voltaire tenía modelos en los que inspirarse: la Carta sobre la tolerancia (1689) de John Locke, que hizo posible la libertad de religión en Inglaterra después de muchos años de persecuciones y brutalidades. También estaba el Comentario evangélico de Pierre Bayle (de 1686) en el que el entonces famoso filósofo planteaba la necesidad de tolerar la fe, la fe pura, con independencia de la religión en la que se plasmara. Muy anterior era el Acta de Tolerancia de Maryland, la primera colonia norteamericana –católica, por cierto- que instauró la libertad religiosa, en 1649.

Voltaire no quería escribir un tratado ni proponer cambios legislativos. Lo que quería era denunciar ante la opinión ilustrada europea un caso de fanatismo. Y ganó, aunque no fuera de inmediato. A los pocos años, la Monarquía francesa reinstauró la tolerancia, que quedó sellada con la primera parte, la liberal, de la Revolución Francesa. El objetivo lo consiguió mediante una breve historia de la tolerancia (o de la intolerancia), que arranca de la Reforma protestante para remontarse a los griegos y a los romanos y volver luego a la actualidad, en capítulos muy cortos y de gran libertad. Es de los contados ensayos de Voltaire que se puede seguir leyendo, aunque con cierto esfuerzo.

Un aspecto llamativo es la incomprensión del gran patriarca de las Luces ante los mártires cristianos. Voltaire no entiende que la cuestión no era religiosa, sino política, y que los cristianos eran ejecutados no por sus creencias, que a la administración romana le importaban bien poco, sino por negarse a adorar al Estado romano y a seguir confundiendo la política con la religión. Voltaire, que sentía una profunda animadversión por el cristianismo, esboza aquí el nudo de muchos de los problemas que la religión civil republicana, a la francesa, iba a plantear no mucho después.

También suele sorprender la “Oración a Dios”, el texto con el que termina –prácticamente- la obra. El tono es de una sinceridad inequívoca, y más emocionado de lo que la ironía volteriana dejaría suponer. Voltaire, efectivamente, no concibe un mundo sin Dios, aunque no sea el Dios de los cristianos. Allá donde esté desde su fallecimiento, contemplará con disgusto que sus restos hayan acabado en el Panteón de París, ese grandilocuente y gélido templo consagrado a la religión –o idolatría- civil republicana. En la sexta de las Cartas filosóficas, Voltaire hizo de la bolsa de Londres el mejor ejemplo de libertad y tolerancia.

16-01-15

Ilustración: sepulcro de Voltaire en el Panteón, París.