Identidades. España, Europa

Uno de los diagnósticos más frívolos y equivocados que se han hecho sobre la sociedad española viene de la pluma de Ortega, de las reflexiones sueltas que publicó bajo el título de España invertebrada. Ortega había copiado la expresión de otra de Maurice Barrès, el escritor francés fundador del nacionalismo moderno, que había hablado, mucho antes, de una Francia “descerebrada y disociada”. La expresión de Ortega, tan célebre y más duradera que la de Barrès, ha quedado como si adelantara un proyecto de modernización para nuestro país. En realidad, enmascaraba una propuesta nacionalista, formulada en origen por uno de los grandes del movimiento más profundamente antimoderno y reaccionario que ha producido la cultura europea, y dirigida a acabar con la nación tal como se había ido constituyendo, también en nuestro país, a lo largo del siglo XIX: la articulación de la nación política constitucional y la nación histórica.

 

Los malentendidos que esta anécdota revelan nunca han sido despejados porque la prevalencia del nacionalismo –del nacionalismo español-, disfrazado de progresismo modernizador, ha bloqueado la reflexión crítica sobre partes importantes nuestro pasado… y nuestro presente, en particular sobre la naturaleza y la dimensión de ese nacionalismo. Ahora bien, en contra de la frivolidad orteguiana, que continuaba y relanzaba un discurso antinacional español, el propio el regeneracionismo, hoy se puede volver a decir –como se podía haber dicho entonces- que España es una de las sociedades más cohesionadas, más honda y profundamente vertebradas de entre las desarrolladas.

Hemos tenido una nueva prueba estos días, cuando los electores españoles han detenido el -al parecer- irresistible ascenso de los nacional populistas podemitas, y se han decantado por una opción política moderada y centrada. Lo hemos tenido a lo largo de la crisis, con la solidaridad –intergeneracional, familiar, informal- que los españoles, sin esperar al Estado, han desplegado para ayudarse unos a otros. Y también está presente en uno de los grandes éxitos de los muchos de nuestra democracia, como es la integración de los inmigrantes y la no existencia de una organización política racista. Se suele atribuir esto último al recuerdo de los tics ideológicos de tiempos de la dictadura. Se debería hablar más de la flexibilidad de una sociedad fundamentalmente tolerante e integradora, como es la nuestra, capaz de compaginar sin demasiados problemas algo que parece inalcanzable en otros países: la vigencia de las tradiciones y la modernidad.

No todo el mundo está contento con esta situación. Desde hace más de cincuenta años, los nacionalistas periféricos, que retoman el planteamiento orteguiano para su propio beneficio, vienen practicando lo que Ortega llamaba “nacionalización”, que es , desde esta perspectiva, la construcción de una identidad nacional que concentra los valores morales y políticos de una sociedad con exclusión de otros. Otra línea de ofensiva, más reciente, son las políticas identitarias, con la importación del modelo social de minorías, tan propio de Estados Unidos tras el derrumbamiento del consenso social y cultural en torno al antiguo núcleo blanco, protestante (y heterosexual).

Pues bien, la sociedad española está consiguiendo integrar estos movimientos, de fuerte capacidad destructiva, y desarbolar su peligrosidad incorporándolos con naturalidad a un bien común no parcelado, ni segmentado, ni escindido en guetos. La cultura común española –la identidad española- es más consistente de lo que se ha venido diciendo, y es precisamente por eso por lo que no le ha requerido demasiado esfuerzo asimilar formas de vida y de expresión distintas, al menos en principio. (…)

Seguir leyendo en Floridablanca, 18-07-16