Sagasta. El político de lo posible

Cuando Sagasta rompió para siempre con el progresismo intransigente que había sido el norte de su vida política hasta el período turbulento abierto por la salida de España de dos reyes sucesivos, Isabel II y Amadeo de Saboya, insistió en su lealtad: “Soy lo que fui; me llamo como me he llamado; yo soy progresista y progresista democrático, como lo he sido siempre, como lo fueron los progresistas de 1812, como lo fueron los progresistas de 12837, como lo fueron los progresistas de 1854…”

 

Simpático, generoso, amante de la popularidad, Sagasta (1825-1903) se debió ver a sí mismo como el continuador –civil- de la larga saga de héroes del liberalismo español del siglo XIX: Riego, Espartero, Prim… y Sagasta. Incluso su vida amorosa, raptando a una muchacha de la que estaba enamorado el mismo día en que se iba a celebrar la boda de ésta con militar, parece continuar la saga romántica. Pero si era así, se equivocaba, porque valía más que casi todos ellos. Si aquel rapto apasionado acabó en un matrimonio que le duró toda la vida, en política supo ver que pasado el Sexenio y demostrado el fracaso republicano, había llegado la hora de la realidad. Todos los esfuerzos del progresismo español debían culminar, a riesgo de perderse, en el pacto que le ofrecía Cánovas, político conservador.

Así se consolidó el régimen liberal en España, se continuó la obra de construcción del estado moderno, avanzada bajo Isabel II, y se encontró una fórmula de alternancia que dio a España su más largo período de estabilidad política, de prosperidad y de respeto de las libertades. Al aceptar a Alfonso XII, después de haber contribuido a expulsar a su madre, incluso su oratoria cambió. De los grandes períodos que escucharon las Cortes de Isabel II, la palabra se le afila en el tono coloquial, prosaico y como improvisado. Desde su casa de la Carrera de San Jerónimo, siempre abierta a cualquiera que quisiera entrar a saludar al jefe del Partido Liberal-Fusionista (adversario del Liberal-Conservador de Cánovas), consiguió poco a poco reunir en torno suyo a todas las figuras y figurones, náufragos del desastre progresista. Halagó vanidades maltratadadas, aplicó cataplasmas al amor propio de quienes no se resignaban a ser tratados como lo que eran, unos fracasados. Le llamaron, con ironía que a él, más fino y más fuerte, le debía hacer gracia, el “Viejo Pastor”.

A la muerte prematura de Alfonso XII, cumplió lealmente el llamado Pacto del Pardo, establecido con Cánovas. Subió al Gobierno en circunstancias difíciles y fue el firme apoyo de una Reina viuda, embarazada y sin heredero varón, que conocía todavía mal su país de adopción pero que estaba decidida a cumplir y hacer cumplir los principios de la monarquía constitucional y garantizar así la continuidad de las instituciones. Sagasta no sólo logró salvar el escollo. Recordando su antigua declaración de lealtad a los ideales democráticos, hizo promulgar la ley de Imprenta, que permitió una total libertad de prensa. Más tarde haría posible las asociaciones sindicales obreras, promulgaría la Ley del Jurado y la Ley de Bases para el Código Civil. Por fin, en 1890, unas Cortes liberales implantarían el sufragio universal masculino, abriendo la puerta definitivamente a una futura democratización del sistema.

A este viejo luchador, que en las caricaturas aparece luciendo morrión de miliciano o tupé juvenil, de cuando peleaba en las Cortes con energía de conspirador, le tocó también presidir la derrota de 1898 ante Estados Unidos. Conocía de sobra la inferioridad española, pero no vio otro remedio que seguir la “corriente impetuosa de la opinión”, que no admitía una rendición sin lucha. Cuando se le echaron encima los mismos que poco antes vibraban de celo patriótico, contestó colocando a todo el mundo ante su propia responsabilidad. Entonces Azorín lo retrató en las Cortes, llevándose a la boca disimuladamente tabletas de cafeína para estimular un corazón destrozado.

Así empezó a fraguarse la imagen de un Sagasta que simboliza el fracaso del liberalismo español. Pero el fracaso no fue suyo, sino de quienes no supieron democratizar el sistema liberal o no creyeron en las posibilidades democráticas de la Monarquía parlamentaria. Proyectar el fracaso personal hacia atrás, hacia Sagasta, no era más que evitar la propia responsabilidad.

El Mundo, 1999